Lo dejamos por imposible...

Lo dejamos por imposible...
...y nos mudamos a un edificio moderno.

¿Has cerrado la puerta del sótano? Desde aquí veo la casa, sí, pero no puedo decir si está cerrada. Aguarda ahí sentada y distráelos un poco, que no descubran el cadáver.

¡Para esto hemos quedado! ¡Carnaza de ojo vicioso! ¡Jes´s!

jueves, 3 de febrero de 2011

EL CIERVO EN LA FUENTE (NOVELA)






El ciervo en la fuente




JOSÉ ENRIQUE DÍAZ MARTÍN








Escribe como si estuvieras muerto y recordaras o inventaras (da lo mismo) cuanto te ocurrió a ti o a otros, igual que si quisieras materializar un espejismo, igual que si contra toda evidencia te hubieras convencido de que, en el momento en que consigas materializarlo, lo que te ocurrió a ti o a otros se volverá más real que lo real, que a fin de cuentas no es nada. Recuerda, por cierto, que no hay nada más importante que la literatura, excepto la vida.
Javier Cercas








NOTA DEL AUTOR
Este libro puede y deber leerse, desde luego, en el orden que ha sido editado. Esto es: I, A, II, B. No obstante, aquel lector que, como yo, guste de las novelas de suspense y misterio puede hacer antes una lectura seguida, de tipo vampírico, de las secciones I y II. Constituyen una historia que puede considerarse, desde cierto punto de vista, independiente. Luego, sin trampas, realice la lectura ordenada: perderá unas cosas (que ya habrá disfrutado con anterioridad en esa primera lectura compulsiva) y ganará otras, incluidas posibles pistas para entender qué perdió, qué ganó y por qué, lo cual espero que compense lo insólito de esta recomendación.



I

El quince de agosto, Pablo Sastre vio, ojeando los anuncios por palabras del periódico, uno por el que convocaban extras para una película. “Se necesitan”, decía el anuncio, “figurantes de distancia para producción cinematográfica. Varones de entre 35 y 45 años. Pocas horas. Pago inmediato al contado”. Pablo disponía de tiempo. Tenía a su mujer y su hija en la costa. Y además, así podría olvidarlo todo.
Estaba en la zona común del tanatorio, sentado en sillón al lado de un estanque artificial con nenúfares. Dejó el periódico encima de la mesa y pensó en lo que había ocurrido.
Aunque nadie hubiera esperado que un hombre como Anselmo hiciera aquellas declaraciones antes de fallecer (una vergonzante confesión para alguien que no fuera él ni se encontrara en tales circunstancias), tanto Pablo como Elisabeth respiraron tranquilos. Y si bien no podrían, por razones obvias, reconocerlo nunca, llegaron a experimentar cierta satisfacción de que el grupo de Sors escuchara de boca del mismísimo Anselmo moribundo que todo lo de la oreja había sido un fraude, que había elucubrado aquella falsa trama porque se había visto superado por las circunstancias, y que debajo de aquel monte no había nada de nada.
Estaba deseando pasar página, y se alegraba de que Ana no estuviera allí, ni le hubiera visto abrazado a Elisabeth, tan alta y atractiva, y totalmente desconocida para ella. Sencillamente, no lo comprendería. Y si se tuviera que poner a explicar de dónde venía todo aquel trajín de policías de paisano, peristas y documentos falsificados, jirones de un pasado que había creído superado hasta la llegada de la carta, quizá se abriese entre él y su mujer un extrañamiento que no se podían permitir después de tantos años trabajando para ganarse la confianza mutua, esa tan frágil de que gozaban a día de hoy.
Daba gracias a dios, por tanto, de que ni Ana ni Susi estuvieran allí para verle.
Se había quedado solo en Madrid por razones laborales, pero a la hora que convocaba el anuncio estaba libre. Pensó que bien podía probar. Con un poco de suerte podría ganar algo de dinero para cuando estuviera con su familia, o para tomar unas copas con los compañeros de trabajo. Sería un dinero, como si dijéramos, no declarado. Un dinero invisible. Al fin y al cabo, o hacía de figurante esas horas o pensaba interminablemente en lo que, por fin, había acabado mientras leía minuciosa y despaciosamente el periódico durante un pantagruélico desayuno.
La cita era en un polígono industrial.
Cuando llegó, muy pocos minutos antes para que no pareciera ante sí mismo que experimentaba ansiedad o expectativa especial alguna por aquella broma de la figuración, había ya una nutrida fila de hombres pegada al alto muro ciego de la nave, que cubría toda la manzana. Por un sentimiento muy parecido a la vergüenza, decidió permanecer en el coche.
Cuando se abrió la pequeña puerta auxiliar de un portón de camiones y dieron entrada al grupo, fue dejando pasar toda la cola antes siquiera de pensar en abandonar su vehículo.
Vio pasar, entre las varias docenas de postulantes, a jóvenes inmigrantes magrebíes con su mejor jersey bajo la americana y a atribulados parados cincuentones, de esos a los que llaman de larga duración, vistiendo su característico traje formal y ajado. Cualquier observador objetivo diría que muchos de ellos no cumplían el requisito único de la edad, pero un empleado indiferente fue franqueando igualmente la entrada a todos ellos.
Cuando hubieron pasado todos sin excepción, salió del coche y se acercó a preguntar al portón, que ya estaban cerrando. Sí, claro que podía pasar; que se diese prisa. El tipo de la puerta cerró tras él y le dijo que caminase hacia la luz.
A través del eco oscuro de la nave vacía, caminó sonoramente hacia la portezuela del otro lado.
Salió a un luminoso patio central con el sol enfrente. A su izquierda, la larga nave que acababa de dejar se abría en muelles de carga que se veían ocupados por una fila de trailers blancos con el logo de una empresa hortofrutícola. Sus largos cajones aparecían abiertos y dispuestos para su estiba o su descarga. No se percibía actividad visible ni audible. La fila de camiones, aculados en batería, ocupaba parte de un gran aparcamiento vacío que parecía tener su salida al exterior en otro enorme portón que se veía cerrado en el fondo noreste, practicado en el extremo del muro de la izquierda y junto al cual había una cabina de vigilancia. Frente a Pablo, al otro lado del aparcamiento asfaltado, se extendía un espacio abierto donde ondulaban, en progresión sin fin visible, unos desmontes curiosamente parcelados en cuarteles por una cerca metálica muy baja, como corrales de ganado lanar. Algunos de aquellos rediles se veían ocupados por altas pirámides de tubos de plástico negro. A la derecha, en ángulo recto con la nave de la que salía, se alzaba el ala sureste. Era un gran edificio de techo fabril en sierra. Tenía un gran portón abierto a la penumbra interior, y grupos de utilleros vestidos invariablemente con monos blancos empujaban dentro y fuera de la sombra, sobre el asfalto que muy pronto estaría ya ardiente, diversos materiales y maquinaria que fácilmente podían identificarse con la industria de la producción cinematográfica.
Pero los hombres que habían entrado con él se apiñaban enfrente, en dirección al sol, junto al primer redil, pegaditos a la valla.
Un hombre con una tablilla en las manos, subido en una piedra, le decía al grupo sin gritar que ni siquiera tenían que declarar su nombre ni cambiarse de ropa. A algunos se les daría una bata como la suya, eso sería todo. Luego anunció cuánto tardarían y lo que pagaban, que a Pablo, más que poco, le pareció un insulto, e incluso hizo un débil gesto de asombrado escándalo que intentó compartir con los que le rodeaban. Pero nadie lo secundó, ni siquiera con una mirada de soslayo. Todos seguían colgados de las palabras de aquel de la tablilla.
Además sintió que le hacían cierto vacío, fingiendo que no estuviera allí con ellos, e incluso abriendo un espacio imperceptiblemente hostil a su alrededor, cual si hubiera ofendido las mínimas y recientes normas no escritas del código de aquel precario grupo. Como protesta, dijo en voz muy baja lo que le parecía, y se apelotonaron más, dejándolo solo, escenificando su segregación. Estaba claro que a ellos no les parecía tan poco dinero. Permanecían atentos a las instrucciones que iba desgranando el tipo sobre la piedra, quien para terminar les invitó a pasar a la nave fabril de la derecha, donde les darían, al parecer, las últimas instrucciones. Aquel que no deseara continuar, concluyó, podía irse inmediatamente, pero debía acompañar a los demás al interior de la segunda nave para ser conducido a la salida.
Todos se encaminaron hacia allá. Pablo desconocía cuántos de aquel pelotón de obediente silencio que arrastraba los pies hacia la sombra pedirían que les acompañasen a la salida; pero lo cierto es que nadie se mostraba impaciente.
- Pagan poco-, dijo, lo suficientemente alto.
El tipo junto al cual caminaba asintió sin interés por seguir hablando.
- ¿Se va a quedar?
El sujeto, víctima de un ligero sobrepeso y luciendo canas amarillentas en las sienes, lo miró de lado fugazmente, cuidando de no ser visto, y continuó su camino.
“Nadie se va a ir”, supo Pablo de pronto, y antes de llegar al portón, para evitarse el perder más tiempo y, sobre todo, tratando de acortar el bochorno mismo de estar allí, torció a la derecha y se dirigió hacia la estrecha entrada junto a los muelles de carga, aquella por la que había salido al patio y que continuaba abierta.
A través del eco de sus pasos cruzó la nave a oscuras hacia donde sabía que estaba la portezuela que daba al exterior, confiando en poder abrirla desde dentro. Probó la manija inútilmente. Tanteó el filo de la puerta de chapa, pero no había ningún pasador que liberar. Fuera se oía, remoto, el tráfico de la Avenida de Andalucía. Oyó entonces una voz muy timbrada a su espalda.
- Le han dicho que vaya con el grupo. Hágalo.
Se volvió. A la luz que emitía la puerta abierta al fondo, a espaldas del aparecido, y gracias también a la poca que se filtraba por las rendijas del portón y a algún reflejo más que llegaba mortecino desde los pasillos laterales, vio a un sujeto delgado, elegante, bajo, con la mirada fría y resuelta de los profesionales que han triunfado y siempre saben lo que hacen y dónde están. Mantenía las manos en los bolsillos del pantalón del traje y su postura era relajada, poco amenazadora; pero después de decir aquello se quedó singularmente quieto y en silencio. Él se demoró un instante en una duda producto de lo potencialmente embarazoso de la situación, pero aquel hombre permaneció detenido como en un juego infantil o en un acecho; absurdamente, aparentaba acostumbrado a hacerlo. Parpadeó una vez sin dejar de mirarle.
- No me interesa la oferta. Sólo quiero salir. ¿Me puede abrir?
- Vaya con el grupo y le abrirán enseguida.
La cosa estaba decidida.
-Claro, gracias,- dijo, y, pasando a su lado (con repentina aprensión por su proximidad), regresó por donde había venido y hacia la puerta abierta. Al llegar al hueco de la puerta miró hacia atrás. Allí estaba, mirándole en la misma postura pero habiendo girado ciento ochenta grados. Salió al exterior soleado y esperó detrás de la puerta unos segundos, pero no se atrevió a hacer lo que pensaba. Finalmente se encaminó hacia el portón tras el que habían desaparecido los otros.
Iba andando hacia allí convencido de que haría lo que le había recomendado aquel sujeto, pero a mitad de trayecto se detuvo y volvió de nuevo la cabeza. No estaba. Había esperado verlo en el hueco de la puerta, vigilando su llegada al otro lado, pero no estaba, y había tenido tiempo de llegar y aun de salir y seguirle para asegurarse de que se unía a los demás; pero no estaba. Se sintió decepcionado y aliviado a partes iguales. Víctima como de un desafío, esta vez sí lo hizo, esta vez retornó sobre sus pasos y volvió a entrar en la nave que ejercía de atrio o de vestíbulo.
No parecía haber nadie agazapado en su penumbra. Esto le animó. Entró resuelto en la sombra y se detuvo en silencio, atento a cualquier percepción. Buscó en la opaca negrura una presencia oculta: su respiración, su calor, un mínimo movimiento del aire que delatase un parpadeo. Esta vez, sin embargo, creyó sentir que estaba solo, aunque lo cierto era que antes tampoco parecía haber habido nadie, pues aquel sujeto había aparecido como generado por la oscuridad.
Como la puerta estaba cerrada y no ganaba nada permaneciendo allí parado, salvo dar tiempo al tipo a que volviese a salir de su agujero y le reprendiese de nuevo, se puso en movimiento hacia la derecha, donde lucía un suave resplandor a través del arco de un pasaje.
Al embocar el hueco comprobó que se trataba de un largo pasillo con anchas entradas abiertas a la derecha. La izquierda consistía en un interminable paredón ciego, el que daba a la calle y a su coche.
Precisamente era de esas entradas de la derecha de las que procedía la luz mansa que difundía, reflejándola, la blancura del corredor.
Le bastó asomarse al primer hueco, una especie de marco sin puerta, y subir unos pocos escalones para comprobar que se trataba de la luz que entraba por los muelles de carga abiertos. La trasera del camión no ocupaba todo el hueco de la dársena y los rayos de sol que cabían por los intersticios entre el vehículo y el muelle iluminaban las paredes sucias y el suelo de hormigón. En el breve compartimiento o cámara a que daba aquella plataforma de carga había, apoyadas contra la pared de la izquierda, dos pilas de cuatro neveras de camping cada una, una nevera sobre otra. Casi sin excepción, dejaban escaparse, por la ranura mínima entre la tapa y el contenedor, finas emisiones de humo blanco que trataba de llegar al suelo rápida y verticalmente, pero que desaparecía antes de alcanzarlo. En frente de las neveras, contra la otra pared, se levantaba una pila mediana de tela blanca, un montón de manteles o sábanas almidonadas y planchadas de aspecto hospitalario u hostelero. Salió de aquel departamento y entró en el siguiente. Con leves variaciones, era igual. En el tercero vio además un carrito de limpieza, con su cubo lleno de agua limpia y dos fregonas invertidas con los flecos al aire. En el siguiente no había camión, lo cual le produjo un principio de vértigo por el ofuscamiento de tanta luminosidad y el peligro de que, desde el patio, el aparcamiento o el portón del ala sureste, lo viesen deambulando por donde no debía. Pensó en retroceder, pero su propio miedo le pareció humillante y avanzó unos pasos por el interior de la cámara, que parecía una celda monacal a falta de pared.
Observando mejor las manchas del suelo, pensó en el hombre de antes, el de ojos de serpiente: ¿le reconocería?, ¿iría a comprobar si estaba al otro lado, junto con los demás?, ¿volvería a buscarlo si comprobaba que no se encontraba allí? Eran manchas orgánicas, posiblemente de fruta, pero allí no olía a nada. Tras otras dos dársenas con el mismo equipamiento y las mismas manchas, el siguiente compartimiento tenía el suelo cubierto de hule transparente; todo el suelo.
Se reprochó el estar perdiendo allí el tiempo y salió al pasillo. Hacia la derecha, la hilera de aquellos espacios de descarga y almacenaje provisional se prolongaba igual hasta el final, pero el corredor no parecía tener más salidas ni a la derecha ni a la izquierda. Se vio obligado a regresar por la galería hacia la zona negra de la entrada. Desembocó en ella con determinación, aunque no sin aguzar los sentidos en busca de alguna señal de actividad, y cruzó, con cierta prevención pero rápidamente, aquella oscuridad central y ya vagamente familiar hasta el pasillo simétrico que se insinuaba al otro lado.
El mismo paredón ciego a la derecha. Pero a la izquierda no había muelles, sólo puertas. Y, como fue comprobando, todas cerradas. Al fondo este pasillo sí giraba a la izquierda. Tras la esquina todo eran cristales, marcos de aluminio y ángulos rectos: una colmena de despachos. También había una puerta con la señal de aseos que desechó inmediatamente. Se propuso atravesar la zona de oficinas con la naturalidad de un espectro invisible, aunque fuera bajo aquella ingrata luz de fluorescentes que permanecían encendidos para nadie, pues solo había despachos vacíos y separados por mamparas de vidrio que se alzaban hasta muy poca altura por sobre la cabeza. Luego las mamparas acababan y desembocaban en la nada, en un aire gris y un vacío helado y absoluto hasta alcanzar el alto techo de la nave: roñoso, degradado, ferroso, arracimado de esquinas de penumbra y telarañas con eco.
Caminó entre las mesas hasta el final de aquel territorio de oficinistas. Se cerraba y separaba del resto de la nave por un tabique prefabricado igual de bajo que las mamparas. Estaba en una zona opaca, por tanto, pero desde allí se oía perfectamente, adobada por la reverberación de la nave, la voz de un sujeto que daba instrucciones cansina e intensamente.
Abrió ligeramente la última puerta y miró por la rendija.
Parecía un hangar, pero había tenido maquinaria; se veían sus siluetas en el suelo, separadas sin duda por criterios de producción. También eran visibles los anclajes de las máquinas, fresadoras, tornos y prensas tal vez. No habían podido quitar las manchas de aceite. El espacio lo ocupaban ahora varias filas de pupitres, separados ampliamente entre sí y escrupulosamente colocados formando una cuadrícula de aspecto escolar o castrense. En ellos se sentaban los hombres a cuyo número había pertenecido por escasos minutos. El grupo estaba siendo grabado en video por un operador que después de tomar una vista general del grupo, se metía entre las sillas y, fila por fila, grababa el rostro de cada individuo. Era una cámara de aspecto profesional, pesado, con su propio foco de luz color.
El orador se alzaba al frente del grupo sobre una tarima mínima de madera vista. Levantaba un vaso de vinilo medio lleno de un líquido transparente de tonalidad amarilla. Parecía zumo de limón artificial, de ese que sabe a medicina. Decía que era un compuesto químico completamente inocuo cuya virtud, una vez ingerido, consistía en que bajo ciertas condiciones de luz, daba a la piel una fosforescencia amarillenta. El film que estaban grabando, aclaró para una mejor comprensión de la situación, era de ciencia ficción y, según el guión, la única manera de identificar a los alienígenas invasores era que, bajo ciertas condiciones de luz, su piel lucía fosforescente, y era, añadió como para consolar a los hombres del absurdo de semejante trama, lo que al final descubrían los buenos de la película. Repitió con énfasis que no tenían que preocuparse de nada, que su salud no estaba ni estaría nunca en peligro. Y para que lo comprobasen, él haría una demostración, dijo, y se bebió el contendido del vaso. Lo volcó vacío sobre su cabeza. Nadie, seguía diciendo mientras cerraban el portón del hangar y se iba haciendo la penumbra, lo notaría en su familia, ya que era invisible con luz normal. Su efecto era casi inmediato después de la ingesta, e iba, gracias a un acelerador metabólico, rápidamente a la piel para ser excretado en forma de partículas de sudor. Observen ahora, dijo, y a su silencio siguió cierta conmoción de ruidos en el entorno.
Con estrépito controlado, se acabó de cerrar el portón, se apagaron todas las luces del interior de la antigua y roñosa factoría, incluidas las del sector de oficinas, y se encendió una gran parrilla de fluorescentes morados que había permanecido invisible sobre sus cabezas, muy cerca del techo en sierra lleno de pingajos y mugre ahumada.
Como por arte de magia, su cabeza y sus manos emergieron flotando en mitad de la nada, iluminando de luz amarilla el cuello blanco y los puños de la camisa. Su piel parecía de gelatina amarilla y luminosa; su cabeza, un grumo; sus manos, extraños colibríes luciérnaga. El tipo sonreía y alzaba las manos, separándolas y moviéndolas como un prestidigitador. Pablo se acordó de pronto del gato de Cheshire, cuya presencia en el famoso cuento de Alicia tanto inquietaba a su hija. La sonrisa del tipo de gelatina parecía tan burlonamente irónica como la del gato.
Todo el cuerpo es igualmente luminoso, aseguró la cabeza, pero no creo que necesiten ver más. Sonó el portón abriéndose, apagaron las luces negras y encendieron las demás, incluyendo el foco de la cámara. Todo casi al mismo tiempo. Al lado del orador, de nuevo humano y corpóreo, apareció de la nada una mesa larga con un mantel de un blanco deslumbrante y, sobre él, en el mismo orden que los pupitres, filas de vasos idénticos al que aquel aún sostenía en la mano, pero llenos, dijo, de la misma solución de contraste. Su parecido con las bandejas de bebedizo que sacan las madres en las fiestas infantiles coadyuvaba a transmitir la ilusión, que es casi como convencer, de que su contenido era inofensivo. Y en efecto, aquel líquido amarillo parecía ser el mismo que él había ingerido minutos antes. Los efectos durarán unas horas, afirmaba mientras tomaba otro vaso y se lo llevaba a la boca. Será el dinero más fácil que ganarán en su vida, dijo, y lo apuró de un trago. Vengan por su vaso, invitó con un ademán, y mientras algunos hombres lo hacían, influidos sin duda por la demostración repetida, añadió: Luego se pasearán por aquí, entrarán, saldrán según les indique el regidor, llevarán cajas, gorras, batas, correrán hacia las puertas cuando suene la alarma, y a casa.
Algunos lo bebían sin dudar, sonriendo confiados, más que en el zumo, en ellos mismos; otros se lo llevaban a la boca e, indecisos, bajaban el recipiente aún lleno y observaban a los demás. Nadie intentaba convencer de tomar el líquido a los que hacían gestos dubitativos o se quedaban charlando en sus pupitres. Tal vez les dejen irse y ya está, pensó él, pero entonces de dio cuenta de que no echaba en falta a ninguno de los que se habían congregado en el patio durante la primera arenga. Vio al hombre de pelo cano mirando el fondo de su vaso vacío, no sabía si inquieto o perplejo, buscando una certeza que sería ya indiferente, pues no le ayudaría.
No aguardó a ver si se resolvían los vacilantes. Cerró la puerta y desanduvo el camino entre las mesas de oficina hasta el comienzo del pasillo; allí pensó de pronto que algunos váteres tenían ventanas al exterior. Se volvió hacia la puerta anteriormente desechada y entró en los aseos. Ni una sola ventana en ningún sitio. Antes de salir, bebió unos buches de agua de uno de los grifos y, secándose la barbilla con la manga, empujó con el codo una puerta sin letrero. Se trataba de un almacén de productos de limpieza. También había una cafetera sobre una mesa y una revista popular. Al fondo, tras otra puerta, aparecieron grandes contenedores de basura.
Agredido de pronto en un olor tan nauseabundo que parecía algo físico, ascendió una rampa fangosa y trató inútilmente de abrir una gran puerta de hierro que sin duda daba al exterior. Se quedó un momento escuchando el ruido del tráfico. Cuando creyó percibir una voz humana, una conversación animada entre dos hombres, uno de ellos jefe del otro, tuvo un inicial impulso de gritar, de pedir ayuda, pero sintió vergüenza y se reprimió. Más tarde tuvo ocasión de arrepentirse amargamente de no haberlo hecho. Solo se quedó escuchando la conversación hasta que se extinguieron las dos voces.
No le quedó otra que volver sobre sus pasos.
Al salir de los aseos entró otra vez en la colmena de oficinas.
Llegó al extremo y abrió de nuevo una rendija en la puerta que daba a la nave de las máquinas. En un primer momento creyó que no quedaba ninguno de los componentes del grupo, ni de pie ni sentado. Tampoco estaban la tarima ni la mesa de los vasos.
De pronto, dos individuos con bata que aparecieron por la derecha y se inclinaron sobre una de las sillas. Pablo descubrió entonces que estaba ocupada por un sujeto con la cabeza abatida sobre el pecho. Cuando uno de los hombres le tocó la cara, tratando quizá de reanimarlo o comprobar algo, el brazo derecho del individuo abatido, que debió de habérsele quedado recogido sobre el regazo, se desplegó inerte y quedó colgando al costado de la silla.
No hicieron nada hasta que otro sujeto trajo una camilla y entre los tres lo tumbaron en ella para llevárselo hacia la izquierda.
Tal vez, pensó, los demás habrían ido a ocupar sus lugares para la filmación, o a una sala de descanso, o hubieran salido a fumar al solar sin percatarse, en el tumulto, de que este pobre se había desmayado en su asiento. Y quiso creerlo porque una sospecha mucho más horrorosa le acuciaba reclamando su atención y su miedo. Una sospecha que no sabría ni quería concretar, pero que hacía más urgente aún encontrar una salida de aquel lugar, y más absurda e inconveniente su permanencia en él.
Desanduvo de nuevo el panal acristalado de oficinas y se asomó al corredor. Pensaba volver a la puerta principal y forzarla como fuera. Quizá encontrase el conmutador o mando eléctrico para abrir el portón y tuviese tiempo para salir antes de ser interceptado. Aunque, ¿por qué iba a ser interceptado? ¿De verdad pensaba que le impedirían salir de allí? ¿Por qué? ¿Qué temía en realidad? ¿Qué había visto? Del encuentro con el tipo elegante y frío con ojos de serpiente no podía deducirse que tuvieran algún interés en retenerlo allí.
Eso iba pensado al emerger al pasillo cuando, de súbito, se dio cuenta de que una de las puertas de la derecha que antes permanecían cerradas, estaba ahora abierta. De su interior salían conversaciones quedas y apresuradas. También fogonazos de una luz que se movía por la estancia. Luego cerraron lo que debía de ser una puerta interior y dejó de escuchar y de ver luz y reflejos. Aquello lo cambiaba todo, o no cambiaba nada; no estaba seguro, así que aguardó. No lo decidió; simplemente ocurrió. Esperó a ver qué pasaba.
Esperó sin saber muy bien qué. Apoyó la frente en la esquina oculta del pasillo y esperó. Pronto empezó a sentir un suave adormecimiento que le alejaba de aquel lugar, de aquella tribulación absurda. Descansó más la cabeza y los brazos, y las tensiones. Cerró los ojos y se fue quedando dormido.
Se despertó sobresaltado. Creyó que había dormitado solo un instante. También creyó que estaba resuelto a salir, que sus fuerzas eran mayores, que en todo dependía de sí mismo y que iba a salir pronto, enseguida. Lo creía, lo sabía más bien, como si hubiera sido objeto de una revelación durante el sueño.
Para llegar al atrio tenía que pasar por delante de aquella puerta tras la que había oído hablar a gente. Ahora, sin embargo, aunque permanecía abierta, no parecía haber nadie dentro. Así que caminó con prudencia, adentrándose en la semioscuridad del túnel en dirección a la salida, hacia su coche, hacia su vida. Cuando llegó a la altura de la puerta cruzó rápidamente ante ella y siguió adelante echando apenas una fugaz mirada de soslayo.
Había avanzado unos pasos cuando, revisando las imágenes que conservaba en la retina fruto de aquel vistazo instantáneo, creyó reconocer el pelo entrecano del cincuentón que antes había declinado entablar conversación con él. Le había ocurrido algo. Estaba tumbado en una camilla, y hablaban bajísimo en torno a él.
Como estaba seguro de que tras aquella puerta no había nadie, haber tenido aquella visión le llenó de zozobra. No pudo resistir la curiosidad y volvió a pasar por delante de ella, abierta de par en par. Ante él se abría una cámara o antesala muy parecida a las cámaras de almacenaje de la otra ala del edificio, las de los muelles de carga. Vacía, naturalmente. Pero al fondo había otra puerta. Una puerta cerrada, salvo por un resquicio abierto que ahora era tan estrecho que, salvo el hilo de luz, no se veía nada del interior. Sin duda alguien acababa de tratar de cerrarla.
Sabía que en cualquier momento alguien podía decidir salir por aquella puerta y sería descubierto, o alguien vendría por el pasillo y aparecería por su espalda preguntándose qué hacía aquel tipo aproximándose sospechosamente de puntillas a la puerta cerrada. No sabía por qué imaginaba que esa persona que lo descubriría sería una mujer, que iría con prisas y que se asustaría al verlo. ¿Y qué? ¿Había cometido algún delito, alguna indiscreción? ¿Qué le podían decir o hacer? Admitió ante sí mismo que a cada segundo que pasaba era más fácil que eso ocurriese, que el peligro era mayor y la situación más inestable, más proclive a desatarse en una escena ingrata, desagradable, tal vez terriblemente vergonzante, y comprendió que cada vez tenía menos posibilidades de retroceder hacia la invisibilidad del corredor. Aun así, se acercó sigilosamente a la rendija y miró el otro lado.
Era él, el tipo del pelo entrecano. Estaba sobre una camilla quirúrgica, con la boca abierta y los ojos cerrados en una mueca de diminuto dolor íntimo. Tuvo el tiempo justo de reconocerlo, pues inmediatamente le pusieron una máscara respiratoria en el rostro y quedó despersonalizado. Ahora solo era un cuerpo yacente.
El que le había puesto el embudo de la máscara respiratoria llevaba a su vez una máscara, una mascarilla quirúrgica. De hecho, todas las personas que había en la sala y que pasaban por delante de la rendija o eran visibles iban vestidos con la misma indumentaria de color blanco: bata larga quirúrgica, mascarilla, gorro y guantes de látex. Notó, sin concederle demasiada importancia, que no llevaban zuecos. Además, que él supiera, el color de la indumentaria de los cirujanos no era el blanco, sino el verde.
De pronto apareció el operador de cámara de antes, u otro cámara, no estaba claro, ya que iba con aquella indumentaria que lo cubría completamente. Parecía estar grabando la intervención; ya que no le cabía ya la menor duda de que se trataba de una intervención quirúrgica. Reparó en que, de ser una película, no era necesario que el cámara vistiese aquel atuendo, pues no se tomaría imágenes a sí mismo; a no ser que el operador estuviera siendo objeto, y no sujeto, de un rodaje cinematográfico cuyas cámaras él no hubiera visto todavía por estar ubicadas al otro lado del cuarto, el que ocultaba la hoja de la puerta. Aunque lo cierto era, reflexionó, que tampoco había visto micrófonos, a no ser que las modernas técnicas de sonido permitieran prescindir de las engorrosas jirafas. Bien podía ser.
Entre las personas que había alrededor del individuo postrado y narcotizado, a quien no sabía bien si considerar víctima o paciente, o acaso actor participante, o solo figurante, se mantenían conversaciones en voz baja. En un momento dado un varón hizo un comentario y un grupo de mujeres, tal vez enfermeras, o actrices que hacían de enfermeras, dejaron escapar unas risas. Quizá, pensó contra toda lógica, era una de esas comedias de médicos.
De pronto alguien tocó la puerta desde el otro lado; un toque solamente pero de algún modo deliberado. Le dio el tiempo justo de salir y girar a la izquierda. Era totalmente visible en el pasillo, pues la puerta se abría hacia dentro. Si alguien salía e iba hacia la izquierda se toparía con él, y tal vez lo viese aunque fuese en la otra dirección, y le resultaría muy difícil explicar qué hacía allí.
La persona, un hombre joven a juzgar por la voz, que había empujado la puerta se había quedado allí recibiendo instrucciones. Tardaba en salir. Él se alejó unos pasos más y entonces oyó la bisagra y se quedó quieto. El individuo salió ya girando hacia la derecha y caminó con seguridad hacia el atrio con algo, tal vez una bandeja, entre las manos. Cuando el sujeto, lechoso en la penumbra, desapareció en la tiniebla del vestíbulo, él volvió de puntillas hasta las oficinas, las atravesó jadeante y llegó hasta la puerta desde la que había visto al grupo beber el agua amarilla. Abrió la puerta. No había ni un alma. El portón al exterior seguía estando abierto pero no se veía ni oía a nadie. Salió al centro, anduvo semiocultándose hasta una cabina acristalada que había descubierto al otro lado y entró. Vio una vieja máquina de fichar, unos archivadores y un teléfono de pared, un viejo teléfono gris de disco que descolgó después de comprobar una vez más que, en efecto, estaba totalmente solo. Lo descolgó, se lo aplicó al oído e, inesperadamente, fatídicamente, a modo de un compromiso con la realidad más allá de donde él tal vez estaba dispuesto a asumir, dio señal. Levantó un dedo lento y timorato y marcó el cero, después el nueve, y finalmente el uno. El tono se puso a buscar ayuda, un interlocutor cualquiera, una señal de vida o simplemente una que procediera del exterior. Esperó. Pensó que tardaban demasiado, que quizá tendría que desistir, y entonces, curiosamente, sintió alivio por ello. Y de inmediato, por semejante cobardía, sufrió un ataque de sonrojo y de culpa. Pero, ¿qué iba a decir a la policía? ¿Acaso sabía que allí se hacía algo delictivo, incorrecto o ilegal? ¿No había estado a punto de hacer el ridículo y meterse en un lío de verdad con aquella llamada? Iba ya a colgar, aún secretamente feliz de que aquellos sonidos hubieran sido solo un simulacro, cuando una voz de mujer le confirmó que había un exterior, que podía pedir auxilio, que tenía de pronto la responsabilidad de pedirlo, de gritarlo, de denunciar. Pero calló.
La voz de mujer del otro lado preguntó entonces, una vez más, si necesitaba ayuda. Deseó gritar: ¡por favor, sí!, ¡necesito ayuda!, ¡todos necesitamos ayuda!, ¡le están haciendo algo a un amigo mío!, ¡aquí pasa algo raro! ¡Aquí desaparece la gente! ¡Vengan, por favor!... pero en lugar de hacerlo, colgó. Y retrocedió hasta tropezar con una silla y quedar sentado en ella en un rincón con olor a tinta y a mugre.
Tratando de convencerse a sí mismo, disfrazó su cobardía, su hesitación culpable, de prudencia, de cautela, de una versión rastrera del sentido común: no podía estar seguro, no lo estaba, no había visto… ¿qué había visto?, tal vez se hubiese equivocado, tal vez la sugestión de estar encerrado…. O de creer que estaba encerrado... No pasaba nada, saldría de allí y se iría a su casa. De hecho, volvería ahora mismo donde antes había creído ver aquello y no habría nada raro.
Con esa idea salió de la cabina, regresó a la zona de oficinas y al corredor, y se fue aproximando a la puerta.
Seguía habiendo luz, y eso, por alguna razón que desconocía, no le resultaba tranquilizador. No todo había desaparecido. Entró en la antesala y se aproximó a la puerta interior. No vio la camilla, y eso lo consoló, pero había algo en el suelo que no había distinguido antes: una fila de neveras con la tapa puesta salvo una, la última. En ese momento una alta espalda bloqueó la rendija, luego quien fuera se alejó hacia dentro, todavía de espaldas a la puerta, y por fin se giró y puso en cuclillas para depositar algo en la nevera. De las manos con guantes ensangrentados se deslizó hacia dentro, como un grumo de cera sanguinolenta, los ojos vacíos y la boca abierta en grito mudo, la piel arrancada de un rostro humano.
Sintió que se ahogaba, que por su cuerpo paralizado corría ya un sudor viscoso, eléctrico, y que el colapso nervioso le impedía mover siquiera los párpados llorosos. Sintió que debía respirar, que debía abrir aquella puerta del crimen de una patada y gritarles a la cara asesinos, carniceros, qué habéis hecho. Y tal vez encontraría algún objeto cerca para agredirlos antes de salir corriendo o ser atrapado y morir de un modo inimaginablemente doloroso, sin despedirse de nadie, sin que su familia volviera a tener noticia de él, sin ver sus caras, enterrado o descuartizado, vagando su alma sin redención ni despedida; pero no hizo nada de eso, pues un miedo feroz, como un monstruo adherido contra su espalda helada, le marcaba la nuca con las fauces y además, simplemente, porque aquello no podía ser cierto, no podía estar pasando aunque lo viera; y porque aquella mueca vacía desprendida de un cráneo no fue lo único que vio.
Las manos enguantadas del verdugo colocaron la tapa y después se puso en pie quitándose los guantes. Las manos emergieron amarillas, brillantes, viscosas. Después se quitó la máscara y el gorro. Todo él era gelatina amarilla y brillante. La diferencia con los presuntos efectos del líquido que les habían suministrado a todos los demás (¡dios mío, aquel líquido!) era que no necesitaba de una luz especial para revelarse. Otra diferencia era que se trasparentaba el interior de los tejidos, y estos, como estaba teniendo ocasión de ver en lo que parecía un sueño horroroso, no tenían la forma, el tamaño ni el diseño de los de un cuerpo humano. Su esqueleto, visible a través de la gelatina, estaba erizado de ángulos y esquinas punzantes, recordaba el exoesqueleto de un insecto. No había mandíbula.
De pronto, aquel ser levantó con lentitud la vista hacia la puerta y Pablo temió haber sido descubierto, pero se trataba de otra cosa. Desde hacía unos instantes sonaba una sirena en el patio. Oyó como dejaban ropas y objetos y vio cómo todos ellos, tanto aquel individuo como los que habían permanecido ocultos por la puerta, se inclinaban a recoger las neveras. Todos eran seres gelatinosos. Pablo, recuperado un poco el ánimo y el dominio de sí, retrocedió hacia la puerta del pasillo. De varios lugares de la factoría y el atrio llegaron ruidos entre los que se ocultaron sus pasos apresurados. Tuvo el tiempo justo de salir, correr hacia el fondo y ocultarse en los servicios.
Entró en la cabina de un inodoro y se sentó sobre la tapa aterrorizado, temiendo, sabiendo cada décima de segundo, con un sobresalto renovado a cada instante, que iban a entrar, que le iban a encontrar y a descuartizar.
Al cabo de unos minutos se apoyó en la pared a su espalda y cerró los ojos.
No sintió cuando cayó en el sueño pero de inmediato se despertó. Temía que si dejaba de vigilar un solo instante lo atraparían como a un conejo asustado. Aguzó los oídos pero no oyó nada, o sí. Se dio cuenta entonces de que oía una conversación lejana a la vez que percibía, absurdamente, que ya no estaba sentado, sino de pie, y que no se encontraba en la cabina del inodoro, sino mucho más cerca del lugar que había servido de quirófano: en el pasillo, en la esquina del pasillo donde se había quedado antes dormido. No comprendía. ¿Había caminado sonámbulo? Si era así, su breve, casi instantánea cabezada había sido mucho más que eso. O acaso… ¿Ejercían algún poder sobre él? ¿Eran capaces de invadir su conciencia dormida y, anulando su voluntad, atraerle hacia donde quisieran? ¿Estaba simplemente apoyado en la esquina oculta al final del pasillo o le teledirigían hacia el quirófano? ¿Se encontraba en un momento previo, anterior al sudor y a la sangre, al horror que había transcurrido en el sueño, o todo había ocurrido de verdad y estaba siendo irresistiblemente abducido hacia su propio tajo de carnicero? No estaba seguro de nada. Lo único cierto a la sazón era que aquello, aquel estado actual era la vigilia, y aquello que sentía era la realidad.
Recordó que cuando había ido a ocultarse al inodoro, todos los seres amarillos habían iniciado las maniobras corporales para marcharse hacia el ulular de la sirena o hacia donde fuera que convocase aquel sonido. Ahora volvía a ver, desde su esquina, a unos veinte metros de la puerta del quirófano y a la misma distancia de la letrina donde creía haberse quedado dormido, los fogonazos de luz que salían de aquel cuarto, y volvía a oír los distantes murmullos de los ocupantes.
Todo, menos las vívidas figuraciones que aún creía conservar en la retina (y solo desde allí, no imaginadas por tanto, sino almacenadas en la memoria), le devolvía a una realidad comprensible donde no había seres monstruosos. Comprendió que tenía que reconocer ante sí mismo que los últimos minutos y miedos, las últimas imágenes, el horror alienígena… no habían sido más que una pesadilla instantánea, pero era tal su miedo que no quería quedar indefenso ante la posibilidad de que lo onírico volviese y resultase ser lo definitivamente real, pues creer lo contrario, desestimar por tanto el horror, motejarlo de inexistente solo por parecer improbable, lo dejaría inerme si volvía.
Es fácil desechar lo inaudito como falso, pensó. ¿Quién te creería si ni tú mismo estás seguro de lo que has visto o vivido? Esa es precisamente la estrategia, la defensa, la máscara de lo inhumano y de lo atroz: su cualidad de imposible, y por tanto invisible en un mundo que suponemos normal y previsible. Su garantía es que lo desechamos expeditivamente, pues darle cabida entre nosotros supondría que, efectivamente, vivimos en el infierno y que este infierno, seguro de sí mismo, obsceno y soez, ni siquiera se tomara siempre la molestia de fingir que no existe, o de ocultar el rostro bajo la capa de lo vulgar y corriente, y que incluso a veces, como por juego cruel, se mostrase tal cual es de verdad.
Pero si la supervivencia pasaba por no desechar la posibilidad de vivir en un universo donde ocurre el horror, seguiría creyendo en el horror. De momento no quería volver a pasar por allí delante. Si todo había sido un sueño, no habría alienígenas, ni cuerpos troceados, pero temía hacer la prueba a costa de su vida y eligió el otro camino que conocía: regresó a la zona de oficinas y a la otra puerta. Mientras lo hacía aún se le ocurrió una tercera posibilidad: que el tiempo hubiera retrocedido para él, que el mundo le diera una segunda oportunidad. Eso, que en principio parecía bueno, devolvía de pronto a la palestra el desolladero y la sangre, devolvía los monstruos a la vida; los cuales estarían ahora mismo despiezando al cincuentón de pelo cano, lo estuviera viendo él tras la puerta o no. Y otra posibilidad más: ¿Habría bebido de aquel brebaje amarillo y lo había olvidado? ¿Serían las visiones, el horror, los saltos temporales algunos de los efectos secundarios de aquella droga?
En la nave no había nadie. Vio que la cabina acristalada seguía también vacía, así que fue hacia allí, pensando con determinación en el teléfono.
Entró y lo descolgó, pero antes de ponérselo en el oído, pudo comprobar que el cable estaba roto, arrancado de la pared. Se quedó atónito, pero no tuvo tiempo de estudiar las implicaciones, de especular sobre todas las posibilidades que ese cable roto comportaba, ni siquiera de pensar en tratar de repararlo o cuál debía de ser su siguiente paso para salir de inmediato de aquel enloquecedor laberinto, pues acababa de verla junto a sí. Estaba colgada del respaldo de una silla. Intentó recordar si en su anterior visita había visto aquella bata blanca o si se había fijado en aquella silla, pero no llegó a ninguna conclusión. Quizá ya estaba allí y no la había visto. Quizá alguien, o algo, en algún lugar de la fábrica, estaba ahora mismo echándola de menos y ya caminaba hacia allí. Tomó una decisión: se puso la bata, salió de la cabina y se dirigió hacia el exterior con toda la serenidad de que era capaz.
Iba a salir por el portón cuando oyó voces que se acercaban. Disimuló vuelto hacia el marco de la puerta, fingiendo examinar un papel sujeto a una tablilla, y cuando el grupo pasó a su lado hacia las dependencias interiores, se quedó mirando sus espaldas embatadas, perfectamente humanas: un grupo de trabajadores que volvía a la tarea, nada más. Lo único que seguía sin poder explicarse era por qué parecían trabajadores de unos laboratorios farmacéuticos y no de la industria del cine. Tal vez fueran actores o extras. Desde luego no reconoció a ninguno como integrante de su grupo de figuración, pero bien podrían ser ellos, o algunos de ellos, pues solo los veía alejarse de espaldas. Además, ¿quién le decía a él que no había otro grupo de extras diferente del suyo y con otro cometido, como por ejemplo el de parecer científicos, humanos o alienígenas? Alguien se detuvo entonces a su lado y observó con él, desde el mismo umbral del portón, cómo se marchaba el grupo.
- No me puedo creer lo que han dicho.- Dijo el sujeto que ahora estaba junto a él, hombro con hombro. –Esto es una estafa. Nos están engañando.
Pablo sintió el inicio de una gran alegría: tal vez no estaba solo. Ahora todo sería más fácil. Saldría de allí.
- Yo he visto cosas muy raras, -dijo.
- Claro. Porque no saben lo que hacen. No tienen ni idea de cómo llevar una organización con un mínimo de eficacia. Esto es un caos. No tienen criterio. Se les va a ir todo al traste por debilidad.
Pablo movió la cabeza como en respuesta afirmativa. Estaba dispuesto a llevarse bien con aquel tipo. La decepción pasó a un segundo término.
- Verdad que es algo… inaudito.
Pablo mueve la cabeza, obediente, receptor cachazudo.
- Lo que hace falta es alguien que domine todos los registros, que sea capaz de controlar la complejidad del edificio de esta mierda de empresa.
“Según la orden ejecutiva veinticinco barra cero tres, el comité no puede tomar decisiones sin contar con la anuencia del director, vale, ¡pero aquí no hay nadie con autoridad!, ¡nadie tiene cojones de hacerse con los mandos! Los están obligando a votar a favor. Porque saben que yo soy el único capaz de sacar esto adelante.
“Llevo mandando cartas e informes todo el año. Anónimos, naturalmente, solo para que el supremo sepa lo que está haciendo ese inepto, esos inútiles, y creo que van a tomar medidas de modo inminente, inmediato, ya; si no lo hicieran serían tan estúpidos como ellos; el supremo y los demás jefes. El supremo… el jefe… él sabe de lo que estoy hablando. Que me pregunte y le contestaré. Pero que haya una elección libre. ¡O una designación! Como sea, pero que tengan pelotas de nombrar a quien positivamente saben que es el único que puede solucionar esta forma de trabajar tan caótica. Que me nombren a mí. ¿Ves este caos?, ¿esta descoordinación?, ¿que nadie sabe qué hay que hacer con los restos?
Lo cierto es que Pablo no lo veía, ni quería verlo, pero seguía cabeceando manso, contemporizador, un poco aturdido.
- Pero es que hay un complot. No les gusto porque saben que yo podría arreglarlo y les dejaría en ridículo, que soy el único que puedo hacerlo: llevar esta pocilga a la excelencia. Una excelencia que no se merece, pero yo sí. Y lo hacen porque saben que les metería en vereda a la voz de ya. Pero no me quieren, los tienen absorbidos, engañados, estos ineptos... Y el jefe lo sabe porque yo se lo he dicho con las cartas, pero creo que está esperando a que la situación explote. Después me llamará a su lado, me designará, aunque solo sea por su hija. Ya lo verás, me designará cuando ya nadie pueda ponerme en duda ni cuestionarme. Cuento contigo. Puedo contar contigo porque tú tienes personalidad, tú eres inteligente. Tú eres de los míos, y sé que has sufrido mucho, que estás sufriendo esta situación, y también sabes que yo sé qué hay que hacer. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo está conmigo, me lo dicen, o no, ¡pero lo piensan!, y desde hace mucho tiempo. Cuando tenga el control, todo este mamoneo se va a acabar, lo tengo todo en la cabeza. Si pudieran ver dentro de mi cabeza se convencerían. Que me escuchen, solo quiero que me escuchen, y que me hagan caso, porque lo digo yo; que sepan que yo soy el único que… ¡hasta me han puesto trampas para que pierda los nervios! Si le amenacé fue porque me venía persiguiendo. Dice que vive por donde yo, que sigue el mismo camino para regresar a su casa, pero ¿por qué no va por otro lado? Me estaba vigilando, persiguiéndome, por eso le amenacé, por eso le cerré el paso con el coche y me encaré con él. ¡Menuda cara de gilipollas… el cobarde! Y eso que dice de que lo amenacé… es mentira, solo hable con él, y con los otros lo mismo. Son todos unos mentirosos, y unos cerdos envidiosos; y ha llegado la hora de demostrarlo, de revelar sus pervertidas prácticas en todo lo que concierne a…
En ese momento vino acercándose un sujeto con las manos en los bolsillos de la bata. El otro se había callado nada más verlo aparecer, y lo miraba pálido, con cara de dolor injusto, de inocencia. El recién llegado no habló inmediatamente. Me dedicó una sonrisa solo con la boca y luego, con voz lenta y tono moderado, se dirigió al tipo que me había estado soltando aquel discurso.
- Juanjo, eres una rata.
El tipo a mi lado manifestaba su discurso dando pasitos cortos de allá para acá, chasqueando la lengua, haciendo leves muecas de disgusto. El otro lo repitió más fuerte:
- ¡Juanjo, eres una rata!
El sujeto a mi lado tartamudeó finalmente: “Sss..sí”, y agachó la cabeza. El otro sonrió al hueco del portón y volvió a dirigirse al que respondía al nombre de Juanjo.
- Chilla como una rata.
Juanjo callaba.
- ¡Chilla!
Juanjo dijo: iiiii
- No, hombre, no. Si digo chilla, tú chillas.
- ¡IIIIIIIh!, chilló Juanjo mirándome y sonriéndome con una mueca vergonzante.
- ¿Y cómo saltan las ratas?
Juanjo dio un saltito en el sitio, con los pies juntos.
- Pues hala-, acabó el otro, dando al llamado Juanjo con mano abierta un golpecito en la cabeza, -hala, vete saltando con tu capataz.
Y Juanjo se alejó dando pequeños saltitos...
- ¿Y los chillidos?
…y chillando (¡iiih!, ¡iiih!, ¡iiiiiiiiiiih!) hasta perderse de vista. El otro hombre quedó mirándolo, de pie al lado de Pablo. Y después dijo, con aparente pena y un acento lleno de pesadumbre y de ternura:
- No sé qué voy a hacer con él. Vuestra madre me dijo que os mantuviera juntos, que os educara igual, pero que él necesitaba mucho más cariño… ¿qué te parece?... Yo creo que con cuarenta y tres años, bien podría haber madurado un poquito, ¿eh? Y eso que es el yerno de…
Luego, sin despedirse, se alejaba unos pasos lentamente. Se detuvo de pronto, se volvió y dijo: “Llama a tu madre, no quiero que…”, no pudo seguir. Luego continuó su camino.
Cuando dejó de vérsele, Pablo, incomprensiblemente conmovido, estuvo a punto de contestar: “Descuida, papa”, y experimentó una ola de piedad fraternal por aquel sujeto ridículo, indefenso y ególatra al que quizá su padre había llamado Juanjo. Entonces dijo en voz muy baja, y sin saber por qué lo decía: “La culpa la tiene mamá”.
El sol que le picaba en la espalda le ayudó a desprenderse de aquel encantamiento penoso y teatral. Sin duda, otro efecto secundario, pensó. Estaba medianamente satisfecho de su comportamiento. Creía haber descubierto que el secreto era la naturalidad. Todo consistía en no llamar la atención. Se dio la vuelta y se dirigía a la entrada del atrio cuando de aquella misma puerta salieron dos tipos corriendo hacia los corrales del descampado. Los siguió con la vista hasta que uno de ellos lo vio y le hizo señas de que los acompañara. Por no levantar sospechas, Pablo comenzó a moverse en la dirección que le requerían. Se les unieron desde atrás otros tres operarios. Todos se detuvieron junto a la valla.
- El que lo encuentre, que avise-, dijo uno de los primeros en llegar, y se desparramaron por los desmontes y cuarteles vallados del enorme solar.
Él decidió quedarse lo más cerca posible de los edificios, y se rezagó un poco para quedarse por allí mirando, simulando buscar entre los grandes tubos que había en un redil cercano.
Al doblar un esquinazo embarrado, lo vio. Estaba en un hueco estrecho entre dos tubos, agazapado y mirándole con los ojos desorbitados. Tenía un mechón de pelo tieso en la frente. Pablo se acuclilló y embocó el estrecho pasaje. El otro hizo un movimiento de inquietud y Pablo temió que le atacase.
- Tranquilo. Yo también quiero salir de aquí. Aquí van a terminar encontrándole. Salga y buscamos una salida.
No se movió. No le creía. Pablo vestía la bata de los perseguidores. Al darse cuenta, se la pellizcó en la manga y añadió:
- No es mía. Me la he encontrado. En cuanto la echen en falta no van a tardar en cogerme a mí también. Salga de ahí y vayámonos antes de que vuelvan.
Le hacía esperar. Parecía estar considerando la situación.
- ¡Vamos, hombre, se está acabando el tiempo! Simularemos que le he atrapado, le llevaré dentro y ya desde allí trataremos de huir.
Una nueva demora. Pablo creía oír a los perseguidores cada vez más cerca.
- Quítesela, - dijo por fin el otro. Tenía la voz un poco aflautada, tal vez por la angustia.
- ¿Qué?
- Quítese la bata y démela. Yo le llevaré a usted.
- Pero a usted le han visto huir y a mí me han visto junto a ellos. Si nos cruzamos con alguien, estaremos perdidos.
- Pues dése prisa y así no nos cruzaremos con nadie.
- Le estoy intentando hacer un favor, amigo. ¿Ha visto lo que le hacen aquí a la gente? Aunque a usted lo pillen, yo voy a salir de aquí; no tengo por qué hacer esto.
- Si no se quita y me da la bata gritaré, le denunciaré, diré que me ha golpeado y me la ha arrebatado para escapar.
Pablo no podía creer lo que estaba oyendo.
- ¡O sea, que me cree!, ¡cree que yo no soy uno de esos tipos y, aun así, ¿me hace quitarme la bata?! ¡No confía en mí, que he venido a ayudarle, y ¿me amenaza para que tenga que confiar en usted?!
El tipo le lanzó una mirada desafiante, decidida y culpable, luego dejó de mirarle, respiró hondo y murmuró con lentitud:
- Eso es lo que hay. ¿Me la da?
Pablo se puso en su lugar. Creyó comprender el terror que sentía. Recordó lo que había visto, o creído ver. Supo que no dejaría que descuartizaran a aquel tipo por una bata; así que se la quitó y se la dio al fugitivo, que salió y se la puso con diligencia.
- Vamos, -dijo el tipo,- camine delante hacia la puerta pequeña.
Caminaron con rapidez hacia la puerta del atrio y entraron. Nadie les había visto. Pablo estaba impaciente por recuperar la iniciativa de la que solo disponía el poseedor de la bata, el equilibrio de fuerzas anterior a que aquel sujeto, abusando de su buena fe y de su miedo, se la arrebatase. Pero ya había pasado el peligro. Parte de él.
Se agazaparon en un rincón del atrio, tras unas pilas de cajones, en casi completa oscuridad.
- Ahora, déme la bata.
El otro salía de vez en cuando y buscaba con inútil avidez en la oscuridad. Se notaba que no conocía los espacios como él. Y se notaba algo más: no tenía ninguna prisa ni intención de devolverle la bata. Hasta simuló no haberle oído. Pablo se le puso delante.
- Déme la bata.
El otro pensó un instante y después, con toda naturalidad, dijo:
- No.
- ¿¡Cómo que no!? ¡Es mía! ¡Yo la encontré! ¡Se la presté para que saliera de allí y no lo cogieran!
- Y yo lo saqué del campo siguiendo su idea, ¿no? ¿Qué más da quién la lleve? Vamos a salir los dos. Piense en cómo.
- ¿Que usted me sacó…?
Desde luego, no era el mismo tipo de ojos alobados y pánico que había descubierto agazapado en el barro. No lo conocía, desde luego, pero era muy probable que aquella seguridad y resolución fuera solo efecto del amuleto de la bata. Poseer aquella prenda le aseguraba que, en caso de peligro, él tendría una oportunidad más de escapar. Se había dado el caso de padres que, atacados por lobos en lugar despoblado, les habían arrojado uno de sus propios hijos para salvar al resto de la familia, quizá al más pequeño, o al más tonto, o al más desobediente, o al menos agraciado. Algunos nativos africanos, cuando cruzan por una zona de leones, llevan siempre un cordero enlazado con una cuerda, pues, de encontrarse con uno hambriento, el fiero animal sin duda elegiría atacar al cordero (más bajo que el hombre, parecido a sus presas naturales) y ellos podrían ponerse a salvo. Pablo no era hijo de aquel tipo, ni tampoco un cordero, pero sería sacrificado por él con la misma facilidad y ausencia de sentimiento de culpa o reflexión con que una lagartija se desprende del rabo agarrado por sus captores. Lo sabía perfectamente, y en otras circunstancias rompería cualquier tipo de relación con aquel sujeto. Por otro lado, iniciar un pleito por la bata le recordaba demasiado a la fábula de los perros y los conejos como para que se tomase en serio la idea de ponerse a discutir y porfiar olvidando lo que al parecer le pasaba a la gente que atrapaban dentro de aquellos muros. Y finalmente: si la posesión de la bata hacía a aquel tipo más operativo y resuelto, bien podía eso ayudarles a salir de allí. Y además, siempre podía largarse con viento fresco.
- De acuerdo. –Dijo.- Quédese con la puta bata, pero piense cómo salir. ¿Qué sabe de lo que pasa aquí?
El tipo creía saber que no había película, que no hacían fácil salir de allí y que aquel líquido amarillo no era nada bueno. Había visto desmayarse a tres de los extras. Como no bebía cualquier cosa que le daban, había demorado el momento de ingurgitarlo hasta que le habían amenazado con algo peor que echarlo de allí. Los primeros que lo habían tomado caían redondos a su alrededor. Poco después de tragarlo, se levantó de su silla y fingió caer fulminado sobre uno de los caídos. Uno especialmente fuerte se levantó y avanzó unos pasos hacia la salida. Enseguida fue placado y controlado por cuatro de aquellos sujetos. Aquella distracción fue suficiente para darle tiempo de meterse los dedos y vomitar sobre el regazo del que tenía debajo. Entonces pudo ver que a los que caían inconscientes, o muertos, los subían sobre camillas y los dejaban un momento solos junto al portón, esperando que viniesen operarios de otro servicio a recogerlos. Entonces decidió su estrategia: se hizo el muerto. Lo vieron aparentemente grogui y lo subieron a una camilla. Cuando lo dejaron y se fueron a recoger a otro, había saltado al patio y había tratado de ocultarse entre los tubos. En un primer momento había pensado que no le habían visto huir, pero ya se veía que no había sido así.
- Menos mal que ha llegado usted.
- Claro, y en agradecimiento me quita la bata.
- Me la ha dado usted.
- Pues devuélvamela.
- ¿Por qué sigue con eso? ¿No es mejor pensar cómo salir de aquí?
Pablo estaba harto, y una poderosa sensación de absurdo estuvo a punto de hacerle renunciar, de hacerle sentarse y desistir de todo intento de huida o de resistencia; pero pensó en su familia y se recompuso un poco.
El otro hombre debió de notar aquel desfallecimiento y, considerando, o no, también lo de la bata, trató de estrechar el extraño vínculo que los unía incidentalmente.
- Me llamo Mula, Tono Mula.
- Yo Pablo Sastre.





A

Dejó de escribir, trazó unas notas en un papel que colocó sobre el teclado y se levantó de la silla. Ni bien ni mal. Estaba moderadamente satisfecho de haber podido incluir justificadamente en el relato una oreja disecada como falsa reliquia de un santo dálmata. Leyó y dobló el recorte de periódico que tenía al lado subrayado con marcador amarillo y lo metió en el bolsillo de la camisa. Al hacerlo se dio cuenta de que tenía todo el costado izquierdo de la camisa lleno de sangre seca. También de que bajo el bolsillo, la tela tenía un agujero. Se levantó, se quitó la camisa y la arrojó a la papelera. Fue a su armario, descolgó otra igual y se la puso. Iba a meterse los faldones por dentro del pantalón y, de pronto, con un resto de rebeldía que no sabía exactamente de qué causa emanaba, pero que le satisfizo sentir, aunque lo percibiera como gesto de otro espíritu errante que hubiera vivido en él, los dejó caer por fuera.
Antes de salir encendió la lamparita del pasillo: por fin había aceptado que cuando llegase, necesitaría algo de luz.
El bar estaba en el chaflán de enfrente, haciendo esquina a las calles de Amor Hermoso y Quinto Ortiz, atravesando la placita. No lo veía desde su diminuta terraza por la frondosidad de las copas de los plátanos de la acera, que daban a la visión desde sus ventanas una cualidad alpina, como de cama de nubes que se ve desde las cumbres más altas y separa el suelo, por el que pululan los mortales, del olimpo de los dioses, los montañeros y los que ocupan pisos altos. No veía el bar desde la terraza, pero al salir del portal se lo encontraba justo enfrente. Y ponía eso: BAR, en sus tres carteles por sus tres caras, todas abiertas por aquellas fechas de septiembre.
Todo parecía idéntico (los chicos le miraban pasar, las madres se contaban su insuperable pena al pie de los carritos), pero tuvo la sensación de que aquel día iba a ser diferente de los demás.
Atravesó la plaza y entró. No había ni un alma, y se acodó en la barra, a la espera de que alguien saliese del almacén o entrase de la calle. Miró mejor y entonces vio a Marisa dentro, en cuclillas bajo un fregadero, haciendo no sé qué en aquel rincón para enseñarle la tira del tanga y el tatuaje del carrillo. Cuando se levantó dándose la vuelta traía entre las manos, separadas con precaución del cuerpo y vestidas con guantes verdes, un paño lleno de inmundicias indefinibles: sólidas, líquidas y cremosas. Sudaba, y un caracolillo de pelo rubio deslucido escapado del borde del pañuelo se le pegaba a la frente. Que ahora le atendía, dijo. Él se volvió. Todo había cambiado: lo primero que vio fue la cara de Juan Carlos. Estaba sentado junto a su botella de Fundador, su copa y sus cigarrillos, mirando hacia arriba, con esa mirada que parecía estrábica de asombro sin esperanza ya casi y esos ojos saltones que se le habían quedado, y que daban la sensación de estar agarrándose con desesperación a las pestañas para no salirse de las órbitas, cosa harto probable si le apretabas la barriga o se le llenaban los depósitos internos y la presión hidráulica del coñac hacía saltar alguna válvula.
Aunque estaba frente a la puerta y era un barrio muy colorido, con toda clase de gente rara y frikis paseándose arriba y abajo todo el día, Juan Carlos Onetti permanecía todo el rato mirando el cuadro del caballo que había sobre la puerta de entrada. Un caballo al galope. Cuando ya todo el mundo creía, debido a su palidez y su quietud en la observación del equino, que se había bebido la última copa y que habría que llamar al forense (otra vez), se le oía musitar algo como: “¡Respira!, ¡le tiembla el costillar!, ¡está respirando!, ¡me ha mirado con el ojo! ¡solo “el” ojo, el ruso lo sabía, solo un ojo…!” y aquello constituía su felicidad. Hoy todavía parpadeaba en la espera.
Ernesto, en el ventanal de Quinto Ortiz, sí que miraba hacia fuera, hacia el banco con viejos aparcados o florecidos, hacia las palomas, horrendas e infecciosas mensajeras de la paz por un veleidoso capricho veterotestamentario. Miraba, sí, pero con la vista concentrada en un punto interno, interior y a la vez muy lejano, que merecía tristeza, ira, desesperación y una feroz seriedad, todas con la misma intensidad.
Llegó Marisa, cincuenta años de rubia con el pelo pegado y guantes verdes, pero ya sin los guantes, con una libretita ridícula. Él pidió lo de siempre.
- ¿Y usted, señor Sábato?
- ¿Perdón?
- ¿Quiere también algo?
Sábato miró ante él un vaso vacío, dudó, sufrió, y al final dijo que no con la cabeza.
Alejandro creyó que don Ernesto necesitaba compañía y fue a sentarse en su mesa. Y que necesitaba alguna distracción, y sacó el recorte de periódico del bolsillo y se lo puso a Sábato delante, entre el vaso vacío y las manos separadas y extendidas boca abajo sobre la tabla de la mesa, una costumbre de Ernesto que parecía entre escolar y exasperada, como si amenazase con marcharse furioso de todos los lugares y estuviera aguardando la más mínima provocación. Lo cierto, como le había confesado en una ocasión, era que no sabía dónde poner las manos.
- ¿Te das cuenta, Ernesto? Ya no existo. Como tengo más de treinta y cinco ya no hay concurso de jóvenes escritores para mí. Ya no soy un joven escritor inédito, desde ayer, ni soy un escritor mayor editado. Ya no soy nada.
Sábato lo miró como si no lo comprendiera y lo felicitó sinceramente.
- Por ambas cosas-, añadió.
Él, rencoroso, con el ego dolido, pensó contestar que bien podía felicitarle él que ya tenía obra publicada, que gozaba de reconocimiento, pero comprendió que era mejor callarse. Ya habían pasado por ahí y no era agradable oír a Ernesto explicarle los horrores de la necesidad de escribir y describirle las complejidades del alma humana, no sería agradable que volviera a contárselo una vez más, aunque aquellos relatos de Sábato eran las únicas ocasiones en que podía verse reaccionar de forma medianamente activa a Juan Carlos, que oyendo las catástrofes humanas de la boca de Ernesto se emocionaba, se ponía a invitar a todo el mundo a Fundador, a pedir putas y a llamar a la muerte a voz en grito (como si hiciera falta), rumboso como un legionario borracho. En ocasiones, hasta se ponía a sollozar de patetismo, como cuando vino Sócrates. En aquella memorable ocasión, Onetti, después de los reconocimientos y los besos y las primeras palabras del heleno, se había puesto pesado pidiendo a gritos aguamiel para su amigo griego, o por lo menos un azumbre de vino de retsina, y como tampoco había, tiró un par de sillas y una mesa, se llevó a la suya una botella de Rioja y se puso con Sócrates a hablar de mujeres en tales términos que Marisa, con lo que le gustaba el escándalo libertario, tuvo que llamarles al orden más de una vez, porque no quería que de próspero bar moderno lleno de neohippis y diseñadoras posmodernas desesperadas pero ricas, se le convirtiera el establecimiento en taberna patibularia y bodega de beodos maldicientes. Pero Sócrates no venía muy a menudo, y el caballo siempre estaba allí, dispuesto el sensible costillar a vibrar de indómita pura libertad, como decía Onetti en el punto cumbre de la escena hípica y antes de desmayarse plácidamente sobre la mesa.
En el bar no se ponía música hasta las nueve, porque había wifi y mucha gente venía a trabajar con el portátil, o para oír el ruido de la calle, variado y cambiante a lo largo del día. Y luego, a partir de esa hora, lo que se oía era un jazz desvaído y como de ascensor que traía un negro en cedés que grababa en su casa. En ese silencio se oyó perfectamente la puerta de atrás, la que daba a un portal, la que usaban Marisa y Franz para entrar al negocio.
Tardó un poco en aparecer con la ropa de faena, porque se cambiaba hasta los calcetines. Se empeñaba en vestir todavía aquellos trajes negros y absurdos, de cuello duro, que se había traído de Praga contra el consejo de su tío. Besó a Marisa en la boca y se puso a mover cajas de refresco. Siempre igual de serio pero feliz, razonablemente feliz. Se ponía a trabajar en cuanto llegaba. Sábato lo miró besar a Marisa y sonrió. Eran una pareja rara. Cuando veías a Franz, joven, de luto riguroso, rígido y pálido, venir de la mano de aquella cincuentona excesiva, redonda y atractiva no eras capaz de pensar nada normal, pero si los veías besarse en la boca con un beso lento pero ligero, todo quedaba justificado, o por lo menos en suspenso las dudas y preguntas más acuciantes. Debajo del mandil, Kafka llevaba una camiseta negra que le había regalado un cliente con el nombre de un grupo musical desconocido y violento. Cuando terminó con las cajas, se acercó a la mesa con una botella de agua con gas para Ernesto y otra cerveza para él.
- ¿Cómo va ese español, Franz?
- Despacito.
- No hay nada como dormir con el diccionario, ¿eh?
Franz lo miró sin comprender. Él miró a Sábato y guiñó un ojo, pero Sábato no sonrió.
- Sos un grosero, tú. –Le dijo. Y mirando a Franz: -Gracias, Franz; el tipo no sabe lo que dice.
Cuando Kafka regresó a la barra, él volvió al tema de la escritura.
- He empezado un relato. Su título es: Bandada de cerdos.
- ¿Bandada de cerdos?,- quiso asegurarse Ernesto, sin dejar de mirar por la ventana a unos bebés jugando con la arena de los alcorques.
- Sí. Eso es lo que tengo hasta ahora: Bandada de cerdos.
- ¿Pero no dijiste que lo tenías empezado?
- Bueno… Tengo muchos empezados, pero de este último solo tengo el título,- dijo, y se arrepintió de haber hablado.
Sábato lo miró fugazmente a la cara, como para asegurarse otra vez. Luego, cuando supo que no era una broma, se encogió de hombros y dijo: “Eso está bien. Desde luego, ese estadio del trabajo no compromete a nada. ¿De qué va?
- No lo sé todavía.
- Pero, bueno: ¿cuáles o quiénes son esos cerdos?
- No lo sé.
- ¿Es una fábula moral?, ¿una parábola política?, ¿un cuento de niños?, ¿un relato surrealista?, ¿todo a la vez?
Alejandro quiso estar entonces a tres metros bajo tierra.
- Una frase.
- ¿Qué?
A Sábato se le estaba agotando ya el humor.
- Quiero decir que es una frase que alguien dice en el relato; una frase que tiene un significado especial, el que sea. No lo sé.
Sábato lo miró otra vez. Ya no lo hubiera creído posible, pero aquel chico lo seguía sorprendiendo: “¡Ah!”, dijo; “En esa posibilidad no había pensado. Pero eso nos deja igual que al principio. O casi peor, porque ahora no tenés solo que buscar un significado a esa frase, sino que incorporarla a un relato marco con el que establece una relación de sentido variable, pero necesaria; con un relato del que no sabemos nada. ¿Es eso exacto?
- Más o menos.
Sábato había visto echar insecticida bajo los árboles, y ver a los niños jugar allí, previendo lo que podía pasar, le impedía estar más atento, le impedía ser feliz.
- Interesante,- reflexionó Sábato, viendo cómo los niños del alcorque hacían un montoncito de cagadas de perro. Como les sobraba un zurullito que se caía una y otra vez del vértice superior de la pirámide de cacas, el más decidido se lo metió en la boca. Sábato levantó las cejas, las abatió con pena y dijo: “Voy a comenzar un relato. Aunque no se debe. Ahora que no nos oyen.” Se echó un culín de agua en el vaso, lo bebió y se volvió a Alejandro. Lo avisó: “Pero nada. Por juego. Solo por hablar. ¿Estamos?”. Alejandro dijo que sí con la cabeza.
- Raulito estaba pasando por la peor época de su vida y no lo sabía. Hacía cuatro meses que su papá se había ido de casa y le echaba en falta cada día. Ver llorar a su madre ya lo dejaba, pensaba él, indiferente, aunque en realidad tenía el corazón tan desmigado que una lágrima más no podía destrozarlo más de lo que ya lo estaba.
“En el colegio era callado, pero no por bondad o disciplina. Solo por contención, porque le entraban ganas de levantarse y liarse a puñetazos con sus amigos, con los profesores, con todos y con todo.
“Aquel martes, en un ejercicio de asociación de nombres individuales con sus respectivos colectivos, un compañero de clase, y siempre según el profesor, había cometido un grave error vinculando pato con piara y cerdo con bandada. No había bandadas de cerdos, dijo el maestro con una sonrisita. Eso, simplemente, no existía más allá de la equivocación y la resta de puntos del cuaderno.
“Todo el mundo dio por buena la corrección, y se disponían a abordar otra cuestión cuando sonó una voz: ¿Y por qué? Había sido Raúl. La clase entera se quedó estupefacta. No solamente por la salida de tono, sino porque Raúl nunca había contestado ni puesto en duda al profesor. Este, después de valorar la interrupción como algo, primero, impertinente e impropio, y después como una curiosa ocasión de debate, preguntó a su vez: ¿No es suficiente razón que los cerdos no vuelen? Y decretó: Lo que refleja esa frase es imposible. ¿Por qué?, insistió Raúl. Que usted no haya visto cerdos volando no significa que no puedan hacerlo. A lo mejor no vuelan porque no quieren. A estas alturas, la clase se había revolucionado y se escuchaban ya carcajadas y risas por todos lados. A lo mejor saben que pueden, añadió el chico, pero prefieren mantener el secreto para evitar que los seres humanos experimenten con ellos y les torturen hasta sacarles el truco. Quizá parezcan solo cerdos, pero en realidad sean seres superiores. ¿Y se dejan criar, castrar, estabular y sacrificar?, preguntó el profesor con algo de mofa. Tal vez sea el precio que han aceptado pagar por ser superiores. Una especie de sacrificio. Como el de Cristo.”
Después de decir aquel nombre, Sábato calló. Se hizo el silencio ritual y ponderativo de cuando cualquiera se ponía a relatar. Alejandro iba a abrir la boca, pero Sábato estaba levantado la vista. Alguien se había acercado.
- Con la venia, Maestro.
Era Onetti. Al comenzar Sábato su relato se había levantado trabajosamente de su mesa (por aquel jeringazo criminal que casi le había dejado cojo) y ahora se encontraba allí al lado. Había agachado los ojos y dado un discreto cabezazo como señal de respeto a don Ernesto, y ahora los miraba a los dos con esos ojos saltones de iluminado, barbita rala y el vaso dorado apoyado a la altura del abdomen como en un juramento al dios Baco.
- Con permiso, repito. Quiero jugar a eso. No se levanten, mejor desde aquí,- dijo, haciendo pausas, sin dejar de mirar con ojos de sapo que percibe movimientos en su barriga. Luego guardó un silencio contrito, dio una calada al cigarrillo y comenzó.
“- No mentiré. No diré que alguien se atreviera o pudiera siquiera atreverse a decirlo, pero la asociación fue demasiado poderosa para pasar incólume por todas las almas; para que el miedo la acallara tan a lo profundo de las mentes de los que esperábamos bajo los paraguas a pie de pista, que lo desconociéramos.
“Primero era el barro, después unas chavolas que parecían porquerizas, o unas porquerizas sin más, y luego la selva, de la que la lluvia parecía mera prolongación. El aeródromo a las afueras de Santa Marca de la Selva estaba clausurado desde hacía años, pero casi era mejor así. Nadie diría que aquel viaje, un pequeño transporte militar preñado de oficiales, fuera algo sucio. Pero mejor que no hubiera tráfico regular, turistas, ni control aéreo, ni testigos cuando los siete bajaran de la avioneta. Luego sabrían ocultarlo entre los gastos de reptiles, o como operación secreta. Una más. Nada más fácil.
“Aquel vuelo que estaba a punto de aterrizar no iba a tener lugar. No iba a existir. Pero era necesario. Si iban a regresar al país el dinero manchado que habían estado llevándose a las Caimán o a Europa, según, querían ver por qué y para qué se iban a arriesgar. Uno no secuestra, extorsiona, viola, mata y roba, o manda o permite hacerlo, para luego ir paseando la plata sangrienta por el cielo de la Patria. No al menos sin motivo. Y todavía menos de vuelta al hogar, donde todo quisque quiere acabar sus días.
“El avión que no iba a tomar tierra se oyó a través de la cortina gris del aguacero, y luego, muy tarde, se vio entre el agua una luz como de insecto descendiendo del cielo desgarrado. La presencia del aparato les recordó que tenían frío, que estaban empapados, que pronto saldrían de ahí.
“El que se suponía que vendía el terreno prospectado se agarraba la gorra entre las manos. Le importaba menos la lluvia que mostrarse sumiso. Sumiso como si supiese que ,pagasen lo que le pagasen los milicos, era mejor a que lo encontraran tirado con plomo en el cerebro, y que después apareciera un enorme terreno inútil en manos de una viuda muy pobre y muy estúpida. No esperarían mucho: en su mismo entierro aparecería un intermediario muy amable y sobón y sinvergüenza pagando aún menos que la oferta inicial. Probablemente, yo. Y los milicos tenían que sentirlo así, ni más ni menos.
“El avión tomo tierra en peligro y se acercó, insolente y jurásico, por el barro del valle, como un dragón perdido que vuelve a casa. Ocurrió en ese momento, a partir de ese momento: Del otro lado de la pista apareció el grupo de animales arreados por una niña en harapos. Juro que no pertenecían al complot. Fue un azar feliz pensado desde hoy, en la distancia. Marchaban abarquillados, en fila, e iban a pasar justo por delante del avión. En ese instante se abrió la portezuela y se desplegó la escalerilla. Cuando el soldado comprobó que ya podían, empezaron a salir los milicos: anadeando, orondos, cejijuntos, de uniforme, y a dirigirse en hilera, como sarta de ganapanes, hacia donde les esperábamos los siete hombres.
“Pero no. No fue así. Me estoy adelantando. Vuelvan atrás.
“El momento de gracia duró apenas un instante que se prolongó mágico a partir del momento en que el primer uniformado, capitán de fragata, creo, se puso en línea con los cuatro animales que conducía la niña. Una alineación de cuerpos terrestres que vino a confirmar y aumentar el segundo milico, un comodoro, y después a reafirmar el tercer uniforme, un gordo comandante de la Armada de la República.
“Lo vimos y seguro que igual de cierto que nadie iba a decir ni una palabra, ni hacer un gesto, todos sentimos la filiación. El grupo se completó cuando un subteniente, igual de relleno de grasa y crímenes que los otros, se añadió a la ringlera y cerró la formación. Si hubieran sido planetas, cualquier hechicero menor de los antiguos habría sido capaz de predecir desgracias o advenimientos. Siendo cuerpos terrestres, aunque tan esferoides: cuatro cerdos y cuatro milicos en una alineación perfecta y matemática de distancia medida a dos en fondo… una fila doble que ya, casi inmediatamente, se deshacía… siendo, decía, ocho cuerpos porcinos y algebraicos, más de uno sería capaz de vaticinar las cochinadas obvias, que se confirmaron después.
“Los llevé a ver los terrenos, se mancharon las manos, anduvieron toqueteando muestras de mineral y oyeron al experto; se animaron con miraditas de colegial a expoliar al propietario, un supuesto vecino venido a menos. Vieron las escrituras, los mapas. Espiaron y consultaron al sujeto vestido de notario judío que asistía al acto. Y se fueron frotándose las manos.
“Y una semana después volvieron para pagar y tomar posesión.
“Era una estafa, claro. Por una vez, se jodieron con el sabor de su codicia. Habían pagado a muy poco la hectárea, pero muchas a la redonda, por el oro líquido que se suponía que afloraba, no se instalaran otros colindantes y les menguaran la bolsa de ese crudo que ellos tocaron, casi a ras de suelo, pinchando con un palo. Un mero charco, un barril de la Shell, por más señas, que vaciamos en lo hondo de un barranco.
“Entre copas, ya sin temblar, sin sudar, sin fingir, pregunté e mis socios si habían visto la asociación. Cómo no, dijo Freire, el falso propietario temblón: Vinieron por el aire, como una bandada de cerdos, y luego se juntaron con las fuerzas de tierra. Tenían que haberse dado cuenta. Y huir como de un San Martín.
Y entonces, tan prodigiosamente como se había puesto a hablar, Onetti calló la boca, levantó el coñac, dijo: “Un saludo”, como si nos diera sus condolencias, y se volvió a su mesa. Sé, por la cara que puso, que si no hubiera sido el hombre taciturno y educado que siempre era, Sábato habría soltado una interjección admirativa.
El silencio devoto fue roto por un suspiro, casi un lamento.
A nuestra espalda, Kafka, con su cara de lápiz, aunque un poco más morena que en las fotos, y más rellena por la tortilla de patata de Marisa, miraba a Juan Carlos Onetti paralizado: con un paño en la mano izquierda y una botella negra y sin etiqueta en la derecha.
- Y a usted, Franz, ¿se le ocurre algo?, - pregunté, lamentando no tener nada para escribir. Sábato se quitó las gafas y cerró los ojos. Kafka elevó la mirada como si fuera a ponerse a cantar.
- A Marius le sobrecogía aquel cerdo. Lo tenía que haber vendido junto con sus hermanos, pero no se hacía a la idea de desprenderse de él, - dijo, y carraspeó antes de seguir.
“Había sido el último en salir del cuerpo de su madre, y el último en hacer algún movimiento con sentido más que patalear y gemir. Luego, cuando se trató de mamar, o era el último en encontrar pezón o, simplemente, no lo encontraba y dejaba de buscarlo, abatido. En tales ocasiones, una vez habían mamado sus hermanos, se acercaba tímido y débil al seno de su madre, que lo aceptaba con la compasión justa, pues en la naturaleza un retoño débil no merece más atención que los demás, e incluso no merece ni siquiera vivir. Su madre, por las miradas frías, indiferentemente porcunas que dedicaba al pequeño, parecía estar por completo de acuerdo con la espartana norma natural, pero aun así permanecía tumbada y disponible cuando se acercaba el infortunado pequeño. Quizá supiera ella que ya no quedaba leche para él, que chuparía y chuparía en vano hasta agotarse o hasta comprender que su madre estaba vacía, otra vez, para él.
“El pobre cerdo, sin embargo y contra todo pronóstico, había sobrevivido. No tenía que haber ocurrido así, pero lo había logrado. Hasta la cerda, creía Marius haber notado, se le quedaba mirando y preguntándose cómo era posible que dentro de aquel miserable siguiera alumbrando la llama de la vida. Pero esta no era la razón por la que Marius se resistía a venderlo para que fuera sacrificado como sus doce hermanos.
“Ya desde antes de quedarse solo, el cerdo había adoptado la costumbre de alejarse de los demás y, avecindado a una esquina estéril del corral, donde no había ni comida, ni agua ni nada, levantar la cabeza hacia el este o hacia el noreste. Al principio parecía no saber o no poder hacerlo, y parecía estar olisqueando el aire, dando hocicadas torpes que, poco a poco, se fueron haciendo menos temblonas y más permanentes. A partir de cierto momento, su dedicación más importante era levantar la testa y quedarse así, inmóvil, largos periodos de tiempo.
“Al principio, Marius pensó que tomaba el sol o que el hambre que había pasado de lechón, o tal vez algún problema prenatal, como una breve falta de oxígeno cuando aún era un feto apretujado entre la fraternal muchedumbre del vientre de su madre, le había causado un trastorno mental o, al menos, algún tipo de neurosis, algo como un trastorno maniaco compulsivo. Pero para el resto de las cosas era igual que los demás: un cerdo completamente normal.
“Más tarde se dio cuenta de que ese permanecer con la testuz en alto lo hacía solo en una dirección del espacio, con un arco de variación mínimo. Pensó entonces que quizá por aquel lado llegara algún olor que le subyugase, y que la postura era una cuestión de olfato. Con esa esperanza convenció a su mujer de no venderlo con los demás, por si acaso fuera un extraordinario trufero. En tal caso, le explicó, aquel cerdo valdría una millonada y los sacaría de pobres para siempre. Su mujer le permitió conservarlo y renunció al dinero que hubiera obtenido de su venta con la condición de que probase de algún modo esa teoría olfativa. Cuando se demostró que no era así, su mujer se enfadó con él y con el cerdo, pero no le instó a deshacerse de él. Lo aceptó como una desgracia, como una circunstancia familiar. Marius supo que su dulce Fedra se comportaba así por amor a él, pues sabía que él no quería vender el cerdo, que le gustaba salir a mirarlo, y que sentía por él veneración, como si se tratara de una divinidad natural que se ignorase a sí misma, a la cual ignorasen todos y que por un raro privilegio del azar les hubiera tocado a ellos alimentar y proteger, y agradecía de corazón a su mujer aquella extremada delicadeza para tratar con sus sentimientos.
“Tras mucho observarlo, pensó entonces que el cerdo miraba algo que era invisible para los seres humanos, o que solo se manifestaba para la sensibilidad visual porcina o de ese cochino milagroso en particular. Y esta triste conjetura, que hacía aquellas visiones del cerdo algo incomunicable, siempre necesariamente inasequibles para sus ojos meramente humanos y por tanto para él, le duró algunos meses. Y ya iba amenazando con ir a durarle toda la vida. La suya o la del cerdo.
Entonces, una noche que cerraba un día idéntico a otros miles de ellos, y tan anodino como venían siendo y seguirían siendo sus jornadas hasta el día de su muerte, tuvo un sueño. Se despertó de golpe con la certeza inexplicable de que, en realidad, lo que le pasaba al cerdo era que esperaba algo. Sintió dormir a su lado a la dulce Fedra y decidió, a pesar de la emoción que le embargaba el alma, no quebrar su sueño y esperar a la mañana para hacerle partícipe de la buena nueva.
“Fedra, como no podía ser de otro modo, se alegró. No por ella, naturalmente, sino por él, porque si el bueno de Marius había encontrado en aquel guarro, que a ella le parecía tan vulgar como cualquier otro, un motivo de ilusión y alegría, ella lo cuidaría como si fuera una divinidad protectora, un pequeño milagro y una fuente mágica de felicidad. A Marius, en cambio, lo que comenzó a ocuparle la cabeza era conjeturar qué aguardaba el cerdo, qué podía venir por el aire desde el este o desde el noreste, que eran las dos direcciones hacia las que orientaba su hocico inquisitivo y confiado, qué anunciaba aquella espera que el cerdo había tenido que aprender a practicar a través de una constante disciplina. ¿Era acaso un animal dotado con el don de la profecía, un visionario, o solo un puerco demente? Paradójicamente, acompañando a aquella certeza que lo había tomado por asalto durante el sueño, había aparecido un séquito de dudas dolorosas y lancinantes.
“Marius adoptó la costumbre de sentarse por las tardes junto al cerdo. El resto del día el animal se comportaba como lo que era por nacimiento, y, por su parte, Marius atendía a sus obligaciones de granjero pobre; pero al llegar el atardecer se acomodaban en aquel sector del vallado y alzaban su atención hacia el este.
“En su larga espera tuvo iluminaciones parciales: una tarde casi helada de uno de los noviembres de aquellos años, poco después de que enfermara de tos ferina el segundo hijo, supo, por ejemplo, que no era azaroso que dieran la espalda al sol moribundo. Asimismo, le fue dado saber bajo una suave brisa de primavera, cuando ya había cumplido cuarenta y ocho años, que la espera sería larga, y que debía afrontarla con rectitud, indiferencia por los resultados, atención y constancia, como si ya no aguardase nada más o simplemente se hubiera vuelto de súbito hacia el este al oír a su espalda un ruido en el ocaso, que tal vez fuera el mínimo crujido que hiciera la propia tarde al quebrarse en oscuridad. Aquel ruido podía no ser nada, o serlo todo.
“Pasaron años de penurias, cambios, compromisos, despedidas. Y entonces, un día, mirando las formaciones de nubes de un frente frío procedente de Asia, conoció qué era lo que aguardaba el cerdo: ver aparecer, por fin, La Bandada de Cerdos Prometida.
“Marius era ya muy anciano. Supo, al recibirlo, del raro privilegio que suponía entrar en posesión de aquel saber arcano, del que el propio cerdo tal vez no hubiera sido merecedor todavía.
“Y con aquella alegría se durmió en la fría noche de enero para no despertar ya nunca más.
Entonces, Kafka dejó de hablar.
Desde la barra, limpiando vasos, Marisa le había estado escuchando con curiosidad riente y descreída. Cuando Franz, de vuelta de aquella especie de éxtasis creativo, hizo descender sobre mí y sobre Ernesto la mirada adormilada, ella preguntó desde atrás: “¿Y Fedra? ¿Qué hizo Fedra?”. Franz se volvió hacia allí con una fina ironía en las cejas y una sonrisa que le ponía orejas de duende, y que nunca supo captar ninguna de las fotos que hubieran de tomarle en vida, y contestó:
- ¿Cómo voy a saberlo?
Luego se alejó hacia la barra porque habían entrado unos clientes.
- Me gustaría oír qué se le ocurría a Poe sobre la bandada de cerdos, - se atrevió a decir Alejandro. Que era un pensamiento perverso no se le ocultó a nadie.
- Deja a Edgar, chico, - comentó Onetti en su mesa, desde la cual nadie diría que hubiera podido escucharse lo que Álex había dicho solo para halagar el oído de don Ernesto, que estaba viendo a varias madres reñir a los pequeños comemierdas. Y siguió Onetti, haciéndose el intransigente por pura pose: - Seguro que ese yanki borracho nos jodía esta bonita reunión. Mejor llama a Aristófanes. Capaz que nos echamos a reír y no paramos con las ocurrencias del griego. Son cerdos que vuelan, hijito, calcula. Y deja a Ernesto. Si no te vas, no se va a serenar nunca.
Avergonzado en secreto, Alejandro pareció recordar algo, miró el reloj, se disculpó y se levantó de la mesa. Aquella noche incipiente ya no les sacaría nada. Además, tenía que ir a trabajar a la trastienda de la librería donde impartía su taller de escritura creativa.
Mientras caminaba por Ayamonte recordó que le habían informado de que desde ese día habría algunos nuevos alumnos. Aquello no significaba que fuera a ganar más dinero, pero sí al menos que habría menos posibilidades de que cancelaran el curso y se quedara sin trabajo. Conocía algunas de las alternativas a aquella fuente de ingresos, y eran horrorosas. Si no para ser escritor, se dijo a sí mismo con algo de regodeo en la amargura de su cinismo autoinfligido, al menos su brillante paso por la Universidad le servía para dar aquellas clases a escritores fracasados en ciernes. Sabía que era cruel e injusto, pero llevaba meses sin poder sentir de otra manera, aunque hubiera tenido alumnos verdaderamente brillantes. Ninguno de los escritores que frecuentaba y conocía creía en aquellos talleres, inventados más por necesidad de quienes los organizan, posibilitan e imparten que de quienes los pagan y reciben. Pero era lo que había, y se parecían un poco más a la génesis de la literatura que hacerse profesor de gramática o historia de la literatura poniendo en valor su brillante licenciatura universitaria. Había probado y por eso lo conocía. Llevar cafés y lamer vanidades de catedráticos en la Facultad, actuar de correveidile en esa especie de satrapías diminutas no iba con él, y abandonó pronto la Universidad. Quizá tuvo poca paciencia, o quiso ver lo malo porque no se sentía a gusto y necesitaba una buena excusa para huir, o en verdad había visto lo que se le mostraba. A quién le importaba ya. Con lo que sabía sacó buena nota en la oposición a profesores de secundaria: por fin la libertad de cátedra, por fin la adolescencia. Pero no obtuvo plaza. Había trabajado un año de profesor interino en un instituto. Tardó poco en descubrir que se trataba más de hacerse respetar (un noventa y dos por ciento) que de enseñar o aprender literatura. Lo dejó (también esperó poco, escrupuloso y remilgado, tontamente aristocrático, fue severísimo con la inevitable carga de provincianismo funcionarial y mediocre de muchos profesores de secundaria, y con la insolente indiferencia estudiantil), y encontró aquel taller nocturno y mal pagado. La mayoría de los que iban a sus clases eran jovencitos listillos e inadaptados de ambos sexos que, habiendo leído unos cientos de libros y novelas, creían que habían dado con su vocación cuando se buscaban una personalidad. O que habían descubierto en sí mismos un genio literario en potencia. No era cierto, o no estarían allí; pero al menos asistir a sus clases les terminaría disuadiendo y liberando de aquel sueño para que invirtieran su tiempo en algo más productivo o satisfactorio para ellos: viajar, beber y follar con sus amigos y amigas, ser padre o madre, ser estrella del pop, surfero loco, eficaz o gandul empleado de los juzgados o de banca con mucho tiempo libre para irse de copas y al teatro y a charlar durante tardes interminables; o para todo ello junto. Pero es que necesitaba la pasta, y oyendo sus opiniones y leyendo sus trabajos se entretenía, y además en clase tenía ocasión de hablar de lo que le gustaba. El resto de su formación para impartir esos cursos era simple reflexión o recopilación de materiales.
Mientras atravesaba los soportales de la plaza Oyande repasaba mentalmente el tema de la clase de hoy: qué recomiendan los escritores consagrados a los aspirantes. O sea: las recetas, los decálogos, los mandamientos sagrados. El primero: no hacer ni caso de decálogos. Él sabía además que muchos autores de recetas se contradecían, a veces por juego, otras con razones sobradas (no aburrirse, aburrirse; escribir, no escribir; hacerle caso, no hacérselo) o no se aplicaban su propia receta, o recomendaban lo opuesto a lo que sugerían otros. Hacían que te sintieras imbécil hicieras lo que hicieras. Todos buenos y todos malos. Sabía también que muchos de los consejos eran gilipolleces y otros se sostenían apenas por el prestigio de su autor, o reflejaban sus obsesiones, sus gustos y sus neuras, o respondían al capricho de un momento o a la petición de una editorial (lo cual era más frecuente de lo que se pensaba) que pagaba en dinero o vanidad, otros eran solo una broma. Las sugerencias que nos interesan, pensó que iba a decir muy serio, muy en su papel, son, sobre todo, las que corrobora el sentido común. Por ejemplo, ahí tenemos al arbitrario pero lúcido Hemingway: No hables de tus obras en curso. Hablar mata el instinto creador. Suena a maldición u orden, tal como era el sujeto, que utilizaba la facultad del lenguaje como Dios usa el venablo de su verbo ontológico, pero tiene sentido: trabaja, no cuentes que vas a trabajar, es inmaduro, y además, una vez resuelto el enigma de la obra, puesto en palabras, ¿qué te queda? Y trabaja continuamente, hasta agotarte, y en soledad. Aunque lo contrario a esto último, con moderación, está también muy bien, (el mismo Ernest escribía con total concentración mientras le daban el coñazo, o de eso presume todavía) no vaya a ser que perdamos matrícula en la academia por ser maximalistas. Pero, como regla general, retírate y escribe: si no lo aguantas, o compruebas que no tienes nada que decir, es que no vas a ser escritor, que no lo eres. Enhorabuena, ya puedes vivir tranquilo. No tienes que esperar a decir tu palabra para destruirte, como Nietzsche recomienda, puedes hacerlo antes y no perder tu tiempo y el de tus amigos haciéndoles leer bisutería (esto, también, mejor callarlo). Hasta un tipo tan civilizado como Monterroso recomienda la práctica constante. O sea, que parece un buen consejo tanto si se da desde el despacho en penumbra del sabio hebreo, como si se da desde el campo ensangrentado de germánicos héroes: escribe. Simenon, además de impenitente putero (que a estos efectos tampoco es bueno ni malo: Baudelaire y Tolstoy lo fueron, pero otros miles de plumíferos también, sin ser ni merecer ser grandes por ello) era un megaescritor. Escribió cientos de novelas. Aún lo recuerdo (es un decir) escribiendo en mitad de un río, subido encima de unas cajas porque no tenía otro lugar. El único problema es que no todos los escritores son jornaleros incansables. ¡Anatema terrible, ese de jornalero! Lo vertió Borges sobre Julio Verne solo para ponderar la obra de H.G.Wells, quien, seguramente, de haberlo sabido, habría rechazado tan dudoso holocausto en su honor. Los modernistas tacharon de jornalero garbancero a Galdós para ponderarse a sí mismos: y llegádicos aquídicos, corrámicos un tupídico vélico. Los hay que rumian y reflexionan mucho (ahí esta eso de Unamuno y los partos), y los hay que se sienten escritores las veinticuatro horas de los siete días de la semana de todas las semanas de su vida. Y es válido si a ti te vale. Otros no lo necesitan: la literatura como santa esposa y disciplina burguesa o como pasión ilegítima, de abandonarlo todo y salir corriendo a un motel, como Melville, que dejó a su familia y su trabajo y se largó a encerrarse en una granja con esa furcia que resultó ser Moby Dick. Pero cuanto más escribes, más aprenden a hacerlo las yemas de los dedos, que son, indudablemente, una vez jubilada la punta del boli, las que piensan y saben o no saben. El cerebro acompaña, pero escriben las yemas. Démosles una oportunidad. También la recomendación de Hemingway, el suicida fiestero, y de otros como Stephen “bloody” King, de hacer frases cortas y quitar adjetivos es útil, siempre que tengas la tendencia contraria: a hilvanar oraciones muy largas y, lamentablemente, no sepas cómo hacerlo, o a cargar tu lengua de adjetivos y que lo que se narre no los precise. O creas que no los necesita, como Sábato al ir a entregar un manuscrito, desesperado, según él mismo cuenta, tachando adjetivos como el que mata moscas allí mismo en los locales de la editorial. Mucho mejor tener ambas armas en la recámara (frases largas, cortas y medianas, retórica y su ausencia, simplicidad o complejidad) y usarlas cuando convenga, como más o menos dijo Cyril Connolly de la prosa de Henry Miller cuando creyó que hacía ficción. Por cierto, que Miller le tuvo que contestar, ¡menudo era!, que no inventaba nada, que solo contaba la verdad, que la materia de su obra era su propia vida. Eso sí que es grande. Pero también lo es (no se olvide) lo de las frases largas y cortas. Eso me recuerda que Miller se aprendía de niño largos textos en alemán, y es de suponer que también en inglés, de memoria, para recitarlos, casi como recomiendan los viejos manuales del arte de la escritura: imitar a los grandes. Después tomó cosas del estilo de Celine, pero nadie puede decir que no fuera un escritor absolutamente original. O, si no, atendamos a eso de que no hay reglas, de Bolaño, quien, por cierto, está aquí desde hace poco, y que nos pide que le digamos “al estúpido de Arnold Bennet que todas las reglas de construcción siguen siendo válidas solo para las novelas que son copias de otras”. He aquí la prueba de que se puede ser a la vez un anarquista dinamitero y un maestro. Hay escritor que incluso recomienda hacerse con un buen arsenal de estructuras sintácticas y vocabulario. Parece algo pedestre y primario, simplón y escolar, sobre todo después de lo de Miller, pero nunca está de más. Además, abusar de una adjetivación extravagante o enfática, una de las primeras cosas que hay que evitar, según Hemingway y otros, le dio un estupendo, deslumbrante, magnífico, suntuoso y terrorífico resultado a Lovecraft: sus mundos horripilantes están construidos con cuarto y mitad de espíritu Verne, tensión con truquitos como el suspense, algunas ideas pseudocientíficas y una sobredosis de adjetivos para provocar la creación/transmisión de emociones. Sin esos adjetivos proscritos, sus cuevas y animalejos se quedarían en poco más que sugerencias o datos vacíos de pathos. Para el lector (el lector de Lovecraft, claro), esos adjetivos son esenciales. Para otros no pasan de cargantes y absurdos.
Pero escribid, les diría a sus alumnos, eso siempre es bueno. ¿Y el resto? Flaubert recomienda apartarse del mundo para poder verlo con frialdad crítica. O sea: no ser pasional para poder entender y relatar las pasiones. Y así seguir con todo: salir de la vida para verla desde fuera con claridad y lucidez objetivas, salir del amor para ver sus trampas y sandeces, alejarse de las ambiciones mundanas para denunciarlas mejor... Muy bien. Ya sabemos por qué condenó a la Bovary: por elegir la vida. Alguien, que no sería él, diría que en ese caso se trataba de un juego sucio y cruel en manos de un gran escritor. Julian Barnes, lo sugirió. Otros te dirán que te sumerjas en la vida y no te prives de nada, pues tu formación humana, tus experiencias, tu dolor y alegría, es la segunda materia prima con que escribes (Gabo dejó dicho, creía recordar Alejandro, que el escritor debía repartir su tiempo entre el burdel y el monasterio, y no tenía claro si esa expresión era en su boca pura metáfora gramo por gramo, como por lo general se sostiene). ¿Le sirvió a Mishima practicar kendo o boxeo, viajar en aviones de combate, frecuentar ambientes prostibularios u homosexuales, o no fueron sino máscaras de un niño asustado que no fue capaz nunca de salir de las faldas de su abuelita? Quién lo sabe. Lo mejor, tal vez, diría a sus alumnos, sea gestionar bien el tiempo, aunque sin convertirse en un contable de minutos, ni de experiencias, ni de páginas escritas. Aunque huyas de la vida, te encontrará, así que no hay que preocuparse por ello.
Descontando patologías, claro, lo mejor es hacer lo que vaya siendo necesario. ¿Drogas? ¿Alcohol? No te harán mejor escritor si acaso ya tienes la gracia y la disciplina. Otra cosa es que te gusten, y no te inhabiliten para escribir. Ahí vosotros decidís la medida. ¿Y las dudas, y la fe en uno mismo? Pues las dos. Y las dos tan absolutas e incompatibles como si una sola ocupase todo el espacio. Cuando dudes, ten fe, y viceversa. Hasta la soberbia insufrible y la jactancia vanidosa son aceptables si se convierten en energía para el carácter creador. A Cela se sirvieron para seguir escribiendo toda la vida y ganar el Nobel. Ciertamente no le hicieron un gran escritor, ni siquiera uno pasable, y además le ayudaron a convertirse en una mierda de persona, pero le sirvieron para hacerse escritor. Chapeau. Tampoco son ciertos siempre los tormentos filosófico-creativos de unos, ni la humildad que exhiben coquetamente otros, como quien mira de perfil y mueve un abanico. Eso debe entenderse como que su vanidad era más correosa. Pero ni la vanidad ni la humildad te convertirán en un buen escritor. ¿Y las dudas? A Sábato le fueron útiles, dice. ¿Pero cuál es el estado ideal de la personalidad en esto de la actitud? Lo mejor, sin duda, es atesorar un carácter tan sólido y aplomado, tan grande, que dé espacio a las dudas, a la seguridad y a la fe, al trabajo absorto y también al cinismo, al mercantilismo codicioso y a cualquier otra tara de escritor o de tara a secas; pues antes que escritor se trata de material humano, de un complejo y a la vez mísero ser humano. Lo mejor es abrigar una personalidad tan abarcadora que pueda dar lugar, incluso, por ejemplo, a cierta locura mesiánica, como el caso de Tolstoy, uno de los más grandes y uno de los más sólidos, grande por o a pesar de sus contradicciones, empático y distante, vanidoso presumiendo de sus orgías con gitanas y humilde cosiéndose sus propias botas. Pero no es fácil adquirir ese peso que se traslada a las páginas escritas como incontrovertible autoridad. Conformémonos, pensó que recomendaría a sus pupilos y pupilas, con conservar el sentido común, la ilusión y traer los deberes hechos.
Luego está eso de: escribe lo que te gustaría leer, o escribe al estilo de las obras que más disfrutaste leyendo. Puede ser muy útil y satisfactorio. Pero también es bueno ensayar géneros, como ejercicio y algo más, pues tal vez uno no se conozca siempre como escritor. Puede gustarte leer alta novela experimental y lírica simbólicamente sofisticada y exclusiva, y como escritor ser un magnífico narrador de historias sencillas e impactantes, mucho más populares que tus gustos. O acaso nunca leerías literatura juvenil y es lo que te sale siempre, por suerte o por desgracia. O lees a Simenon y va y te sale el Yarfoz. Aquí, pensó, debería levantarme y hacer una reverencia. O puede que no hayas abierto un solo libro de la llamada literatura erótica y que te salgan relatos calientes como churros, directos del caldero hirviente del Ello. Descubrir tu campo de juego es tan importante como conocerlos todos. Le gustó la frase, la repitió mentalmente para asegurarse de no habérsela robado a nadie (“Descubrir tu campo de juego es tan importante como conocerlos todos”) y se detuvo para anotarla en su libreta bajo un soportal de la cuesta de Aguaducha, casi llegando ya a la papelería.
Repasó sus notas. Pensó que terminaría aquel bloque con eso de no aburrir. Incluso los autores más serios se planteaban alguna vez la necesidad de atrapar al lector, al cual, según García Márquez, era más difícil de atrapar que un conejo. Cierto. Y mejor aún: Para agarrar lectores, haz que tu perfil ético (el estético también cuenta, pero solo en el punto en que ética y estética confluyen, no hay por qué exagerar) coincida con el de un lobby ideológico que cuente entre sus empresas con una editorial poderosa y atrapen los conejos por ti y te los pongan ante la mesa de unos grandes almacenes en la que estés firmando ejemplares. No, pensó, esto mejor no se lo digo. Que críen su cinismo en su propio huerto y con su propio abono orgánico. Para desatascar y dejar las cosas en su sitio, llevaba también una perla de los Consejos a un joven poeta, de Max Jacob (sacó la libreta y leyó): Las ideas no tienen nada que ver con la poesía: lo inexpresable es lo que cuenta. Las ideas no pertenecen al hombre; vienen del cielo de las imágenes; nos las apropiamos. Para que dejen de ser meras ideas hay que saber vivirlas a tumba abierta, sentirlas con pasión, con experiencia, transformarlas en sentimientos. Tal es el significado del culto, tan mal conocido, al Sagrado Corazón. La lanza que atraviesa el pecho de Nuestro Señor Jesucristo es la flecha indicadora del camino que toman las ideas para llegar a ser válidas. La sangre y el agua que brotan del Corazón son la imagen de la unión del Espíritu con la materia, la única comprensión válida. Haga descender. Toma ya. Una andanada de primera. “Haga descender”. A la línea de flotación, al meollo, al corazón mismo del tema de escribir. (Tengo que preguntarle a Franz si era en verdad así como él trabajaba: esperando, esperando, tratando de hacer descender a la Gracia sentado en pleno invierno en el balcón, con las manos heladas y el corazón ardiente; aunque, claro, eso sería en Praga). Después de los consejos técnicos, aquello volvía a poner las cosas en su sitio. Ya tendría días y tiempo para hablar de buscar editor y husmear una tipología en los catálogos. Ahora había que empezar por arriba, por lo supremo, por amarrar clientes al taller.
Como colofón tenía una cita de Petronio: El barco en que viajan los personajes del Satiricón está zozobrando en medio de una tormenta repentina. Cuando creen que han salido ya todos, los últimos en abandonar el barco oyen bajo la cabina del piloto un gruñido como de fiera que quisiera escapar. Bajan siguiendo el ruido y ven al poeta Eumolpo absorto escribiendo versos en un pergamino. Asombrados de que en la proximidad de la muerte encontrara tiempo para componer un poema, tratan de sacarlo de allí a la fuerza; pero el poeta protesta, se sacude, y, descompuesto porque le han interrumpido, y dice: “¡Dejadme, he de completar la frase!; el final del poema se me está resistiendo”. Al final le salvan la vida sacándolo a rastras mientras él sigue gritando y quejándose.
“¡Qué grande Eumolpo! Es una escena estupenda y una metáfora magnífica del quehacer literario, les diría; una imagen de la demencia insana o la grandeza, o acaso del ridículo sin paliativo alguno de dedicar los breves instantes de la vida a buscar una rima o una idea. Un símbolo certero de ese oficio que consiste en sumergirse sin red, a tumba abierta, como recomienda Max Jacob y practicaba Eumolpo, en la orgía perpetua de Flaubert, y a ser posible con la obstinación de Hermann Hesse. Chim-pon, y así es como se garantiza un tipo listo el puesto de trabajo por lo menos un mes más, se dijo a sí mismo: estimulando en los demás una ilusión que él… prefería no pensar dónde la había extraviado. ¿Dónde estás, ¡oh, musa!?, se burló de sí mismo, ya bajando las escalinatas de la librería, en cuyo trasmundo plutónico esperaba su grupo de aspirantes.
Desde el mismo momento en que pasó bajo la cortina y la vio, su atención se centro exclusivamente en ella. Pues sin duda era ella. Creía recordarla desde siempre. Había también dos chicos nuevos, uno obeso de ojos semicerrados, tal vez de la mucha lectura o de sumergirlos en cine o videojuegos, de unos veinticinco años, que inevitablemente se declaró devoto de las obras de fantasía y la ciencia ficción, un otaku casero, y un tipo flaco, con la camisa blanca de manga larga abotonada hasta la nuez y larga nariz, que estaba, dijo, abierto a aquella nueva experiencia literaria. Y luego estaba ella.
Cómo se llamaba .Se presentó como Lucía, (“y es verdad que lo haces”), pensó sin premeditación Alejandro. En su cabeza, en otros sueños, desde entonces, ella le dice: Soy la Encarnación, y él caía de rodillas y gemía devotamente: “Y yo doy ahora y daré siempre fe de ello, ¡Oh, Encarnación!, ¡Oh, Epifanía de la belleza! Repito, ¡doy fe de que lo eres!”. ¿Y qué pretendía Lucía?, preguntó él aparentemente sobrado y desenvuelto, y tratando, sin embargo, de dominar la emoción que estaba a punto de hacerle sollozar. Lucía no lo sabía, dijo, fue un impulso, dijo, lo mismo se había equivocado; lo mismo estaba allí por error y no lo necesitaba; lo mismo, amenazó, me levanto y me voy. Por supuesto que no, dijo él fingiendo omnisapiencia, secretamente consternado, estamos dispuestos a creer que tú no necesites el taller, pero es que tal vez nosotros sí te necesitemos a ti aquí, iluminándonos, dándonos luz, reciente y reluciente Lucía. Y entonces le miró a su manera. Tenía un mirar esquinado y verde, con una cascadita de caracolas castañas y rubias cayendo sobre el ojo derecho, el ojo que menos prodigaba. Perfil nítido, dientes blanquísimos; oh fuente, sintió Alejandro por enésima vez que se decía a sí mismo pero en realidad para ella, o sea, para nadie, oh fuente de la ofuscación mía y del sol que ya no luce, desdeñosa nereida de poco más de veinte, cima de la gracia inefable. Y así se quedó, por tanto, sin palabras, y tuvo que ponerse a impartir su clase, el recordatorio de aquellas normas que había venido repasando por el camino.
Lucía se sentaba mal en la silla y se movía sin cesar, levantando las rodillas y exhibiendo las rótulas huesudas por los rotos del pantalón; miraba el decorado pobre, las fotos de escritores, las frases injustamente célebres, la pintura de la pared, los libros y algunos papeles esparcidos. Lo miraba todo sin siquiera desdén, apenas algo incómoda, azorada, mascando chicle, lucero verde, desconociéndose divina, creyéndose ya lejos de la inocencia, celosa y esquiva de su rostro como recuerdo de infancias protectoras y tímidas. Él contestó a las preguntas que algunos de sus alumnos formularon, propuso un ejercicio narrativo de transpersonalización, comentó el trabajo que había mandado la semana anterior… hizo ruido, pero no estaba allí; o solo estaba ella. No veía el momento de dirigir la mirada hacia Lucía.
Hablaba y hablaba, y comprendía que era una locura absurda, que se dejaba llevar por un sueño a todas luces tonto y tan recorrido por la literatura como tragedia triste o patética y por la vida como melodrama que ya no quedaba ingenuidad a la que aferrarse. No más de diez años mayor que ella (o sí, alguno más; algunos pocos más); ni ella menor de edad, ni él emparejado; casi no cuadraba su caso con el tipo que quieren ver como repugnante, con el estereotipo variable del enamorado de la ninfa. No, no se hacía la ilusión del escándalo. Sería un fracaso normal, ridículo, de andar por casa, unas calabazas estándar, pero desde ahora mismo entregaría todos los años de la vida que no iba a disfrutar por que ella lo amase; daría su sangre y su salud con tal de que lo viese de esa manera, como una posibilidad, o como un vórtice que pasa a nuestro lado, con su azar y su riesgo. Ya se encargaría la realidad de joderlo todo. Pero a posteriori. Y a posteriori no importaba. “A posteriori”, ¡ja!; le hacía gracia a él El Posteriori, postre italiano que ni se saborea ni engorda ni quita del paladar el gusto del Anteriori, auténtico festival en las papilas, tesoro de nutrición del alma. Mírame, pensó febril en un momento de la noche en la trastienda de los libros, estoy haciendo trampas con el destino solo porque me mires, y me ames. Una suave melancolía, invisible para los integrantes del taller, íntima hasta el punto de acercarse al sabor del olvido, a la aceptación de la catástrofe del olvido o de no llegar a estar cerca de ella, y de por tanto no llegar a ser, le invadía el corazón y se lo paraba cuando ella inclinaba la cabeza para comentar un texto con el vecino de pupitre y dejaba ver, entre la barbilla fina, el escote de la camisa y los bucles tostados, un poco de la curva del cuello, que desembocaba como una sombra en el remanso de la clavícula saliente. Oh, pecho flaco; oh, caballete grande de la nariz; oh, aturdimiento breve de no encontrar el boli; oh, lengua pensadora; oh, humedad escondida. Escúchame, gritaba el memo actor a quien suplantaba aquel profesor soso y descreído, estoy haciendo tratos con el infierno de la lírica para que me dejes ver el cielo solamente una vez; le he entregado lo que me queda de la vida, razonaba ese Alejandro oscuro, borracho de inminencia, para que tú me hagas eterno. Mírame, yo soy el tipo lelo que se mueve alrededor de la mesa y espío tus vacilaciones creativas, tu desorientación adjetiva, tu enajenamiento gramatical. No, no vales una mierda como escritora, pero, ¿para qué crear más? Tú lo resumes todo.
Cuando la sesión alcanzó trabajosamente su final, los alumnos se levantaron y comenzaron a recoger sus cosas y a comentar los progresos y proyectos de cada cual. Alejandro quiso acercarse a ella, pero lo interceptaron el gordo y el flaco. Ella se despidió lacónica y salió. Trató de despacharlos con aforísticas palabras de hechicero, pero lo retuvieron lo suficiente para que ella escapara. ¿Qué le estaban contando? ¿Qué coño le importaba nada de lo que le contaban? Ellos regresarían, vale, pero, ¿y ella? Pudo desprenderse esgrimiendo una excusa y se abalanzó hacia la salida. Alcanzó la calle y allí estaba, conversando con otra de las integrantes del taller. Compuso un gesto amable y suficiente para acercarse a ellas. Tras un par de preguntas y respuestas, la otra chica, totalmente ignorada, quiso comprender al fin que ya debía saludar y retirarse.
-Bueno, bueno… ¡Oye!... ¿Cómo se llamaba tu cuento?
-El jardín de los comienzos-, contestó ella, -es, en esencia, autobiográfico.
-¿Cuánto has escrito?
-Una cuartilla. La primera y la última.
Alejandro sonrió, quitándole importancia.
-¿Me la puedes leer?
Lucía lo miró, pareciendo dudar de sus intenciones. Luego, sin más preámbulos, abrió el cuadernillo y murmuró con una voz ligeramente nasal.
-“Cuando murió su madre, Joaquín, soltero célibe de cincuenta y cinco años, sin oficio pero con aficiones, todas domésticas y decorosas, de diletante falto de presión, hace cuenta de su vida y de su producción. Comprende entonces que su problema ha sido y es doble, y es casi el mismo: ni fingir interés ni interesarse. Saca una caja verde y relee las decenas de comienzos y resúmenes de novelas que nunca fue capaz de continuar o concluir. Cuando ya ha planteado las obras, descree y desfallece. Le pasa siempre, sea cual sea el género o la obra singular, se le vuelve en contra y quedan ambos paralizados.” Fin.
Lucía levantó la cara del papel y se lo quedó mirando con seriedad casual.
-Ya. Así que autobiográfica.
-Sí. Son mis obras completas.
Los silencios entre ambos se cuajaban como construcciones de piezas de madera que no encuentran su equilibrio ni su color ni su forma.
-A mí me parece un buen cuento. Es la narración del comienzo de una narración acerca de un tipo que, como el primer narrador, el de El jardín de los comienzos, solo sabe empezar relatos. Inauguras un género especular. Enhorabuena. Cajas chinas con un lado vacío. Pero no debes comprometerte tanto con tus narradores implícitos. Ese narrador puede haber acabado, tú no.
-Te lo he dicho: no es un comienzo, son mis obras completas. No voy a volver. Gracias por la clase.
- Eso es lo peor que le puede pasar a cualquiera. Dejar algo a medias. Sigue, o te perseguirá toda la vida.
- (…)
- No lo hagas por ti, solo por la historia. La fábula interruptus es condenar a un limbo eterno a esos personajes, y a ti como autora. Ni vivos ni muertos. El horror. ¿Y si a tu Joaquín le da por plantar comienzos y cosecha historias completas? ¿Vive en una casa con jardín, no? ¿No va por ahí el tema del jardín?
Lucía respondió sin conmoverse en absoluto.
- Sigue tú. Yo he terminado con la ficción.
- ¡El horror!
- Y he terminado contigo, porque te estás poniendo muy pesadito.
-Voy a quitar esa oferta de la primera clase gratis-, se quejó Alejandro, cambiando de instrumento pero no de melodía, -solo sirve para romperme el corazón.
Lucía sonrió mirando al suelo.
-Es que te encariñas enseguida tú con los alumnos, perdón, con las alumnas, -se dejó decir abandonándole ya, caminando hacia su olvido. En el acto de colocarse el bolso girando la cabeza y echar a andar no había fisura alguna. Alejandro tenía que hacer una apuesta algo más seria o la perdía. Se hizo una pequeña herida retórica para enseñar el rojo de la sangre y, en tono bajo, confesó:
-Pero no con todas.
Ella no se detuvo.
–En serio, el cuento es bueno, ¿por qué no te quedas unos días?... ¿Puedo invitarte a una copa? Aquí cerca hay un café donde es fácil encontrar escritores.
-Está bien de escritores por hoy, -dijo ella sin detenerse.
-¿Y la copa?
-No.
Alejandro se detuvo con melancolía. No sabía por qué, pero sabía que no se iban a separar allí, y eso mismo le producía una sensación como de recuerdo y desesperada nostalgia, de incomprensible aprensión (incomprensible porque venía teñida de culpabilidad y de miedo) y de deseo, y de rechazo de ese deseo que ya prevé colmado y conocido, temido y recordado. Y es que entonces, cuando él ya lo sabía y lo esperaba, Lucía se volvió y lo miró a la cara apartándose el velo de los rizos.
- Sé que es un error, y tú lo sabes también. Vente a casa ahora. Luego te vas, -dijo, y se lo quedó mirando con una abrumada máscara de pesadumbre colgada en pleno rostro, como si tuviera dos caras, una sobrepuesta a la otra, esperando una respuesta que él no estaba dispuesto a dar así como así, aunque no por la razón que ella podía presumir.
-Y luego te vas. O lo prometes o no subes- insistió ella, exigente. Él terminó asintiendo, jurando en falso, ocultándose de su propia mentira.
Vivía en la calle Despier, en un sexto piso sin ascensor al que se llegaba por unas escaleras empinadas de madera comba y delatora, llena de escondrijos de humedad de los que salían moscas y viejas en camisón. La barandilla se retorcía repleta de volutas de metal modernista con la pintura desgastada y el aire se frotaba la espalda en la pared rebosante de olores rancios procedentes del roñoso patio de luces. Abrió dando muchas sonoras vueltas a la llave gigante, y el olor agudamente femenino anunció, antes de que ella lo confirmara, que compartía ese piso con otras dos amigas, o tres a veces. Que perdonara el desorden, que se sentara (la cama revuelta casi en contacto con la puerta de la calle, apartamento casi en el rellano, sin transición posible), que se quitara los zapatos para no manchar la moqueta.
- Moqueta -, susurró él, mirando el pelo color mostaza que se alzaba como una ola amarillenta que quisiera, alzado en curva marina, trepar por la pared blancuzca hasta los calendarios clavados con chinchetas cabezonas cuya vulgaridad de colores luchaba a brazo partido con una Audrey Hepburn en blanco y negro, imagen y retablo de un altar levantado a la anorexia de sonrisa muy elegante. “Moqueta”, repitió.
- ¿Qué dices?-, sonó distorsionado por la pasta dentífrica desde el cuarto de baño, ahí mismo, tras esa puerta cuyo descolor se tiñe del destemplado gris del chorro del lavabo que se lava los dientes. Sobre la mesilla libros y un cenicero con colillas, y siguiendo la pared un ventanuco abierto a un estrecho patio de luces, otro patio y menos luces, y enfrente, al otro lado del hueco, en el siguiente piso del edificio, en ángulo visual perfecto sobre el colchón de los encuentros, una ventana, o mejor dicho un palco de principios de siglo.
- ¡Hacía años que no veía moqueta en ningún lado! ¡En España!, -gritó innecesariamente, y siguió desatándose los cordones de los zapatos y hablando sin ton ni son para matar la sensación de reconocimiento, déjà vu aborrecido, como un asesino amnésico que regresara una y otra vez al lugar del crimen sin saberlo pero sintiéndolo, y repitiera el derramamiento de la vida para olvidar de nuevo y regresar. –La última vez que la vi cubría el suelo de un aseo en Brighton, imagínate, -dijo, viéndola salir delgada, solo con las braguitas y la boca llena de espuma. –Solo a un inglés se le ocurre –y ella allí, a contraluz parcial, tranquila, higiénica, aparición perfecta de caderas redondas y lisas, mirándole como si él estuviera haciendo algo más que exhalar tonterías-, solo a un inglés se le ocurre una cosa así… ¡qué asco!, ¿eh?
- Loh ingehej hon hilipoias-, dice Lucía, y luego: -Quikake la ropa.


Con la cabeza donde deben estar los pies, donde de hecho están los pies de ella, junto a su cara, pegados a su oreja derecha, Alejandro, en la claridad vaga que sube desde la propia habitación en que se encuentran, ve la cara del individuo por encima de la barandilla del balcón del otro lado, aquel palco de otro siglo del piso superior. Lleva viéndola un rato, desde que, en decúbito supino, abrió los ojos después del periodo de oscuridad que siguió a la última eclosión (dulce, lenta, golosa) en la boca de la Luz deslumbrante, a plena luz. Desde entonces, sin asustarse, ya que no le azora que le miren la polla, viene preguntándose si el tipo está allí a partir del momento, horas y abrazos antes, en que él volvió limpio y perfumado del aseo y lo primero que hizo fue prosternarse para degustar larga y morosamente la fruta azucarada, ostra sabrosa, que ella le ofrecía. ¿Estaría aquel individuo mirando desde entonces? ¿La habría oído decirle… aquellas cosas? Se imaginó siendo tristemente aquel tipo serio, de cara un poco redonda, solitario, sumido en una habitación oscura y que uno imagina sucia, con ropa por el suelo, mirando cómo la gloria de aquella Afrodita, de aquella alegoría, de aquella Primavera en libertad (y quizá en otras ocasiones las primaveras de sus compañeras de piso y amigas, y quizá la gloria entre sus amigas, y tal vez entre sus amigas y ella) se entregaba a cualquier desconocido mientras él se masturbaba. Se imaginaba que él era el mirón, y que era el mirón pensando que ya no merecía la pena de esconderse, que el otro, él mismo, allá abajo, ya lo había descubierto en su balcón consagrado a Onán y había decidido tolerarlo. Además, después de estarle Alejandro mirando unos segundos directamente a la cara, el de arriba se había movido hacia atrás y había ido disolviéndose con lentitud en la penumbra de aquel cuarto.
- ¿No decías que no vivía nadie ahí arriba?
- ¿Mmm?
Él se incorpora en los codos y la mira; le ve las nalgas y la espalda, brillantes. Ella trata de descansar del calor sacándose el pelo de debajo de la cara, depositándolo sobre los pies de él, sobre la almohada.
- Creo que un tipo gordo nos ha estado mirando un buen rato.
- Es el hijo del portero. Pobre chico. Es medio… medio eso.
- ¿Te da igual que te mire? ¿Tú sabes lo que hace ahí arriba?
- Se consuela. Era el piso de su abuela. Al parecer estaban muy unidos. Luego ella murió.
Menuda estupidez. Quiso preguntarle si a sus amigas tampoco les importaba, y saber por qué no le había preguntado si a él le incomodaría que un mirón viera cómo le hacían un masaje prostático, o si acaso preguntaba a cualquiera de los tíos que seguro que subían allí (lo cual no era asunto suyo) si les apetecía que un tarado asocial les observase follando y se hiciera tantas pajas contra la pared que estaría aquello como el montón de esperma congelado de los candeleros del castillo de Drácula; pero solo dijo con sarcasmo:
- Claro, eso lo explica todo.
- No es peligroso.
- ¿Cómo lo sabes?
- Es tímido como una rata. Y servicial. Pero nunca se ha acercado a mí, a ninguna de nosotras. Nos deja el correo en la puerta, la compra…
- ¿Has pensado alguna vez lo que puede hacer con la comida antes de dejarla en el umbral de tu puerta con un lacito?
Ella no contestó. Se inclinó a ver el reloj en la mesilla, se levantó, se dirigió al baño y dijo: “Si te quieres duchar, prepárate; yo estoy fuera en tres minutos”. Alejandro se levantó, fue hasta allí e hizo ademán de meterse en la ducha con ella.
- No-, lo rechazó, poniéndole la mano sobre el pecho y cerrando la mampara, -Nada más. Vete tirando los condones a la basura y recoge un poco el cuarto. Ahora salgo y te metes.
Obedeció, se duchó, se vistió mientras ella encendía un cigarrillo y salía al rellano. Y luego bajaron a la calle sin hablar durante los doce tramos de escalera. Alejandro no sabía qué decir que cayese en gracia, y ella, por lo visto, simplemente no tenía nada más que decir. Se la veía relajada, fresca, espontánea.
Cuando llegaron al portal, antes de salir a la calle, ella se giró y le dio un largo beso agarrándole la cabeza por la nuca con la mano del cigarrillo. La lengua le sabía a tabaco y chicle de fresa. Luego le miró a los ojos como un cachorro y dijo:
- Gracias. Adiós,- y salió a la noche sin esperarle ni sujetar la hoja de hierro del portón. Tampoco fuera se volvió más para mirarlo. Al verla encaminarse resuelta acera abajo, él tuvo uno de esos momentos de los que había oído hablar. Esos en que se decide todo porque todo estaba decidido de antemano, en que la libertad se ha desnaturalizado y se parece más a una condena que es la entrada en un túnel, esos en que solo permanecer inerte sería la solución acertada, y la única que no se puede ya tomar. Muchas veces, sin poder precisar cuáles ni cuando, se había visto en una situación casi idéntica. Idéntica, a decir verdad. Le venía a la memoria una particularmente…Y Alejandro la evocó dentro de la neblina del olvido… Recordaba vaga, absurdamente enfrentarse a ella de otras ocasiones, y por eso sabía con certeza lo que iba a ocurrir. Corrió hacia la hondonada de la calle desierta por medio del asfalto hasta alcanzarla y encararla de nuevo.
- ¿Y ya está? ¿No vas a volver por la academia? ¿No nos vamos a volver a ver?
Ella hizo un levísimo gesto de fastidio, disimulado mirando al suelo para no herirlo, lo cual consiguió exactamente lo contrario.
- Sí, eso es todo. Ha estado bien, pero no me interesas.
- (¿…?)
- Déjame pasar, por favor.
- ¿Y si no quiero?... ¿Y si estás equivocada?
Ambos sabían que no lo estaba, pero él se empeñaba en tomar el camino más entorpecido de pesares. Sin saberlo ninguno de los dos, pensaron a la vez que en la escena había demasiada literatura, mala literatura.
- Hazte un favor, déjalo.
- ¡¿Qué coño tengo de malo?!
- Vamos, no…
-¡Dímelo, joder!, ¿qué tengo de malo?
Dudó un momento, pero estaba decidida a no perder más tiempo.
- Por un tiempo acaso funcionaría. Follas bien y eres simpático. Me caes bien-, recalcó, como hablando con un niño. Le acarició con la mirada y siguió: -Seguro que también eres listo, y educado. Entonces pasaría el tiempo, yo acabaría mis estudios y entraría en la firma de mi padre, querría tener familia y tú, ¿qué serías? Un cuarentón sin futuro. Aun así, y contra el consejo de mi familia, podríamos casarnos; todavía quizá sintiéramos cosas el uno por el otro. Y yo progresaría. Tendría uno o dos hijos antes de que fuera demasiado evidente que mi marido pertenecía a otro mundo: un casi cincuentón iluso, sin ingresos, rodeado de adolescentes que admiran a su profesor, novelista inédito, quien tal vez, solo tal vez, quisiera enjugar con ellas, con su sexo admirado, la frustración de tener una esposa con éxito, muchos años más joven (pero no tanto como ellas), de buena familia, que todavía está buena pero a la que no desea porque ha terminado o terminará juzgándole y eso se la baja a cualquiera. Aun así tal vez aún estuviéramos tontos el uno por el otro. Y eso sería lo peor. Porque no quiero eso. No quiero que mi pareja se sienta un mantenido, le acabe gustando o no, ni que viva en una esfera tan diferente de la mía, aunque eso ahora me haga gracia, y aunque ni siquiera me disgustase entonces. No quiero eso, entérate. Para mí, la manera como vivo ahora es solo un juego, para ti es la única vida posible. Ni quiero repetir lo de hoy unas cuantas veces. Ni que nos hagamos amigos con derechos. Ya tengo ese tipo de amigos. Y no estás entre ellos. Hazte un favor: déjame pasar ahora mismo y no lo hagas desagradable. Sé lo que me digo.
Y más que dejarla pasar, no hizo nada para impedir que pasara a su lado rozándole en hombro. Descendía la calle oscura; y desapareció como un anillo de oro en un pozo de piedra.
“¡Esta vida que llevo es una elección! ¡Puedo llevar otra vida! En serio. Puedo hacerlo por ti. Déjame demostrártelo”, creyó que estaba diciendo, pero solo lo estaba pensando. “Puedo hablar con mi padre”, se oyó pensando, y vio cómo un último rayo de Lucía se disolvió entre traseras de vehículos aparcados en la acera, hacia la parte baja de la calle de la Perdiz, cerca de la plazoleta de Ubide.
De la esquina por la que desapareció su figura surgió la imagen del último recuerdo feliz que tenía de su padre. Vio su cara, sin bolsas en los ojos, con la barba azuleando con descuido en uno de los raros periodos de indolencia que le recordaba. Estaba dando vueltas a unas chuletas en una barbacoa campestre, mirándolo desde la altura y diciendo: “¿Y tú, Álex, cómo quieres la carne?” como si aquel ofrecimiento se prolongase por encima de los destrozos que el tiempo y los hechos habían producido entre ellos. Si era capaz de recuperar aquella actitud, podría apelar a su padre para elegir de nuevo, podía llevar otra vida con solo hacerle una visita, una vida que ella aceptara.
De pronto se dio cuenta de que la había perdido de vista y de que tenía que hablar con ella, tenía que contarle qué iba a hacer.
Fue corriendo hasta la esquina, pero al doblarla, ya no quedaba nada. Oyó entonces pasos y voces alegres en la acera oscura por delante de él, pero no veía un alma. Tenía que ganar tiempo. Tal vez acortar por el descampado. Avanzó lo más rápido que pudo entre cascotes de una demolición y bajó por un solar donde estuvo el mercado de la Cuesta de los gatos. Tropezaba con cascotes que no veía, escuchaba, o recordaba, voces de vendedores. Salió a otro callejón y su oído recuperó entonces los flecos de una conversación animada que se mantuviese unos pasos por delante de él, pero allí solo había un muro. Buscó otra bocacalle para acceder a la otra parte, tras aquella pared, donde aún creía oír las voces y las risas, pero al llegar, no había nadie, únicamente ese largo tabique ciego.
Continuó bajando o subiendo cuestas y repechos empedrados en plena noche. Nunca había visto aquella zona de copas tan solitaria, tan vacía. Tenía que ver a Luz. Tenía que verla enseguida para contarle que por la mañana se arreglaría un poco y se desplazaría hasta las oficinas de su padre, un edificio noble, de techos altos, cerca de un ministerio, delante de un museo del siglo XVIII y a dos pasos de un diminuto parque cerrado y con estatua, y allí todo iría a las mil maravillas. Llegaría, iba pensando que iba a decirle, a un lugar silencioso y limpio; caldeado en invierno y fresco en verano; un lugar donde no había ido nunca. Antes de acceder a su padre sería escrutado con prevención y desconfianza, pero con la más amable sonrisa; más abierta y dulzona, más servil a medida que pasaba controles y se acercaba al nido del poder. Y por fin la antesala con su vieja vestal. Ha de esperar, le diría, le dice, solo unos minutos, su padre está con una visita pero ya sabe que está aquí, si hubiese llamado antes, le habría estado esperando, pero no tardará, ¿ha desayunado?, ¿desea algo más? Y aquella refinada, maternal y dura secretaria personal lo dejará sentado frente a ella, con cinco periódicos del día al alcance de la mano, y agua, y caramelos, y una ventana desde la que se ven, allá abajo, los techos de Madrid, organizados en hileras, bajo un cielo azul claro pero ligeramente cubierto que da al espacio una sensación de corredor, de terreno acotado, limitado.
Álex no sabe por qué ha cundido tanto el arquetipo de la secretaria joven y maciza a la que, como testimonio del triunfo incontestable, se tira el ganador (le comentará entre risas a Luz cuando la vea, pero continúa bajando calles cada vez más oscuras, siguiendo pasos de gentes que ya no están donde sus gritos divertidos persisten o han sonado un segundo antes, sin dar con ella). Quizá se diese el caso, y hasta mucho, y quizá alguna de esas cortesanas particulares fuese también eficaz como secretaria, y que la facultad carnicera de sus garras fuese de la misma calidad y dureza que los colmillos de su jefe, su ojo igual de cruel, su corazón igual de frío; pero aquella secretaria no habría sido elegida por eso. O tal vez sí, tal vez hubiera sido ese modelo disponible y rapaz en el pasado, y quizá a ella su padre hubiera sabido serle fiel, al menos laboralmente fiel, más que a su madre; pero no, probablemente no, porque él sabía que su padre se había desprendido de una mujer así solo por complacer a su por entonces esposa. Fue una historia fugaz, de la que mucho más tarde supo en casa. En cierta ocasión su madre había ido a su oficina (otra oficina más modesta, de cuando su padre no era todavía un tiburón gigante; un lugar que él conocía bien porque su padre le llevaba algunos sábados y domingos que trabajaba, para dejarlo pintando o jugando con plastilina o viendo la tele en una sala de espera a donde la secretaria de entonces, tan simpática, le traía a media mañana una mirinda y un bocadillo de bonito en escabeche con pimientos morrones); su madre se había presentado por sorpresa y había sido atendida por una jovencita desenvuelta, insultantemente bien formada y presumiblemente frívola que, tal vez solo por este hecho, se hizo de inmediato sospechosa a sus ojos. Sin indagar más, le pidió que la despidiese, y él, le constaba a Alejandro que con pena, lo hizo. Nunca se había parado a pensar que aquel episodio decía ya mucho de lo que fuera desde fechas tempranas el matrimonio de sus padres. De todos modos, aquel gesto fue inútil, pues lo que su padre necesitaba para abandonar a su mujer lo había por todas partes, y él lo había encontrado fuera de la oficina, en el mundo de los galeristas, los marchantes y las exposiciones de pintura.
Su padre, luego, después de consumada la traición, había tratado de hacerle a él cómplice, de refrendar o revalidar o normalizar su defección de la familia y la castidad introduciéndolo a él en su diseño del mundo posterior, tratando de acogerlo, de hacerle un huequecito en su vida con la marchante, pero ya era tarde para ellos, y Álex, además (le diría a Luz), adoraba a su madre. Lo había aprendido todo de ella. Lo bueno y lo malo.
Llega, tras sortear un socavón donde se alzaba, creía recordar, un puesto de periódicos, a la Plaza Quinta de Echave. En un banco desdibujado bajo el único farol, uno amarillo, tres chicos de color pardo, únicas presencias que ocupan la plaza, se inclinan sobre el regazo del que está sentado. Se acerca y mira sobre el hombro de uno. El sentado, cuya carne parece verde, tiene los pantalones bajados hasta las rodillas y se pincha con una jeringuilla en la parte interna del muslo, cerca de la ingle. “Busco…”. No le dejan terminar, le señalan un callejón con la cabeza.
Ya desde el callejón se vuelve porque no ve nada desde allí, pero se han marchado. No queda ni el banco, o no lo ve. Sin saber por qué, desciende unas escaleras oscuras que dan a un puente, pero por delante no hay nadie. Oye música, y ruido de vasos rotos, pero no descubre su origen. Baja más escalones.
Entonces le daría audiencia el gran hombre. Del despacho no habría visto salir a nadie pero la secretaria lo haría pasar. Y con una sonrisa cerraría tras él. El despacho no sería tal. Se trataría de una gran sala longitudinal con un primer espacio provisto de sillones bajos y mesita central, y un segundo ámbito, al fondo, en torno a una gran mesa rodeada de sillas. Sin más muebles. Unas pocas plantas muy cuidadas. Nada de agobios de espacio. Cómodo desahogo. Con dos lados de ventanales (fondo y derecha) abiertos al luminoso azul. Frente a los cristales, en el silencio exterior, el aire se ve surcado de pronto por vuelos sostenidos de gaviotas.
No habría nadie sentado ante el escritorio. Y entonces, a su izquierda se abriría una puerta y entraría su padre. De su misma estatura, enjuto, de pómulos marcados y entradas en la frente, no disimuladas. Traje sobrio y sonrisa tímida. Le pondría la mano derecha en el hombro. Algunas frases de reconocimiento, gratitudes, asombros corteses, remembranzas ajustadas a la prudencia que exigía la situación de un hijo casi abandonado y un padre casi repudiado, con el fantasma intocable de la esposa y madre traicionada por medio. No, no quiere nada; ya le ha ofrecido la secretaria. Se sientan en los sillones impecables de cuero negro, próximos el uno al otro, en un ángulo de noventa grados, con una proxémica de colaboración pero distancia, soberanía que se aviene a la diplomacia, dos dignatarios en conversación informal. Creía que sus zapatos estaban limpios hasta que los ve al lado de los de su padre sobre la alfombra. Los escamotearía como pudiera. El gran hombre tiene una mirada certera y generosa, franca, solo mira a los ojos; acostumbrado a tratar con personas de toda condición, ha aprendido a centrar el interés en el eje de gravedad del interlocutor. Cierta resistencia, tal vez del orgullo, tal vez simplemente ante la novedad de la acción que va a emprender, retienen la lengua de Alejandro, pero su padre no se adelanta, no invade su territorio de decisión aunque pueda conjeturar qué trae allí a su hijo después de tantos años. Le ayuda, se interesa sinceramente por sus estudios, escucha con una curiosidad y un afecto que parecen auténticos acerca de su doctorado en Filología Hispánica, se congratula por su sin duda interesante, dice, diría, trabajo en la escuela de letras. Parece no importarle en el fondo a qué ha ido su hijo, con tal de que esté allí, y de que él lo pueda ver y tocar después de veinte años. Ha sido siempre puntual en su ayuda económica; a través de su madre le ha invitado a reuniones, a citas de conciliación, a comidas, y se ha ofrecido en numerosas ocasiones a ir abriéndole puertas con su dinero o sus contactos, pero él siempre ha declinado su apoyo. Su propia madre, agradeciendo sobriamente y aceptando el sacrificio filial, le ha invitado siempre, sin embargo, a mantener contacto con su padre, a dejarse ayudar. Sabe Alejandro que, superados el despecho, el odio, el desamor, la indiferencia e incluso el largo reproche de la soledad, su madre y el gran hombre han mantenido una relación a distancia, un contacto no beligerante y progresivamente menos agrio, más cordial, más humano, hasta, con el sosiego y el perdón de los años, de cuidado mutuo y atención a la salud y felicidad del otro, pero sobre todo con un contenido de preocupación por él, por el hijo, por su vida y destino. Su padre no le habla de ella para no enconar los viejos odios infantiles ahora que parece que una necesidad, o la madurez, les va a permitir conocerse. Le dejaría relajarse. Hablaría, piensa Alejandro, lo menos posible de sí mismo. Trae al tapete generalidades sin aristas para oírle y conocerle. Por fin.
- Bonito despacho-, diría al cabo Alejandro con una insolente mezcla de admiración y de sarcasmo, paseando la mirada por los ventanales, los muebles, la insólita amplitud. Su padre no le seguiría la mirada ni se lo tomaría en cuenta, comprendería y sonreiría con aparente humildad, con aparente gratitud, sabe ya por donde va a atajar para encontrarse con su hijo. No es la primera vez que alguien se descuelga con semejante comentario.
- Y sobre todo práctico. A veces vienen equipos de una docena de personas y hay que sentarlas en algún sitio que no termine pareciendo un sótano o una cueva al cabo de cuatro horas de reunión de trabajo. Además, la ostentación también tiene su utilidad. Puede hacerte la mitad del trabajo. A unos te los ganas mostrándote próximo y accesible a pesar de todo esto, a otros solo tienes que dejarlos cocerse cinco minutos en medio de este lujo, y cuando llegan a tus manos ya han decidido lo mejor para ti.
- ¿Y yo?
- Si quieres nos vamos a la calle. Esto es solo… trabajo, un escenario.
- ¿Estás diciendo que tu vida es teatro?
- Sí y no. Es… un rito. Una ritualización de las tensiones que generan los diferentes intereses. Como rito es falso, pero los intereses son verdaderos. A veces es un drama que trata de la propia supervivencia.
- El Capitalismo salvando a la Humanidad.
Su padre obviará el comentario. No iba a entrar en debates ideológicos con su hijo. Ya sabían dónde estaba cada uno. Eso no les serviría de gran cosa. No le contradice, pero aprovechará el argumento neonaturalista.
- De no existir todo este ceremonial, andaríamos a dentelladas; la gente se mataría por la calle.
- Y se mata.
- Sí, a veces ocurre-. La mirada de su padre se alejaría un segundo hacia el exterior. A pesar de la insonorización de la cristalera, se percibiría que fuera se habrían levantado violentas ráfagas de viento. Las rachas traerían detritos y desestabilizarían el vuelo de las gaviotas. Su padre, después de un momento de silencio, volvería a hablar:
- Sí, a veces hay víctimas. (…) Pero cuando se hacen mal las cosas.
- ¿Tú siempre las haces bien?
La frente de su padre parecía haber avanzado un centímetro convexo sobre las cejas. Los ojos pálidos, ahora bajo la sombra del arco óseo frontal, parecían disponer de su propia luz interior (¡Luz! ¿Dónde se escondía? Alejandro se cruzó con una pareja de jóvenes muy altos, con guardapolvos negros y pelo de punta. Ni siquiera lo miraron cuando quiso comenzar a preguntar si habían visto pasar a una chica rubia. Más adelante vio pasar lentamente un coche del SAMUR).
Fuera de los ventanales, una súbita acumulación de nubarrones habría invadido el cielo intensamente azul de Madrid y habría comenzado a instalarse como una nave extraterrestre o una gran pincelada gris sobre la urbe.
- ¿Tú siempre lo haces bien?, ¿eh?-, repetiría Álex a su consternado padre.
- Procuro.
- ¿Y cuando salen mal?
La penumbra se había extendido como una mancha que creciese a partir del techo del despacho, y algunas luces disimuladas en las esquinas se fueron encendiendo solas. Su padre parecería despertar de un ensueño, y que ese despertar no hubiera sido muy feliz.
- Cuando salen mal, juego de nuevo. La cuestión es aprender cada vez, tener buena disposición para intentarlo de nuevo y, claro, ganar más veces de las que pierdes.
- El capitalismo nos salvará de nosotros mismos-. Repetiría entonces cansina, innecesariamente Alejandro. Su padre, suspirando, aceptaría el tema con gesto aburrido de derrota. Parecería que en su fuero interno ya había decidido algo. - Son las reglas del juego. Las mejores. Todo el mundo puede probar.
- ¿Y los que no quieren? ¿Y los que no tienen condiciones? ¿Merecen ser explotados?
- Todos tienen su lugar, como en el Gran Teatro de Oklahoma.
A Alejandro le impresionaría la cita de Kafka. Era inexacta, pero aun así sería notable. Visualizó al escritor trabajando en el bar cerca de su casa y se preguntó que diría su padre si lo supiera.
Había llegado a un alto puente sobre la calle, quizá el Viaducto de la calle Bailén. Miró abajo y la vio, o creyó verla descendiendo unas escaleras. Cerca de ella, la acera queda iluminada por el resplandor que sale de los bares. Era muy tarde, incluso para trasnochadores. De súbito se preocupó por ella, por su seguridad. Fue hasta el extremo del puente y comenzó a bajar dando gritos, gritando el nombre de la chica, pero tanto los gritos como sus pisadas parecían ahogarse en el vacío, y ni siquiera resonaban o encontraban el eco.
En el ensueño seguía hablando desafiante con su padre.
- ¿Si yo fuera un representante de Jóvenes Agricultores me hablarías de cuotas y cultivos hidropónicos?
Su padre sonreiría.
- Probablemente.
- ¿Y a un hijo, de qué se le habla?
El cielo sobre Madrid estaría ya francamente oscuro. Su padre se removería inquieto, mirando al suelo, al ventanal, al techo. Se hundiría, un poco cadavérico y senil, en la piel negra del sofá. El traje se le arruga en los hombros y en la parte alta de la espalda, pareciendo aguzarle en pico las hombreras y levantarle un espinazo corvo y erizado de cuernos vertebrales.
- Según qué momento de la vida-, dice. Duda instante y continúa: -A un adolescente se le habla de exploración y confianza, de prudencia estratégica, de trabajo y pasión… A un muchacho de constancia, conocimiento, amor auténtico, límites y valor... A un joven (Se pondría trabajosamente en pie y se acercaría al cristal), a un joven de afianzamiento, autonomía, intereses, códigos sociales, corrientes imparables... A un hombre de verdades ocultas, de enemigos, de sacrificios, de pérdidas, de perdón y de muerte. Y a ti,… ¿de qué puedo hablar contigo?,… ¿de todo eso o de lo que te ha traído aquí hoy? Habla.
Mientras Alejandro duda, su padre tocaría algo en el marco de la enorme ventana y esta se desliza lateralmente como una puerta corredera, dejando entrar el aire extrañamente húmedo del cielo de Madrid. Aquel aire habría sido el vendaval que precede a los frentes nubosos, y ya solo ligeros dedos de brisa se quedarían a juguetear con las hojas verdes de las plantas y los papeles que habría sobre las mesas. Habría quedado abierto un hueco del tamaño de una puerta. Alejandro hablaría al fin.
- Necesito lo que tú tienes. Hay una persona en mi vida que lo respeta, y no puedo perderla. El éxito es su fetiche; como, si quieres, el mío es… el fracaso, o mi enfrentamiento contigo. Pero ella quiere un triunfador. Luego resulta que en realidad es un alma libre y hermosa, pero quiere eso que en su familia le han hecho desear, o creer que lo desea. Quiere a ese sujeto al que tú le habrías hablado de todo eso y que ahora siguiera tus pasos. Y yo quiero ser ese tipo para ella. Haremos teatro, ese teatro del que hablas, si tú quieres. Seré tu hijo…, como querías.
Se volvió a mirarlo desde el borde del ventanal abierto, el traje agitado ahora por fuertes vientos contrarios, revelando largas plumas grises bajo la americana o sombras de plumas, agitando los cabellos de su padre como hilos eléctricos. Permanecería sin responder en la cornisa. Por efecto quizá de la luz, su nariz parecería más aguzada y grande, su mentón más picudo, sus ojos más negros y brillantes. Detrás de él, la densa nube que cubre Madrid desde más allá de Moncloa hasta el aeropuerto ve iluminadas sus entrañas negras por relámpagos amarillos. Se gira del todo, y en su cara, Alejandro leería el desconcierto de la decepción. ¿Por qué decepción ahora?
- Todo esto-, graznaría entonces su padre con una voz oxidada y seca, señalando vagamente el despacho, el abierto espacio exterior, el mundo de los hombres, el universo ajeno a límites, -habría sido tuyo.
Y, descolgándose, desaparecería de la cornisa.
Alejandro se detuvo en la calle. Estaba sudando horriblemente. Aquella temperatura espantosa y el clima seco parecían no tolerar siquiera el alivio de la transpiración, pues enseguida se le secaba la piel. No recordaba cuándo había empezado a hacer tanto calor. Quizá cuando, en su ensueño, supo qué le iba a pasar a su padre. O quizá cuando se cruzó con la pareja de jóvenes muy altos, con guardapolvos negros y pelo de punta.
Había creído que ni siquiera lo habían mirado cuando quiso comenzar a preguntar si habían visto pasar a una chica rubia, pero no era cierto. Alejandro les interceptó, se les puso delante y les preguntó por ella, y lo miraron con tanta pena, sin detenerse, que quiso pensar que no lo habían visto, que se habían cruzado con él sin separarse y sin rozarlo. Antes de llegar a su altura, incluso, había oído que decían: “No se puede hacer nada más.” “Ha tomado su decisión”. Lo dijeron sin parecer abrir la boca, con la cara sumida en la penumbra. Luego se cruzaron con él.
Entonces vio la melena rubia por delante de él, a unos cincuenta metros. Lo único luminoso bajo los arcos del puente. Oyó un grito que decía el nombre de la chica y sus piernas se pusieron a correr. Buscó el grito y lo encontró en la pasarela del puente: un tipo con su aspecto cruzaba el puente gritando. Al reconocerlo, cayó al suelo.
No sabía, cuando se levantó, cuánto tiempo había pasado allí tirado. Notó mojado el costado, se llevó la mano y la levantó húmeda de algo denso y oscuro en la luz extraña, como de amanecer o anochecer, o de farol o luna, de la calle en descenso. Había caído en un charco de eso denso que estaba en el suelo antes de su venida. Se acordó de Luz y miró al frente. Ya no estaba, pero sabía por dónde continuar buscando.
Hacía tanto calor que la humedad pegajosa se le secó en seguida sin sentir.
Pensó: “¡Ya está bien!”, y al doblar una esquina vio a un niño sentado en la acera, bajo un farol, en el único charco de claridad de toda la calle. Tenía los pies en el asfalto, al lado de una alcantarilla. Cuando él se detuvo, el chico levantó la cara. Tenía rasgos orientales y barro seco por todo el cuerpo, incluida la cara. Al preguntarle por la chica, el niño señaló con el dedo una bocacalle con ruido remoto. Alejandro volvió la cabeza y se disponía a marchar cuando el chico habló.
- ¿Ha visto una pelota, señor?
Estaba todo oscuro salvo el ámbito inmediatamente bajo la luz amarillenta del farol. A esa luz, desde su altura, vio, a través de las rejas de la alcantarilla, una pelota roja en un saliente del pozo.
- Está ahí debajo-, dijo y señaló.
El chico no miró. Seguía observándolo a él, como si aquella no hubiera sido la respuesta que había estado esperando.
- Está ahí debajo. Levanta la tapa y la coges-, repitió. Pero el chico no hizo sino continuar mirándolo a los ojos. Tendría unos ocho años.
Alejandro se alejó pensando en que era o muy tarde, o demasiado pronto (parecía estar amaneciendo en algún lado, o agonizando el día), para el niño. No podría levantar la rejilla.
Y ya se iba a volver para levantar la tapa él mismo cuando la vio. Permanecía de pie a la puerta de un local sin portero, hurgando con la punta del zapato en algo que había en el suelo, a la tenue claridad fluorescente de una lamparita de umbral azul. En la distancia, vio cómo dos tipos altos, con gabardinas negras hasta el suelo, salían del local silencioso y se detenían a hablar con ella. Interpretó que trataban de convencerla para algo. Ella movía la cabeza. Resignados a su negativa, miraron hacia el lado por donde él se acercaba y tomaron el otro camino.
Cuando llegó a su altura, ya no estaba. Había bastado un parpadeo de la luz para dejar de verla. Solo estaba la puerta iluminada por la enseña del antro: una sola letra “D” fluorescente.
La puerta estaba cerrada. Probó, pero no se abría.
De la sombra del edificio frontero salió una figura gris manchada de azul. Álex no le dedicó una sola mirada hasta que el otro habló.
- Ayuda para una puesta de largo.
Estaba a un metro a su izquierda. Lo contempló con un vistazo oblicuo: ropa colgante, piel grasa, ojos hundidos. Y el tic ese de arrugar la nariz que le ayudó a reconocerlo.
- ¿Ino?
Se miraron sin emoción visible. De pronto, Alejandro tuvo un extraño déjà vu: se recordaba a sí mismo en esa misma situación, una noche parecida, la misma urgencia desesperada. ¿Por qué lo había olvidado? ¿Habría escrito una escena como aquella en alguna de sus novelas fallidas? Ino parecía ser asaltado por una sensación similar, o era mero espejo de su cara. Tenía hasta las mismas dudas que en aquella escena, como si aquel déjà vu incluyera la narración marco, o como si lo fuera de otro anterior en el cual, a su vez, recordando una ocasión previa, hubiera ensayado una ocurrencia, esa que ahora mismo iba a salir, ya salía, estaba saliendo de sus labios: “¿Me estabas esperando?”.
El aludido abrió un poco la boca y alzó los hombros, como en reconocimiento pesaroso pero inevitable y esperado, ridículo de puro evidente.
- Se equivoca caballero-, añadió a su mueca, sin apenas tono de mofa, -soy Buda.
- Todos lo somos.
- Yo más. ¿O acaso no ve el renunciamiento y el despego de todo lo visible?
- Más que verlo, lo huelo.
- Magne, semper tam iocosus. Semper primus in Academia.
- Dicebant te mori.
- Certiores sunt. Quid hic quaeris
[1]
- Un garito llamado Amalfi.
- Helo aquí. ¿Tú quieres entrar al Amalfi?
Álex hizo un gesto afirmativo.
- ¿Por qué?
- Busco a una chica que está dentro.
- ¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes?
- No lo sé. Antes me ha parecido verla aquí, donde estás tú ahora, pero me he despistado y ha desaparecido. Supongo que habrá entrado.
- Supones.
- Sí. Bueno, lo sé.
- ¿Lo conoces? ¿Has estado antes dentro?
- No sé. No. La vengo siguiendo. Lo del nombre me suena no sé de qué.
- Yo sí sé de qué. En fin: si quieres entraré contigo. Pero no me quedaré mucho tiempo. Ya estuve. Y seguí mi camino. Si no la encuentras dentro…
-…, tal vez sea ya tarde para mi. He de encontrarla.
El otro se aproximó al dintel y presionó un timbre. Al poco sonó una apertura eléctrica.
- ¿Qué club es este? ¿Un club secreto?
- Lo último-, contestó su amigo empujando la puerta. Ya dentro, avanzaron por una larga rampa de garaje singularmente silenciosa. Hizo frío de golpe. La iluminación eran tres bombillas de obra separadas entre sí por unos diez metros resbaladizos. Al fondo abrieron otra puerta. La traspusieron y descendieron unas escaleras de caracol con un único largo fluorescente de luz ultravioleta en el eje del vórtice. Ahora ya era audible una voz cavernosa haciendo modulaciones en torno a un ritmo de golpes muy graves y profundos. El frío había empezado a oler a metal.
La base de la escalera era estrecha, un cajón de hormigón con una escotilla. Atravesaron aquella escotilla como de cámara frigorífica y luego cuatro cortinas de matadero de gruesas tiras de silicona a través de las cuales la luz era fulgurante y antirítmica. En ese momento, la voz modulaba hasta la incomprensión un mensaje obsesivo: “SHOoooW MEeee THE WAaaaY. GIiiiVE MEeee PUuuuRITY”. Era un corredor en cuesta, bajo de techo, que se iba haciendo más y más ancho. En la pared de la derecha, una zona acotada ardía en llamas amarillas muy verticales que procedían de espitas de gas. Eran llamas finas, muy elegantes y largas, que iluminaban mediante un espejo colocado detrás la barra del otro lado del pasillo y no causaban ningún daño. Tampoco calentaban.
De súbito, un viento terrero y ascendente le hizo sentirse al borde de un precipicio. Aquel lugar era un juego de reflejos, un diseño para arrebatar los sentidos. Se detuvieron ante la multitud.
Atravesando el humo y un bosque de cuerpos contorsionados, tres jóvenes andróginos se acercaron hasta él y le hablaron al oído.
- Tenemos sed.
- Necesitamos agua.
- Agua.
Iba a contestar (aunque habría sido a nadie, pues se habían marchado nada más hacer su petición) cuando un acento conmovido atrajo su atención. La masa de gente levantaba los brazos y lanzaba, en un islote de silencio del ritmo, un mismo grito unánime: “¡LUCKY YOU, THAT GET EXPERIENCE OUT OF THIS!”. Entonces entró el ritmo y acompañó aquella salutación convirtiéndola en un mantra salvaje: “lÚcky yoÚ, that gÉt expÍrience Óut of thÍs…, lÚcky yoÚ, that gÉt expÍrience Óut of thÍs…”
Durante el grito repetido, de la densa piña humana que ocupaba la pista y saltaba, salió y se acercó a él otro grupo con los cuerpos pegados unos a los otros, besándose y mordiéndose. Uno de aquellos cuerpos se despego del abrazo general y se acercó a él muy despacio. Llevaba el pelo muy negro y lacio, las uñas demasiado largas, la punta de la lengua entre los labios muy rojos. Era una chica delgada que le pasó la mano por la nuca, le agachó la cabeza tirando con la mano y también le habló en el oído.
- Te han pedido agua. ¡Dásela!
- No tengo-, acertó a contestar. La chica le puso la mano en la cara (una mano helada) y le empujó la cabeza con desprecio antes de regresar al nudo de la carne sedienta.
- ¿Te diviertes?
Era Inocencio. Estaba tras él.
- Hago amigos muy rápido.
- Ya veo. Ven-, dijo, y lo condujo por un lateral hacia una saleta donde les dieron de beber, a precio de oro, unos tubos cuyo contenido azul contenía vodka y un excedente de líquido gaseoso (sin cubitos, se enteró, para evitar que los pastilleros fueran recolectando el agua del deshielo y propagando así sus aftas y sus herpes). En el borde del vaso les pusieron un pegotito de crema verde que sacaron de un envase como de pasta dentífrica.
- Primero saboreas la pasta y luego bebes. Muy rápido.
Así lo hizo, y una congestión instantánea se descargó de golpe en sus fosas nasales, dejándolo sin respiración, sumido en la angustia, con las lágrimas corriéndole por la cara y un agudo rejonazo justo entre los ojos. Tardó en poder articular palabra.
- ¿Qué coño era eso?
- Ni siquiera es droga. Solo tu penitencia. Ya has pagado los delitos de hoy. Has sufrido y llorado. Ya puedes hacer lo que quieras, con lo que te dé la gana, con quien te apetezca. Es… una costumbre de aquí. Ahora bien,-añadió su amigo Inocencio, la parte saliente de su cara enrojecida como una máscara reseca de terracota, marcada la mandíbula, la sien hundida, la mirada vacua de las momias: -Yo me voy. Dame lo mío.
- Solo quiero encontrarla.
El acento de Inocencio se hizo exigente. La máscara reseca, sin ojos, se acercó al cuello de Alejandro.
- Dámelo.
- ¿Qué?
- Dame la ayuda para mi puesta de largo.
Álex lo miró con extrañeza y asco. Movió la cabeza. El otro murmuró como para sí: “Ya no te espero más”, y le interpeló de nuevo con rudeza secreta y violenta.
- ¡Dame el dinero, me lo prometiste! Yo te ayudaba si me dabas dinero. ¡Dame mi dinero! – Afloró una mano abierta sarmentosa que, bajo la bombilla de la barra, parecía marcar cada hueso, cada vena, cada nervio de encarnado translúcido. Aquella cara se acercó hasta su cuello y añadió apresuradamente, envolviéndolo en su aliento fétido y echando miradas alrededor, como temiendo absurdamente que alguien los oyera en medio del estrépito rítmico:
-Y escucha, no tienes nada que hacer con esa chica, olvídate, sé lo que digo. Aunque te metieras debajo de su piel, sería inútil… Dámelo, ¡venga!- urgió.
- ¿Qué quieres decir?
Una sombra oscura, sin duda un conocido también consumidor, quizá la razón por la que Inocencio había mostrado reticencias a entrar allí, se abrazó a Inocencio y comenzó a arrastrarlo. Este hizo un leve esfuerzo por soltarse de aquella opresión.
Tratando de zafarse y de ganar algo de tiempo, se agarró al brazo de Alejandro con más crispación que fuerza y le preguntó con ansiedad, y con la voz ya rota por completo: “¿Cómo se llama?”
- Lucía.
- Lucía… Luz… ¡Busca arriba!, -pudo decir aún, antes de ser arrebatado.
Alejandro se quedó mirando cómo el par de espectros se fundía en la penumbra y desaparecía por completo. Luego salió a la sala grande, donde el sonido marcaba las contorsiones estroboscópicas de los cuerpos semidesnudos, y buscó escalones o escalinatas. Tras la cabina del pincha notó que el firme subía, e inició una cuesta iluminada con líneas discontinuas de luz que recorrían el suelo en sentido ascendente. A mitad de camino había cierto silencio estremecido por el frío; y un rumor de oleaje o de tormenta nocturna. Este pasaje desembocaba, unos metros más allá, en otra pista en que también atronaba la música.
Se acodó a una barra con botellas y espejo, y trató de descubrir el rostro de ella, su pelo entre rubio y castaño que le tapaba el ojo, su nariz, su mentón entre el mar de mentones. Alguien, otra cara, enfrentaba su mirada insistentemente, unas facciones que reconocía vagamente.
Una mujer que no volvería a cumplir treinta años se aproximó y se plantó ante él sonriendo, cimbreando su cuerpo rotundo embutido en un vestido azul y ceñido lleno de plumas y de brillos. Su maquillaje era claro salvo una aureola cobalto que hacía hondo el contorno de los ojos. El pelo, casi blanco, caía en bucles rotos hasta la mitad de la espalda y de los senos, asomados casi por completo al balcón suicida y franco del escote; los hombros pujaban, exhibicionistas y claros, por mostrar hasta la mínima intimidad orográfica del mapa de su erotismo y su ansiedad.
_ ¿Quién te manda, Jandrito?-, dijo ella con su característica voz nasal, y se rió sonoramente.
Nadie le llamaba así desde la infancia.
- ¿Ángela?
- ¿Te manda tu padre?... Quiere que vuelva. Quiere que vuelva. ¿A que sí? -Un rayo de esperanza loca iluminó la sonrisa blanca y emocionó su acento.
- No. No es eso. Busco a alguien, a una chica.
La sonrisa de ilusión se le quedó petrificada, y allí permaneció colgada como una vela encendida que aguarda en la ventana a un marinero muerto bajo el mar.
- Puedo conseguir todo lo que quieras.
- Se llama Luz, y es rubia.
- La dulce fruta…
- Perdona, voy a buscarla. Adiós.
- ¡Espera! Te ayudaré. ¿Tienes sed?
- (…)
- Sé dónde hay agua. Nadie tiene agua aquí dentro, salvo los camareros, y la cobran como si fuera del Jordán. Pero yo sé dónde hay agua. Coge un vaso vacío. Ese. Ven. Cógelo. Ven. Después te llevaré con ella. Coge el vaso y ven.
Finalmente le agarró de la mano y le condujo, pegados a la pared, hasta una escalinata de piedra que descendía hacia luces rojas y un olor hediondo de cloacas. Al atravesar la puerta del aseo de mujeres, el hedor se hacía insoportable.
- Cortan el agua hasta de los retretes, para que los pastilleros consuman de botella.
Pasaron ante las puertas de las cabinas, en su mayor parte tronchadas a golpes. Tras una puerta que colgaba precariamente de la bisagra inferior, una chica, en cuclillas sobre el borde de la taza, se esforzaba por defecar. Mientras lo hacía, hablaba con sus amigos, una pareja que se frotaba en la otra cabina. Ángela lo llevó a la última, igual de fétida que las demás pero aún más sucia, y cerró la puerta, milagrosamente intacta. Le pidió que la bloqueara mientras ella manipulaba una portezuela que había empotrada en la pared. Lo hacía con un destornillador que sacó de alguna parte. La abrió y se apartó. Allí se mostraba, dentro del nicho o arqueta, una gruesa tubería que salía del muro, hacía un codo y volvía a hundirse en la pared; un sólido candado inutilizaba la llave de paso, en posición cerrada. Le pidió el vaso y lo colocó bajo una junta. Después, haciendo palanca con el destornillador logró mover un milímetro la llave y una gota anaranjada comenzó a caer en el vaso. Se quedaron mirándolo. Alguien intentó abrir la puerta, que chocó contra la espalda de Alejandro. El vaso se iba llenando mientras ella le miraba y hablaba.
- ¿Te han atendido bien cuando has ido a verle?
- ¿(…)?
- Yo le amaba, ¿sabes?, pero nunca le habría pedido que dejase a tu madre. Ni siquiera él lo sabía. Le veía esforzarse tanto… Pero no le toqué-, dijo, entrando sin embargo en contacto con el abdomen de Alejandro -; si él me hubiera requerido, habría hecho de mí lo que hubiera querido, pero no hubo nada, ¿entiendes?
Su cuerpo, bajo el ceñido vestido de cadera y plumón, transmitía una tibieza agradablemente cálida en aquel aire frío de subterráneo, rodeados de toda aquella pudrición de residuos. Álex ciñó su cintura y la abrazó. Ella se dejó abrazar sorprendida pero no molesta, sin participar, sin dejar tampoco de hablar.
- …y cuando sin razón me echó, creo que me volví loca, que hice por quitarme la vida; ya… no lo recuerdo. Espera,- dijo, lo separó de sí y se volvió al vaso, que había seguido llenándose y ya rebosaba. Ella comenzó a beberse el agua turbia anaranjada. A él le producía una infinita aprensión aquel brebaje sucio. Entonces, con total naturalidad, ella se lo ofreció.
Hasta ese momento, Alejandro no había tenido sed, o la había olvidado, pero se despertó de pronto en su garganta seca un ansia desconocida y desértica. Como si no hubiera ingerido líquido durante semanas.
- Quita mejor la sed que la de botella-, decía la mujer patéticamente.
Finalmente, él tomó el vaso e ingurgitó con ruido hasta la última gota; después lo dejó de nuevo bajo la junta del caño. Luego la abrazó otra vez (a ella aquel abrazo parecía producirle cierto asombro cómico e indiferente, como si perteneciese al guión de una película que no había llegado a realizarse o a una secuencia de hechos diferente y ajena), y la besó en el cuello perfumado.
Ella seguía hablando y Álex, sin encontrar colaboración, pero tampoco resistencia, fue asaltando aquel cuerpo singularmente caliente y prodigiosamente conservado, pues… no hizo cálculos, pero tenía el mismo aspecto que hacía treinta años.
- … y luego vino tu madre… ¡qué guapa!... y algo le tuvo que decir porque al día siguiente… espera, que yo me las quito… ¿te gusta así?... no te preocupes, deja la puerta, no vendrá nadie que no tenga que venir… y ya no pude seguir, ¿entiendes?, así que me tomé algo o me tiré desde el balcón o cosa así… ¡qué raro que no me acuerde!... ¡yo, que me acuerdo de todo!... ¡por eso soy secretaria, verdad?… como cuando viniste la otra vez buscando a esa niña… Lucía… que estuvimos aquí mismo…
- ¿Qué dices?
Azorada, trató de distraerlo. Álex hizo un amago de retroceder.
- ¿Quieres beber?...no, no te salgas, sigue, yo te alcanzo el vaso…
Tomó de su mano el vaso, que no había acabado de llenarse, con angustiosa celeridad deshidratada, como si no lo hubiera vaciado minutos antes, y sin dudas ni escrúpulo esta vez se lo llevó compulsivamente a la boca. Cuando, incrédulo, insatisfecho, acabó de beberse el contenido, acercó el recipiente de cristal a los ojos para ver el residuo de virutas amarronadas que se posaba sobre el fondo, y a través del prisma de cristal vio la cabeza de la mujer agitada por sus envites pélvicos, y en el reflejo biconvexo del vaso el rostro entristecido de Lucía, que lo observaba a través del hueco de la puerta a sus espaldas. Se apartó de golpe, abrió trabajosamente la puerta, salió fuera y miró por todos lados, pero no había nadie.
De súbito le asaltó un dolor de cabeza. La mujer no le preguntó nada. Salió tras él y, llevándolo de la mano como a un niño, lo sacó de aquel sótano escaleras arriba. En la puerta le soltó la mano y lo miró con ternura a los ojos.
- Todavía no has comprendido, ¿verdad?
Alejandro miraba sombras que pasaban, que se movían cansinamente en la pista de baile, que hablaban o reían apoyadas contra algún rincón, y prestaba poca atención a las palabras de la mujer.
- Comprender, sí. Tengo que comprender. ¿Comprender qué?
- Ya puedes hacer lo que quieras.
- Ya me lo han dicho.
- Pero dile… que no podrás, pero dile… que no me despida. Y dile a ella…
No le dejaron acabar la frase. Una figura amigable, tal vez incluso maternal, indudablemente femenina, la tomó por los hombros y se la llevó piadosa por una zona oscura mientras ella daba explicaciones que no le pedían y hundía la cabeza aflictiva entre los hombros derrotados.
El dolor de cabeza se hizo más intenso, y esta vez venía acompañado de mareos. “¿Qué me has dado?”, pensó. Y entonces vio a Lucía tras el gentío que saltaba en la pista. Tenía sonrisa de pena y escuchaba, no sin paciencia y compasión, todo cuanto la loca con vestido de plumas, el ángel rubio y disponible, vertía con énfasis gestual y patético en su oído atento. ¿Había sido ella misma la que había apartado a Ángela de su lado? “No la escuches, no la oigas”, pensó o dijo o pensó que dijo. Luego sus piernas comenzaron a moverse hacia el otro lado. Braceaba entre cuerpos que se le echaban encima como olas de un mar furioso y convulso. En mitad de la sala el sonido era la reiteración de un grito y un ritmo lleno de voces como murmullos y contorsiones que terminaron arrojándolo al otro lado. Pero ya no estaban. De pronto le tocaban el hombro y era Ángela, que lo miraba con una sonrisa sorprendida, tensa hacia las orejas, los ojos muy abiertos.
- ¿Quién te manda Jandrito?
- ¿Dónde está?
La misma sonrisa congelada, una mirada lateral, un leve fruncimiento de cejas.
- ¡Soy Ángela! ¿Te manda tu padre?
Alejandro sintió que el dolor emergía de nuevo y desde las sienes le invadía todo el cuerpo hasta producirle una forma de punzante desmayo que no conocía.
- Lucía-, dijo con dificultad-. Has estado hablando con Lucía. Necesito hablar con ella. ¿Dónde está? ¿Qué le has dicho?
- Tienes sed. Aquí cierran el agua. Pero yo sé dónde hay.
- No, no tengo sed. No quiero más agua. Quiero que me lleves con Lucía.
Se llevó la mano a las sienes y ella pareció preocuparse un poco. Le prometió llevarle con ella y le pidió que aguardase allí.
Al poco regresó con un vaso lleno del agua naranja y en compañía de una joven mona, indiferente, igual a cualquier otra. No se la presentó, le puso en una mano el vaso y en la otra la mano fría de la muchacha, cuya mirada parecía no verle cuando se topaba con él, más atenta a moverse ligeramente al compás de la música, a buscar con los ojos entre la gente, a recomponerse los tirantes de la camiseta. No tenía sed, pero cuando tuvo el agua naranja pesándole en la mano sintió la necesidad de trasegarla inmediatamente, como si un potente reflejo condicionado e instantáneo le obligase a ello desde una zona inconsciente y profunda de su interior. Al hacerlo sintió a la vez alivio y que se había equivocado, pues, nacido y anidado en la misma raíz que la neuralgia, apareció otra molestia, un sordo dolor gástrico. Entonces Ángela desapareció y su clon más joven comenzó a andar tirando de su mano. No reconocía las salas, los pasillos, las puertas por las que atravesaba. Finalmente bajaron una escalera muy pina y, empujando una puerta de emergencia, salieron a la calle. El calor era sofocante. Ni siquiera la madrugada, que se anunciaba vagamente entre los edificios iluminados por la tímida claridad de un alba apenas concebido, mitigaba la intensidad del fuego seco que arrasaba la superficie del asfalto. Caminaron de la mano por la acera desierta hasta una puerta disimulada con una letra luminosa y azul que no le dio tiempo a observar con detenimiento, pero que le pareció la misma “D”. Si no fuera absurdo, y en el fondo no tuviera la menor importancia, habría dicho que era la misma puerta.
Pero luego el interior cambiaba, aunque era igual el frío. No cruzaron las puertas de silicona colgante, no pasaron ante las espitas ardiendo con llama vertical amarilla, sino que ingresaron a un patio cerrado poligonal levantado en torno a una fuente de piedra, una especie de cáliz bautismal en cuyo centro daba vueltas una bola brillante. De los balcones simulados pendían plantas colgantes que no estaba muy claro, tal era su verde perfección babilónica, si eran reales o de plástico. Se cerraba en una cúpula de arquería. Parecía el zaguán de un bingo chino, si es que eso existía. Allí aguardaron de la mano un momento indiferente, mudo, sin miradas, hasta que por una puerta salieron otras tres jóvenes iguales pero distintas de la primera. Entonces, sin hablar entre ellas, se llevó a cabo la ceremonia de los besos. La que le acompañaba fue besándolas en las mejillas y presentándoselas una por una. Ellas lo besaban en las mejillas, y tal era el aturdimiento de besos y mejillas y nombres, todo entorpecido por el dolor que seguía sufriendo, que pensaba que todas tenían a la vez el mismo y distinto nombre, y hasta creyó ver que dos de las recién llegadas se besaban entre si como si se acabaran de encontrar. Por fin se decidieron a moverse, y cruzaron una puerta que desembocaba en un pasillo alfombrado y largo que rendía en otra puerta negra. Entraron en un local en penumbra, un gran anfiteatro chato, diáfano, con luces verticales escasas, blancas o amarillas, inundado por una música insinuante, tristemente melódica, que se enredaba entre las piernas, subía las gradas enmoquetadas y se depositaba mansa, marina o pájaro, junto a las butacas planas donde se instalaba la gente a reír con mansedumbre, a tocarse, a beber y fumar. Un tipo delgado con la barba muy negra se quitaba la camisa y dejaba al aire su esqueleto vacío. En la parte baja del hemiciclo había una pista de baile sobre la cual se contorsionaba lentamente una treintena de personas. Recordaban a los peces tropicales, bellísimos, de un acuario atestado. Las cuatro chicas que lo conducían comenzaron a bajar las gradas, ya bailando, y a dirigirse a la pista. A mitad de trayecto, una de ellas lo dejó sentado en una de aquellas butacas. A su lado estaba Lucía.
- ¿Qué te pasa?-, le preguntó entonces ella, mirándolo a la cara. Desde hacía unos minutos, a la jaqueca se había unido un fuerte dolor gástrico, sin duda relacionado con el agua naranja que le había dado a beber Ángela en los retretes. Pero lo que menos deseaba era sacar a colación ese nombre después de haber visto o creído ver la conversación entre aquella y Lucía. Mas ni siquiera tuvo tiempo de contestar, ya que ella formuló otra pregunta, esta vez con una seriedad triste.
- ¿Por qué te empeñas? Tuvimos un encuentro bonito. Eso fue todo.
- Mira, Lucía…
- Luz-, le interrumpió. – Aquí dentro soy Luz. ¿Todavía no te has dado cuenta?
Y en verdad su rostro pálido parecía colectar la poca luminosidad ambiental y concentrarla en sus pómulos y barbilla muy pálidos, en el brillo de los labios pintados y los ojos, en el aura del pelo.
- Este lugar es alucinante, - se dejó decir él, y un retortijón agudo le arañó un lugar inconcreto del tracto digestivo. Sin duda frunció la cara en gesto de dolor, porque sin decirle nada, Lucía, Luz, buscó en su bolso y extrajo un grueso comprimido blanco de un blister de plástico transparente.
- Tómate esto,- dijo, acercándole también un vaso con líquido marrón que había sobre la mesa. Y añadió: - Puedes hacer lo que quieras, este es un lugar de libertad, pero sería mejor que te fueras cuando se te quitara el dolor.
Alejandro dejó la pastilla sobre la mesa y movió un poco la mano que busca las palabras hasta que encontró algo que poner delante de ella.
- Yo quiero estar contigo. He venido para decirte que cumpliré tus requisitos. Esta vida también será una aventura para mí. No te he hablado de mi padre; él siempre ha querido ayudarme; en un mes dejaré de ser esa persona junto a la que no quieres madurar y comenzaré a ser el otro, el que quieres en tu futuro. Mi compromiso con esta forma de vida no es permanente; estamos en el mismo caso. Si me das una oportunidad, lo sabrás. Mi padre tiene sus oficinas en el palomar empresarial más elevado de Madrid, se codea con los dioses, y por mis venas corre el mismo pedigrí, soy un pura sangre. ¿Qué me dices? Tú…
- Yo no veo mal tu forma de vida. Me has interesado dentro de ella. Fuera no sé qué decirte-, dijo, e hizo ademán de levantarse.
- He venido aquí por ti, y ¿me vas a dejar solo?
Ella sonrió, dijo: “Sé feliz y libre”, y se dirigió a la pista.
¿Qué coño significaba eso de feliz y libre? Ya estaba un poco harto de que le dijeran que podía hacer lo que quisiera. Ya lo sabía. Quería estar con ella. Se levantó, trató de correr tras ella; pero tropezó enseguida y rodó por el suelo. Un chispazo en la nuca encendió de nuevo el dolor, y con él ardiendo en la coronilla y el vientre se incorporó hasta quedar sentado. Ya no veía a Luz. Tardó en recuperar la verticalidad sin ayuda de nadie.
Cuando regresaba a la mesa para tomar el analgésico, vio cruzar por detrás de la última fila de butacas un perfil que le resultaba familiar. Siguió la espalda del joven, que parecía estar buscando a alguien, hasta que bajó unas escaleras. En el último momento, el chico se volvió ligeramente y le vio la cara. El reconocimiento fue instantáneo y brutal.
Sin llegar a la mesa salió como pudo entre respaldos y cuerpos derramados al pasillo central y descendió las escaleras que había bajado el otro. Allí había un largo pasillo oscuro y ciego y dos puertas: una bajo un letrero que decía ALMACÉN, cerrada con llave, y un cuarto de baño fétido y, como comprobó, vacío. Tomó pasillo adelante aunque no parecía conducir a ningún lugar.
El corredor consumió pronto la poca luz blanca que le llegaba desde atrás, desde el rebrillo baboso de los baldosines del water. Sus pasos comenzaron a sonar opacos en la tiniebla. Junto al olor a tierra vino entonces una humedad muy fría y el aire pareció llenarse de partículas, de profundidad lóbrega y sonidos remotos, reverberaciones de golpes y arañazos desde una profundidad de terciopelo, como si hubiera llegado a una caverna, tal vez una mina, por cuyo piso de tierra se moviesen murmullos, y como si esos murmullos reptasen en su dirección a flor de roca. El murmullo duró un instante; luego se detuvo. Después fue distinguiendo el eco de unos pies arrastrándose lentamente hacia él y vio, acercándose, un resplandor que se balanceaba como un farolillo de leproso. Alejandro se detuvo y aguardó. Quizá aquel que se movía en las sombras pudiera ayudarle a encontrar lo que buscaba. El hombre, o lo que fuera, llegó encapuchado, lleno de colgajos entre los pliegues del anorak impermeable, inclinado hacia el piso, que a la luz de la linterna sorda se veía cubierto de tierra y grandes losas. La sombra carraspeó antes de hablar.
- ¿Qué busca?
- Verá…
- ¿No les he dicho que me esperasen arriba?-, dijo, y levantó la cara barbuda y tiznada de negro y humedad. Lo miró con suspicacia y reanudó la marcha hacia arriba.
- Le he dicho a su socio que esto es peligroso. Tienen ustedes que poner una reja o algo ahí arriba. El pasadizo es de la guerra, o de antes, de los moros. La cueva es natural, hecha por el agua subterránea en la caliza. ¡En Madrid hay mucha agua! Pero no vale para guardar armas, ni comida, ni munición, ni se puede rellenar ni taponar; todo se lo lleva el agua, todo se oxida, se pudre o se estropea. Como mucho de refugio, y no por mucho tiempo.
Llegaron a la puerta del almacén y el hombre lo abrió con una llave que llevaba colgando. Una bocanada de aire putrefacto salió del oscuro interior.
- ¿No había nadie con usted?
El hombre se volvió y lo miró desde debajo de la capucha tiznada y húmeda por segunda y última vez.
- ¿Quién va a querer… bajar conmigo?... Allí abajo no hay nada vivo. Nada puede vivir. Márchese. No baje más.
Alejandro le hizo caso, pero había visto al otro bajar, y se volvió a mitad de la escalera. Vio como el sujeto aquel se echaba un bulto informe al hombro, cerraba la puerta con llave e iniciaba de nuevo el descenso hacia lo profundo de la cueva. Cuando estaba ya lejos, repitió como para sí, o consciente de algún modo de que alguien lo miraba: “No baje más. Ya se lo dije la otra vez”.
Alejandro terminó de subir y trató de regresar al sitio que habían ocupado, pero había otra gente. Ya no estaba la pastilla sobre la mesa ni el vaso de líquido marrón, y el dolor se había transformado en una presión continua justo en el centro de la cabeza y en mitad del pecho. Debía encontrar de nuevo a Lucía, a Luz.
Bajó con prudencia a la pista, pero allí no estaba. Reconoció a las cuatro chicas que lo habían conducido hasta ella. Sin razón alguna, le sonreían. Se acercó a ellas y le abrieron un espacio en la pista. Lo rodeaban con sus brazos de anémona pero él solo quería saber dónde estaba Lucía, o Luz, como parecía que le gustaba ser llamada. Les preguntó, pero las chicas movían negativamente la cabeza y seguían agitando los brazos y las caderas como posidonias.
- Es que me dio una pastilla, y no me la he podido tomar porque…
No le dejaron terminar. Una de ellas sacó otra pastilla directamente del bolsillo y se la metió en la boca. Otra acercó a sus labios una bebida. Bebió y tragó. Pero seguía allí, entre algas gigantes. Como no entraba dentro de lo posible que se pusiera a bailar, le preguntó a una de ellas dónde conducía aquella escalera: había visto desaparecer por ella a un conocido, explicó, y luego había bajado pero no lo encontraba, lo había perdido, había desaparecido. La chica lo escuchó con una inmaculada sonrisa de indiferencia. Luego lo cogió de la mano y lo sacó de la pista. El círculo de posidonias volvió a cerrarse hermético y amable.
Lo condujo a la escalera y descendió precediéndole. Entre el almacén y los baños abandonados, se veía otra puerta. Una puerta que él no había visto antes. La chica tocó en un lugar del marco y se abrió. Antes de traspasar el umbral, Alejandro miró de reojo hacia el corredor y creyó distinguir, a unos treinta metros, ya en plena profundidad, el boceto gris de una reja cerrada. Entraron en un espacio tranquilo, fresco, con luz negra y amplias butacas biplaza con forma de hematíes. La música era lo que pudieran escuchar los cachalotes: ecos, zumbidos leves, repeticiones, llamadas… Se tumbó en el fondo del cojín, con la chica acurrucada sobre él, y, sin darse cuenta ni pensar en oponerse a que ocurriera, se quedó profundamente dormido unos segundos, o varios minutos. Tuvieron que ser minutos, porque al despertar recordaba haberse tragado una bebida ligera que les había traído un camarero, recordaba tiburones, recordaba la sonrisa de la chica planeando por encima y por debajo de su cara, recordaba incluso haber pagado.
Ante ellos se desplegaba una pantalla gigante totalmente azul. Era el mar, EL MAR, el maaaar. Recordaba haberlo dicho: “el maaaaar” y haberse reído. Del fondo de aquella oscuridad fue surgiendo entonces la figura interminable de una ballena. Un friso publicitario en movimiento mostraba marcas comerciales al pie de la imagen: eran los patrocinadores que habían hecho posible que aquella ballena llegara hasta ellos. Alejandro estaba cómodo, estaba alegre, estaba agradecido y tenía calor. La visión del largo costado de la ballena, el tacto joven de aquella chica, el palpo no reprimido de su espalda, el peso de su pecho en el suyo, de su cabeza moviéndose en el hombro, buscando nido, la caricia fresca de su pelo en la cara, todo era maravilloso. Un nuevo ser de luz emergía dentro de él. “¡Ese era su secreto! ¡Por eso me atraía! ¡Esto es lo que Lucía , Luz, me mostró antes!” le dijo o creyó decirle a la chica en un murmullo; ahora creía comprender. Después le levantó la cara y la besó, pensando: “Esto es el puente definitivo, la unidad cordial”, y luego, mientras la olfateaba, la besaba y la lamía sintiendo cada papila gustativa inundada por el mensaje químico que salía de cada poro de la sana y aromática piel, recordó como en fulguraciones todo lo importante que había hecho o pensado o visto a lo largo su vida, y entonces apareció el contenido de aquella iluminación nocturna que le reveló la naturaleza de la Generación X, que por fin, allí tumbado, inundado de sensaciones y generosidad, entendía. Tomó aliento despegando la boca de la de la chica. Una gigantesca cabeza de tortuga lo miraba ahora: “Hola, tortuga”. Al inclinarse de nuevo y buscar la lengua de la muchacha, estaba preparado para transmitirle vía palatal su Teoría de la Generación X, la generación de veinte años, la de Lucía y sus amigas, la tuya mona, la de sus alumnos frikis, la generación botellón, la generación del egoísmo amical y del sentimiento comunitario. “El sentimiento comunitario”, aclaró mentalmente para ser mejor entendido por los pezones de la rubia, “es similar al compromiso de las hormigas como integrantes de un único y gran organismo de voluntad única”. Era también la generación del sentimiento puzzle, que significa, redactó irónico en su interior, directo a cada costilla acariciada, “que en torno a una red de vínculos cordiales de tipo tribal o de clan ampliado, los individuos X pueden integrar sentimientos lúdicos infantiles junto con la irresponsabilidad desbocada y sin culpa del drogadicto de clase alta, y sincronizar ambos rasgos con el ecologismo no militante del vegetariano no violento, y lo hacen con absoluta naturalidad y tranquilidad sin propósito. O funden la práctica de la violencia extrema inmotivada con la negligencia laboral o estudiantil, aderezando la mezcla con una vaga pátina ideológica de extrema izquierda, o de ultraderecha, la afición a deportes colectivos y al alcohol; y todo ello, a su vez, sin problemas ni contradicción, un diseño hecho de recortes. O pueden mezclar todas, o algunas de ellas, por ejemplo visión infantil, irresponsabilidad y violencia, o negligencia, irresponsabilidad y alcohol, con atisbos de inteligencia crítica, barba, anorexia, cafeína y el conocimiento de un idioma europeo. Sin sistema de valores de referencia, agruparán rasgos de un cuadro de creencias y moral burgueses, como la fidelidad sentimental o el estudio paciente y sistemático, con elementos indis o neohippies como la libertad sexual o la indiferencia cosmética a la riqueza y a la comodidad, siempre en función de una supuesta autenticidad.” Con el sabor del chicle que ella come, ve por entre su pelo cómo los cachalotes bailan en el fondo del mar y se siente muy próximo a ellos, tan cercano que ahora su cauce telepático se dirige hacia los cetáceos: “Pero si uno, digamos, tiene familia rica, su conducta aprovechará esa riqueza y el lujo con naturalidad, piensa, sin problemas de orgullo, y sigue: Junto a pecios filosóficos o ideológicos de herencia doméstico/escolar o procedentes de generaciones anteriores, y al mismo nivel de relevancia, aparecerán mezclándose el mundo del tatuaje, el piercing (toca con la lengua el piercing que ella tiene en el labio), la ropa de marca o las nuevas tecnologías, todo en el mismo rango: el compromiso sexual será tan superficial o relevante para él o ella como un tatoo o una moda indumentaria, con tal de que se sientan como auténticos; el piercing o los juguetes de telecomunicaciones serán totems generadores de normas, símbolos de unos simulacros de saber o creencia. Y este estado de cosas es a su vez volátil y entrañado. Estas mezclas pueden cambiar sin aviso ni trauma. El ecléctico programa X puede alear dimensiones y categorías heterogéneas en una misma masa y luego abandonar el producto, sin más, en menos de diez segundos. Esto lo desacraliza todo porque expulsa del interior del Conglomerado X (“llamémoslo así”, le aclara al ojo escrutador y gigante del cachalote) toda imagen de cualquier tipo de fe, permanencia o continuidad, adoptando un estado puramente escéptico en todos los órdenes de la vida; o quizá, como límite, cierta fe como escepticismo universal y egótico: I just believe in me. Todo lo permanente puede no permanecer. Ni siquiera mantenerse atento a los rápidos cambios es relevante para X. Se puede uno bajar en marcha y dirigirse a otro lugar. X no cree en nada, pero al mismo tiempo utiliza, cuando lo quiere o necesita, todo el arsenal de aquello que no estima ni considera por sí mismo, que no respeta. Esta liberación es también una limitación, porque las creaciones de X son collages cuyas reglas de composición son azarosas, ingenuas o plagios.” Un pensamiento alegremente inédito asomó en su cabeza mientras veía cómo el calamar gigante, viniendo de una lejanía oscura y vertical, mostraba en la pantalla su peligroso juego de tentáculos: “¿Qué seré yo para esta chica?”, decía más o menos el pensamiento; pero importaba poco frente al contacto de ese cuerpo por estrenar. Era este cuerpo el que le mandaba el mensaje más completo y significativo: nada importa salvo el presente.
Le había metido la mano por detrás de la cinturilla del pantalón y sus dedos, heraldos del Rey Glande, se solazaban ya en el irrigado y raso Valle de La Buenaventura, cuando una silueta se interpuso entre su mirada y un banco de peces martillo. Era Lucía, y Alejandro se alegró al verla. Aún recordaba sus palabras: “Sé feliz y libre”. Lo había comprendido por fin, con casi cuarenta años, gracias a la piel en sazón de una sacerdotisa, a la compañía de orcas y delfines sin número, al consejo de un ángel y tal vez a la química. Se desprendió levemente del cuerpo que lo cubría murmurador y dócil, extendió la mano izquierda hacia ella y musitó: “¡Luz! ¡Luz! ¡Ven! ¡He comprendido!” Y Luz se inclinó sobre él.
- ¿Qué estás haciendo?
- ¡Ven, he comprendido! ¡Libre y feliz! ¿Por qué pones esa cara?
- ¿Para esto me has seguido?
- ¡Ven aquí! ¡Compartamos este momento!
- ¿Quieres que me arrime a ti, y tienes todavía la mano metida en…?
- Luz, ¿qué te pasa? ¿Tú no querías esto?
- ¡No me llamo, Luz, joder! ¡Me llamo Lucía, y tú estás borracho o colocado!
- Imposible. Espera. Voy a…
- ¡Quédate donde estás! Ahí. Cuando estés mejor, será bueno que te vayas.
- Joder, no entiendo…
- Entiende esto: eres un cabrón. ¿Y con esta conducta esperabas…?
- ¿De qué coño hablas? Esta es la tierra de la libertad, tú me lo has dicho: libre y feliz, ¡pues ya está! Y ahora me vienes con esa mmmierda burguesa… O sea, que todo es pose. Sois unos niñatos, jugáis a ser frívolos y libres, pero es solo un puto juego de control… Espera, espera, guapa, que me levante.
- No te muevas, no saques esa mano, ¡ni se te ocurra!; y duerme, anda.
“Y el Segismundo del after se durmió”, pensó él mismo.
Se quedó dormido otra vez y soñó.
Y entre sueños oyó entonces una primera voz femenina que le perdonaba triste y le reconvenía sollozante: “Serás perdonado, pero para que aproveches más la vergüenza, ten claro que ni el arte, ni el sueño, ni la naturaleza te presentaron jamás una cosa tan placentera como los bellos lomos en que estuve contenida, lomos que ahora son para ti polvo de la tierra. Mírame: soy hermosa y joven, y me has perdido. Eres vulgar. ¡Qué razón tienen los que afirman que no sois fiables aquellos que habéis cumplido los 25 años! Vivís en la mentira.” Aquella voz calló, y casi inmediatamente otra voz, esta conocida y viril, le susurraba ya al oído: “El descubrimiento de que uno es un ser despreciable por algún motivo, más allá de justificaciones o confluencias de circunstancias, más allá de la posibilidad de autoengaño…; el descubrimiento de que uno no es de ningún modo irreprochable, de que con justicia, sin exageración ni abuso, la conducta de uno es vergonzosa o reprensible por los demás y por uno mismo, no debe hacerse demasiado tarde ni demasiado pronto en esta vida. En ambos casos es inútil para uno y para los demás. Otra cosa, y peor, es el descubrimiento, terrible, de que ese acto torpe o reprochable o vergonzoso no es solo eso, una acción aislada, sino que pertenece al tejido mismo de la personalidad, tal como esta se ha venido a conformar, o a la propia naturaleza del carácter. Si uno ha de hacer este descubrimiento, es mejor hacerlo muy tarde, o quizá no hacerlo nunca. Como el de que uno es un cobarde; lo sé por experiencia. Mejor no hacerlo nunca, nunca. Puede hacerle a uno tal agujero en el ser moral que el resto de tu existencia no sea ya más que un arrastrar esa minusvalía, que el resto de tu tiempo no sea más que esa tara viva y continua. Eso si no tienes la suerte de ser uno de estos seres ruidosos y translúcidos, insolentes, intercambiables, inconstantes, inconsistentes, ignorantes, incompletos y pendientes de maduración que nos rodean, que te rodean mientras duermes ahora. En ese caso no hay que preocuparse. Ahora bien, ¿qué eres tú?”
Se despertó con aquella última pregunta. Estaba solo. El dolor había regresado, y traía con él una gran preocupación, una gran urgencia sin objeto. Se irguió y miró alrededor. Aquí estaba él, solo ahora; y allí estaba el otro, saliendo por la puerta. Era su padre. Había oído su voz y ahora lo veía salir de allí precisamente de mano de la rubia del piercing.
Se terminó de levantar cuando pudo. En su estado no era capaz de calcular: tanto podía ser en unos segundos como horas más tarde. Tenía la boca seca y buscó con una desesperación nueva restos de bebidas y hielo en las mesas vecinas. Su padre llevándose a la rubia. Había sido un vistazo fugaz pero… ¡Dios, creía haberle visto los colmillos al trasluz del hueco de la puerta! Esas cuencas sumidas de los ojos, esas alas… Su padre era un peligro para su rubia, para su dulce chochito mojadito. ¡Se la iba a…! Cuando se atragantaba con el mejunje amargo y caliente del segundo vaso que arrebañaba pensó en el contagio del herpes y escupió. También pensó en la cañería de Ángela, y esta le pareció la mejor solución. En plena tiniebla, recorrido el aire de gimoteos marinos y rastros subacuáticos, se dirigió a la puerta tambaleándose y salió. Arriba la gente parecía conocerle y abrirle paso.
Ya desde la escalera de los retretes vio a Ángela, prodigiosamente ceñida y ávida, esperándole. Al pasar frente a las cabinas vio una chica en cuclillas sobre una taza, tratando dolorosamente de defecar. En la otra cabina había una pareja refregándose de pie y charlando con la que cagaba.
- Has tardado mucho-, dijo Ángela, entregándole un vaso de agua lechosa y ácida que él se tragó inmediatamente. Aquella bebida no hizo desaparecer su ansiedad, ni su preocupación, ni siquiera su sed. Empujó a la mujer dentro y cerró la puerta.
- ¡He visto a mi padre!-, dijo.- Al principio no sabía qué hacía aquí, pero entonces he caído en la cuenta. Ha venido en busca de mi hermano. A mi hermano también le he visto por aquí hace un rato, pero se me ha escapado. ¡Por eso está aquí, por él!
- Tú no tienes hermanos.
- Sí. Tuve uno. Se suicidó.
- No, tú no tenías ningún hermano.
- ¡Sí, se suicidó con diecisiete años, no pudo aguantar la vida, esta vida de mierda!; él no aceptó olvidar, ni dejar de ver las mentiras y…
- No, mi amor. Tú no tuviste ningún hermano. (…) Anda, méteme mano. Mira qué duras.
- Sí, era su favorito… Mi hermano…
- Mmmm…
- Él no quiso…-, comenzó a decir Álex, y de pronto revivió una sensación antigua, muy antigua, de cuanto tenía entre cinco y diez años; la sensación de comprenderlo todo: comprendía la frustración, la soledad y el dolor (que tal vez asomaran por entonces por primera vez en su vida, despertando El Saber), comprendía la alegría, el egoísmo, la posesión tranquila de los bienes, la desilusión, la necedad, la traición, la autocompasión, el amor, el odio, la necesidad, el disimulo, la hipocresía, la falsedad, el chantaje, la manipulación… A todos ellos comprendía en cualquier situación y en todas y cada una de las personas con las que se cruzaba. Recuerda asimismo el insoportable sufrimiento que ello comportaba, como oír los pensamientos de los demás, o sus culpas, o ver en su rostro su intimidad con los pecados. También recuerda que la obligatoriedad de participación en toda aquella farsa de los otros, en lo que llaman vida activa, social, llena de repugnantes intercambios, lo forzó, a eso de los once o doce años, a comenzar deliberadamente a olvidar para sobrevivir. Pues para vivir, comprendió, había que hacerlo sin El Saber. Su hermano tuvo, quizá, como muchos a esa edad suicida de diecisiete, un rebrote de aquel viejo Conocimiento infuso, inocente y cruel, intuitivo y total de la infancia, y se suicidó por ello; volvió a ver y a entender, y a sentirle a Él, al único Dios verdadero: La Fusión del Yo con el Universo, La Unión Inconsútil, y supo entonces lo que nunca debió saber, recordar ni pensar, que lo único con sentido auténtico, real y verdadero: vivir en Él, y a merced de El Saber, era ya imposible. Y naturalmente, se mató. Tienes que olvidar ese Conocimiento inefable, ese Saber completo y absoluto que comprende tanto al hombre como el misterio en su total profundidad; si no lo olvidas, la aparentemente brutal ruptura de velos de la adolescencia, que en realidad es el comienzo de la obligada participación en el uso de los velos de la mentira, te parte el corazón. Eso pasa mucho; tanto como el olvido; y eso le pasó a su hermano.
- Tiene razón.
- ¿Quién, amor?
- Con más de veinticinco años ya no somos de fiar.
- ¿Quién dice eso? Toca aquí, ¿no se te pone dura?
- Yo diría… que con más de diez ya… estamos corrompidos.
- ¿Diez qué?
- Salinger también lo sabía. Tengo que buscarlo por la Calle de la Lechuga.
- ¿Qué es eso de una lechuga?
- Los americanos se reúnen por allí, creo. ¿Ha muerto Salinger? Creo que sí…
- No sé quién es ese, pero qué pena, ¿no? ¡Mira, ya se te pone! ¿Me bajo el tanga o lo aparto?
- No, quita, deja eso. Mi padre tiene que saberlo, él tiene la culpa de todo. Aparta.
- Pero, mira como lo tienes. Lo estás deseando, y el vaso está casi lleno. Bebe.
- Tengo que hablar con mi padre. Deja eso.
- ¡Deja a tu padre ahora! ¡El muy cabrón, cobarde! ¡No seas tú tan cabrón como él!
Al oír aquello, Alejandro y ella se quedaron mirándose como si un insólito temblor de tierra hubiera provocado un afloramiento bajo sus pies, o como si un rayo les hubiera abierto la cabeza. Ella intentó distraerlo.
- ¿Te la chupo, Juan?
- No soy Juan. Juan es mi padre.
- Claro Juanito, lo que tú quieras, pero quédate.
- ¿Te crees que soy mi padre?
- ¡Da igual quien seas! ¡Quédate conmigo, por favor!
Alejandro no aguardó más y salió de allí. Subió al nivel de las pistas y se dedicó a buscar a su padre por todas las barras y todos los rincones donde un rico sesentón podía estar flirteando con una jovencita, pero no lo encontró. Lo vio de espaldas un par de veces, pero luego al acercarse perdía la referencia entre la multitud y acababa en otro lugar de la sala. La cabeza le seguía doliendo, y comenzaba a tener extraños temores y sospechas con respecto al espacio que atravesaba y a la gente: la veía esquelética, deforme, rojos o azules no por la luminosidad recreativa de la sala sino como por una emanación interior; sospechaba que los que difundían luz azul eran de entrañas frías y los otros, los rojos, aquellos cuyas entrañas ardían inconteniblemente. En aquel laberinto muchos lo miraban y sonreían, pero no por bienestar, sino porque lo reconocían de algo, algo que tal vez fuera vergonzante. Se lo señalaban unos a otros. Entonces decidió que había tenido bastante y subió la escalera de caracol que conducía a la salida.
Al salir de modo incomprensible al vestíbulo poligonal de la fuente y los balcones colgantes, se topó con una especie de recepción o cóctel: individuos de chaqué y brujas de tiros largos, camareros con bandejas, música de ascensor, un tipo con barba y cola de caballo, una mujer gorda y sin arreglar cortejada por media docena de tipos con chaqueta de pana y camisa por fuera… Buscó la puerta con cierta ansiedad para salir cuanto antes de allí, y entonces creyó haber vuelto a encontrarlo. Se fijó mejor: sin duda era él. Se acercó por la espalda y se hizo tan presente por el magnetismo del desprecio que el otro se vio forzado a darse la vuelta como si alguien lo increpase vociferando. Al volverse su padre, descubrió detrás de él a una delicada adolescente. La estaba seduciendo; se notaba que no le había puesto todavía la mano encima, pero su mecánica corporal indicaba una posesión absoluta; era como si ya la hubiera sobajado. Era ella la que se entregaba, la que lo miraba con deliquio, húmeda, honrada con solo pensar en la gran polla del gran hombre tomándola cuando se le antojase; y no parecía tener ni quince años, y ahora incluso se agarraba al brazo del vampiro y se protegía tras él al ver y oír a Alejandro increpar con ferocidad a su inminente violador y sesentón amante con aquellos atroces insultos y en voz alta. Su padre trataba en vano de calmarlo. Él tuvo tiempo de verter todo su resentimiento, todas sus acusaciones antiguas, todas las sospechas de su conducta, todo lo negado; todo lo arrojó a gritos sobre la pálida cara de su padre, que abrió la puerta de salida y lo sacó a empujones. Sorprendentemente, volvía a ser noche cerrada.
- ¡Y ahora con esa niña! ¿Qué edad tiene? ¿Quince?
- Escucha…
- ¡No, joder! ¡No escucho! ¡Escucha, tú! Con esa asquerosa forma de comportarte me has echado a perder. Mi padre, mi héroe, abandona a mi madre por una jovencita, ¡y después a esa por otra más joven!, ¡y así hasta hoy! Por eso yo no puedo comprometerme con nada ni con nadie. ¡Es tu puta semilla!
- Cada uno es responsable de lo que hace, no puedes echarme la culpa de… además, tú no comprendías…
- ¿¡Qué no comprendía!? ¿Crees que, porque era pequeño, yo no veía ni entendía nada? ¡Vale, era un niño! Pero cuando empecé a dejar de serlo no estabas ahí. ¿A quién debía preguntar cómo se hacen las cosas? ¿Quién me iba a enseñar a no tener miedo? ¿Quién me iba a enseñar a ver cine, y a conducir, y a beber, como no te cansaste de repetir?... (Alejandro dejaba un corto precipicio de tiempo y, sin dejarle contestar, volvía de nuevo a la carga)…, ¿y a no cagarla?, ¿y a ser competitivo?… ¿o constante? No estabas para animarme cuando me flaqueaban las fuerzas, cuando nada parecía tener sentido, cuando un hombre… (le amenaza con el puño, pero no está preparado para eso, y vuelve a vocear) …¡y no sé qué hace un hombre porque no está mi puto padre para decírmelo!… (Se detiene, jadea, pero cuando su padre abre la boca, se pone a gritar de nuevo). ¡Pero sí estaba mi madre!; como sabes, ella no falló, ¡no falló!: cuando volvía triste del colegio, ella me acogía, me consolaba; cuando no encontraba el camino, ella me ayudaba a seguir, y… (y piensa también, pero no dice (mientras su boca sigue vomitando improperios) que cuando una madre debe hacerse a un lado para no castrar a su hijo, ella volvía a acogerlo como una araña celosa; cuando se equivocaba, ella lo recibía, lo perdonaba, lo perpetuaba en la inmadurez del amor absoluto, en la impunidad del príncipe. Y piensa, pero tampoco dice, que cuando él imaginaba una relación con una chica, una cita, una iniciación, un oficio… salvo amigos tan ignorantes como él mismo, no había nadie al otro lado sino ella, su madre, la mantis celosa y protectora, y él no quería regresar siempre a las faldas de su madre, eso le humillaba; pero cuando la dura realidad le golpeaba en la cara y no tenía a nadie para educarle en la obstinación o en la rebeldía, en la transformación del fracaso en energía, en el conocimiento de uno mismo, en el valor…, era a él a quien echaba de menos, no a su madre, de ahí el dolor, de ahí el rencor, pensaba… Y recuerda, pero no dice, cuando le entregaba un manuscrito a medias a su madre…: primero le parecía fantástico, para a continuación comenzar a sacarle defectos. Cuando el censor había acabado, le animaba a seguir escribiendo. Pero ya para entonces había muerto el espíritu, porque ¿cómo insistir en un proyecto después de esa vivisección crítica? Le llevaba emocionado un cachorro de novela que había encontrado en un insomnio, y ella se complacía estrangulándolo. El resultado era siempre, invariablemente, que dejaba esa historia y buscaba otra. Y que a veces esa otra tardaba en aparecer. Ahora, por ejemplo, llevaba meses de sequía hasta aquella historia de los cerdos volantes.)… y ahora te veo con esa niña… ¡Me das asco!
- Es mi hija.
- ¿Eh?-, preguntó Álex muy bajito.
- No es un ligue, es mi hija, tu hermanastra.
- ¡Y qué coño me importa! ¿Y si no es perfecta, qué harás? ¡Tal vez yo no te parecía tan perfecto y por eso me abandonaste! Ya no quedaba nada en esa casa por la que quedarte, ya que tu hijo perfecto se había quitado de en medio. Y no me vengas con que estabas destrozado, que no estuviste a la altura y por eso se mató, que si ya no podías mirarnos a la cara y que por eso te marchaste. ¡Mierda y mierda! ¡Yo también era tu hijo! Pero nunca tan perfecto como el primogénito: tan guapo, tan dispuesto siempre a ayudar, tan torpe que tenía que llevar rodilleras para no hacerse trizas las rótulas, sobre todo la izquierda, pues era especialmente delicado su flanco zurdo; tan rápido en aprender idiomas para unas vacaciones en Grecia y tan rápido para olvidarlos, salvo el Latín clásico; ¡tan delicado y prudente con los sentimientos de los demás!, tan sensible a la violencia que cuando veía un acto mínimo de fuerza tenía que ir a esconderse en el sótano y cerrar los ojos; ¡oh, era una delicia de niño! Tanto que no lo pudo resistir y se quitó la vida cuando la cosa se ponía difícil. ¡Bien por él, coño! ¡Hizo bien!, hizo lo que los demás no nos atrevemos a hacer, y por lo que caemos en humillaciones como esta de estar dándole gritos en plena calle a un padre asqueroso y... ¿Qué me dices, hijodeputa?
- Tú no tuviste ningún hermano. Eres tú quien tiene la rodilla izquierda delicada.
- ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué murmuras?
- Que tú no tuviste hermanos. Fuiste hijo único. Bueno, tienes una hermanastra, pero hasta hoy no lo sabías.
- (…) ¡Mentira, cabrón! ¿Ahora quieres volverme loco, como con mamá? ¿Qué diría ella si estuviera aquí? ¿¡Te atreverías a negar delante de ella que un hijo vuestro se suicidó poniéndose delante de un camión!? ¿La llamamos?
- Está aquí.
- ¿Eh?
- Está aquí, en la presentación.
- En la presentación. ¿Qué presentación?
- Vamos dentro. Buscaré a mamá.
Entraron, y enseguida comenzó una salva de aplausos. Todos parecían mirarle y sonreír aplaudiendo. Al fin creyó comprender: sin duda le reprochaban con elegancia que fuera el único que no lo hacía, así que se puso a aplaudir también, y a sonreír solo con la boca, aunque no tenía ni idea de qué iba la cosa. Por lo menos consiguió que la atención se desviara de él hacia una tarima que había al otro lado del espacio poligonal del vestíbulo, detrás de la fuente, donde un hombre con pajarita se agarraba a un micrófono y hacía algún comentario que la gente celebraba con risas.
Se fijó mejor en aquel animador y descubrió, tras aquella máscara de cómico, a su profesor de Literatura Contemporánea. Álex creía que había muerto. Así se decía en la Facultad, e incluso imaginó haber visto un obituario inmerecidamente hagiográfico en un periódico de tirada nacional. Pues resultaba que no, que lo que pasaba era que se había inclinado por la comedia o por el mundo de la farándula, o como se llamase aquella actividad de monologuista nocturno. Tenía que haber hecho algo horrible para que no lo dejaran impartir clase en ningún sitio, o haberse vuelto loco. La gente se reía con sus ocurrencias, alguna de las cuales le tenía a él como blanco, porque la gente lo miraba y reía. La recordaba. Recordaba su fina ironía de la Universidad, una ironía que bien podía, en más de una ocasión, haberse metido por el culo. Y ahí estaba el hombre, deleitando a su público con, a no dudar, flores de su jardín más morbosamente cultivado (aún lo recordaba): anécdotas sonrojantes de escritores clásicos o contemporáneos, de Gil de Biedma, de Cela, de Simenon, de Sócrates, de Dámaso, de Menéndez Pidal o Pelayo, de uno de los dos, o quizá de los dos, y su gusto por las señoritas… ¡Qué sinvergüenza impúdico!
Al pie de la tarima donde el hombre se vaciaba en su público había unas mesas con pilas de libros idénticos. ¡Eso era: se trataba de la presentación de un libro! O sea, que el tipo no es que hubiera dejado la docencia por la comedia, sino por la creación o, al menos, composición de libros. Ahora era un juntapalabras; ¡caramba! A lo que asistían ahora, por tanto, era a una especie de automárquetin de charlatán, como ese de los frascos de medicina universal de los westerns: carretada de productos, oyentes abducidos, promesas de aprovechamiento interminable por un módico desembolso y, naturalmente, fraude. Todo aquello a él ni le iba ni le venía. Él buscaba de nuevo entre la multitud, sobre todo a su madre, si es que estaba allí y no había sino solo una excusa de su padre para desaparecer y no seguir soportando tal andanada de verdades contra unas mentiras tan endebles: ¡su hermanastra!, ¡ningún hermano!... Y también la buscaba a ella, a la supuesta hermanastra, que le parecía toda una zorrita. Entonces el profesor Quintanilla dijo su nombre, y todo el mundo aplaudió y lo miró, y él volvió a aplaudir y a sonreír y a tratar de zafarse de la atención unánime por detrás de la espalda de un tipo que resultó ser su padre, quien le tomó del brazo derecho mientras su madre (¡Su madre!) lo hacía del izquierdo.
- ¿Madre? ¿Sabes lo que dice este…? ¿Qué te has hecho en el pelo?
Lo llevaron hasta el pie del estrado y Quintanilla le tendió la mano. Su madre le concedió la mano de su hijo y el extraño celebrante lo atrajo hacia arriba de un tirón. Mientras su antiguo tutor trazaba una biografía irónica o sarcástica de un tipo llamado Alejandro, como él, Álex miró hacia abajo y vio a su padre y su madre unidos, no abrazados pero juntos, mirándole y sonriendo, cualquiera diría que habitantes de una segunda vida alternativa y diferente de la habían llevado por mor de sus decisiones, y en la que no hubiera habido separación, o cuando menos reconciliados para aquella ocasión. ¿Qué ocasión? Recordó entonces, sin venir a cuento, el respeto franco con que vio a su padre tratar siempre a Ángela, una tranquila amabilidad que su madre interpretó como exceso de familiaridad. Y tal vez la hubiera en las miradas de la secretaria, pero nunca, que él recordara, por parte de su padre. Pero le dio igual: tuvo que despedirla. Con gran pena, creía ahora, pero había tenido que hacerlo por los celos exigentes e imperativos de su madre. Y recordó también las veces que, contrito, vino a visitarlo su padre a casa después de la separación, siempre queriendo hablar, siempre siendo rechazado por él. Y recordó, más lejos aún, las veces que lo vio trabajar incansable, serio, entregado a la tarea, algo que también le reprochó su madre amargamente durante años. Ahora él mismo sabía de las dificultades de sacar un negocio, una vida adelante, los horarios, la entrega necesaria… Como su padre no se quejaba de las horas ni del cansancio, su madre confundió su elegante conformidad, su responsabilidad con el trabajo en las horas y con la familia en el sosiego, como una privación, y a la postre, como una deserción, una huida de ella y de mí, con secretos placeres proporcionados por otra mujer, cualquier otra mujer. Pensaba ahora Alejandro si no fue ella la que provocó la separación o hizo, al menos, imposible la convivencia, llenando los pocos huecos disponibles de la nave del matrimonio de malas caras, de reproches tal vez sin fundamento, de gritos, lágrimas y enojos. Ahora ambos lo miraban a él casi abrazados y esperaban que contestase la pregunta que, por segunda vez, le había hecho Quintanilla.
- Sí, sí; el título…- dijo, cuando el profesor puso en sus manos uno de aquellos clones editoriales. Iba su nombre en la cubierta, el suyo, no el de Quintanilla. Y arriba estaba el título. Lo leyó en alto:
- Bandada de cerdos. (…) Bueno… -añadió parpadeando- se trata… creo,… de una metáfora.
Todo el mundo se rió, y aplaudió la salida.
- Ya, pero, ¿metáfora de qué?-, preguntó Quintanilla levantando una ceja y acercándose demasiado al único micro. Su aliento era hediondo.
- Para explicarlo… - comenzó sin saber qué iba a decir; pero entonces levantó la vista y vio una alegre expectativa en decenas de rostros demacrados. Solo conocía a sus padres, los demás le parecieron extras sin cara. No le gustaba frustrar las esperanzas de la gente, así que sintió tener que terminar como lo hizo: -Para saber más -, siguió con un tono algo más enérgico-, hay que leer el libro.
Si la anterior sandez había sido celebrada con aplausos, aquella tontería supuso una hecatombe de carcajadas y gritos de: ¡Bravo, bravo!, además de una larga y cerrada ovación de aplausos fervorosos. Al final se oyeron incluso, en el extremo sur de la sala, unos gritos mayoritariamente femeninos que voceaban algo como un eslogan: ¡Es-cri-tor! ¡Es-cri-tor!”. Creyó entender por fin que podía haber ganado un certamen literario, que le estaban dando un premio o se lo habían dado. Pero, ¿qué premio? ¿Qué novela? Recordó algo que había olvidado o querido olvidar siempre que había renunciado, y eran ya muchas veces, todas definitivas, a sus ensueños de gloria literaria: su madre, después de sus críticas implacables insistía tanto para que acabara sus cuentos y novelas que al final lo terminaba haciendo pero a desgana, con una desgana rencorosa, reuniendo a todos los personajes en un holocausto definitivo, o matándolos uno a uno de forma dolorosa y atroz, o reservándoles un desenlace aún más triste, el más desolador y trágico que se le podía ocurrir en esos raptos febriles consagrados a Némesis, frutos todos del musculado árbol de la venganza que cultivaba contra su madre por aquella tarea de censor inmisericorde y, tenía que reconocerlo, muchas veces acertado, de sus escritos. Y ahora le daban un premio literario en medio del aplauso general, un premio literario delante de sus padres, a quienes, al parecer, dedicaba la obra. Su madre… ¡Su madre! (se enteraba al fin abriendo aquel volumen y leyendo el introito de la novela) nunca había dejado de luchar por él y mandar a sus espaldas los manuscritos a certámenes y editores… Entonces… él pasaba por ser un autor autodestructivo, maldito por tanto, casi de culto, que se había salvado ¡por la devoción materna!… joder… ¡Jodeeeer!... ¡cómo la aborrecía! ¿Quién había escrito aquella carroña?... ¡Quintanilla! ¡Quintanilla firmaba el prólogo al lector! Y qué decir de su madre… Se había atrevido a tutelarle hasta en lo más sagrado… Si fuera una emperatriz china le instruiría en el sexo ella misma antes de elegir e instruir a sus amantes para él, si fuera la protagonista de un mito griego habría matado ya a su padre para que él heredase, o sobornaría, chantajearía y se entregaría al propio Marte para que no lo mataran en batalla… y para que la quisiera eternamente. Así que de eso iban los encuentros con su padre… por eso, a lo largo de los años, se reunían en presunto secreto. Presunto, sí, pues él lo supo siempre, aunque pensaba que eran reuniones de cuidado recíproco, de hermandad amistosa o de consolación mutua ante la intemperie de la vida, o acaso con contenido económico y común, sobre asuntos patrimoniales, o incluso acerca de él, pero únicamente sobre cómo ayudarle discretamente a superar su torpeza para labrarse un mejor futuro, un futuro a secas… Y ahora alguien, el maestro de ceremonias aquel, le despedía desde el micrófono afirmando: ¡Tienes un gran futuro…! Su madre lo había conseguido.
A Álex, incandescente de vergüenza y, paradójicamente, de orgullo y odio le dio por sonreír y así bajó de la tarima, sonriendo, y así le sentaron ante una fila de lectores que esperaban una firma del mágicamente afamado autor.
Era fácil desempeñar aquel papel: había que sonreír, hacer como que escuchaba, y poner: “Para………..…, una amistad, para que en su hijo Felipito se despierten las ganas de leer”, “Para…………., una amistad, deseando que abandone la ludopatía azarosa por la verbal”, “Para…………, una amistad, que la celebración de tu cumpleaños siempre se vea acompañada por un libro”. Era sencillo y feliz garabatear un poco y despedirse con un apretón de manos. Fue fácil hasta que llegó a ella.
- ¡Lucía! Te he estado buscando.
- Llámame Luz, siéntate, y oye, ¿me puedes decir qué significa esto?-, dijo, cogió el ejemplar que él había estado a punto de firmarle, buscó una página y comenzó a leer en voz alta: “Sus colegas en la Universidad le tenían, por su edad, como único interlocutor con ese mundo misterioso. En corrillos de doctores de mediana edad no se cansaba de explicar, de viva voz, los términos de eso que denominó al principio Grupo de Edad Perdido: “Los adolescentes y jóvenes del club o la rave urbana son de una generación deslocalizada. Precisamente esa deslocalización: ideológica, moral, laboral, social… sea su signo antes de ser absorbidos por el grupo de la Generación X, que no es más que una etiqueta comercial. Nosotros tenemos una cultura detrás, ellos no tienen nada, ni lo quieren; ni cultura educativa, ni política, ni familiar, ni laboral… pero sí sus beneficios. Ni son intelectuales contraculturales ni tampoco la vulgar mezcla de rebeldía, fragilidad, ingenuidad y estupidez que define a los adolescentes. En ellos se trata simplemente de exploración sin esperanza ni proyecto, éxtasis e impulso, impaciencia y rechazo, presente consuntivo y egoísmo. Conozco una joven…” aquí la voz de Lucía se hizo furiosa. Los de la cola estaban encantados. “…una joven estudiante llamada Lucía, aunque se hace llamar Luz cuando está en su ambiente libertario,- dijo con cierta mofa el joven doctor, acompañando las palabras con el gesto de hacer en el aire ‘comillas’ con los dedos. Luego continuó entre sonrisitas cómplices de los demás claustrales. – Esta joven es precisamente un ejemplo de esa inconsistencia: despreciativa, promiscua, materialista, frívola, inconstante pero de buena familia, una familia a la que guarda fidelidad en la distancia, y a que volverá después de hacer todos los experimentos que se le ocurran en su mundo underground.
“Un vejete con los ojos vidriosos de lascivia, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, se adelantó desde la última fila del corrillo y dijo baboso:
“- ¿De qué experimentos nos habla, doctor?”. Aquí Lucía, o Luz, dejó de leer y levantó la mirada del libro.
- Eso, doctor, díganos: ¿de qué experimentos nos habla? ¿De los que se hacen en la cama o de los que se llaman traición, deslealtad y abuso de confianza?
- No tenía ni idea. Yo... nunca…-, balbucea Alejandro mirando la decepción, la tristeza de sus ojos. En su fuero interno tenía que reconocer que bien pudiera haber pensado, quizá incluso escrito aquello en un mal día, uno en que no le perdonase el haberle dejado, el no haberle dado una oportunidad, un día amargo dedicado al rencor; pero no aquella noche, no allí, no así.
Sin que él fuera capaz de reaccionar, vio como ella tiraba el libro al suelo, salía de la fila y se dirigía a la calle. Se levantó y trató de gritar, pero ya no la veía. A quien sí vio de nuevo fue a sus padres, otra vez juntos, hablando animados con Quintanilla, que sobaba el brazo de su hermanastra. Viendo aquello, paralizado, volvió a pensar en su fracaso. Pensó en su padre y volvió a contemplarlo como lo hacía de niño, con aquella Comprensión dolorida, aquel Saber silencioso y absoluto que tanto daño hace conservar o reeditar en la adolescencia, un daño aún mayor en su caso porque lo enfrentaba a su madre, su otro héroe infantil: lo vio humilde, ajeno a las conversaciones intelectuales de su madre con sus amigos y colegas, trabajador, arrepentido después de haber despedido, abandonado, tal vez mejor decir traicionado a su secretaria, y todo por una relación que no pudo salvarse, que su madre no quiso dejar que se salvara; lo recordaba amargado por su cobardía. Y más arrepentido aún cuando tuvo que irse de casa, más triste, más hundido. Pensó en su madre, orgullosa, fuerte, capaz, ofuscada por el orgullo, cultivando minuciosamente un rencor vivo, transmitiéndole ese rencor como un virus mortal; intransigente y arrebatada, como quien se cree acreedor de un mejor trato por parte de la vida y personaliza sus exigencias en los que la rodean y su reproche en el ausente, sin comprender que nadie, salvo nosotros mismos, nuestras expectativas, nuestros deseos, tienen la culpa de la frustración, sobre todo de la frustración que nos provoque aquel a quien no hemos querido entender o aceptar tal cual es. Comprendió entonces, o creyó comprender, que tenía que volver a ver a Lucía, que aquello no podía quedar en aquellos términos, que ella era su única salvación.
Tiró la silla al salir de detrás del pupitre lleno de libros e, indiferente al clamor de aquellas almas muertas, atravesó el grupo y enfiló la salida.
Salió a la noche cálida y miró a ambos lados de la calle. No se la veía, ni se oía el sonido de sus pasos.
De las sombras perpetuas de un portal frontero, salió una silueta conocida.
- ¿La has visto? ¿Para donde se ha ido?
- Joven patricio, deja esta persecución sin sentido; vuelve a tu casa.
- ¡No me jodas, Ino! ¿Para dónde?
- Cada vez pareces más un personaje de Bécquer. Aléjate como de la peste del romanticismo tardío, no es más que…
- ¡Me cago en tu padre, Ino!
El así insultado hizo una venia y señaló el extremo derecho de la calle. Unos cincuenta metros más abajo se veía perfectamente a Lucía hablando con dos tipos altos cubiertos con largos guardapolvos oscuros. Trataban de convencerla de algo, pero ella se negaba. Finalmente parecían aceptar su decisión, se volvían y desaparecían por una calle lateral. Ella levantó la vista; lo aguardaba. Él estimó que aún disponía de un momento para su amigo.
- Adiós Gautama.
- Hasta muy pronto, Magno. ¡No olvides mi puesta de largo!
- Dalo por hecho-, dijo, y se encaminó hacia ella. La noche era tan calurosa que nada más salir se había puesto a transpirar con profusión. Se notaba pegajoso pero ligero. Le dio tiempo a secarse el sudor con el faldón de la camisa y a preparar medio discurso. Al llegar frente a ella quiso comenzarlo disculpándose, pero ella le tapó la boca. Él trató de cogerle la mano, pero ella rehusó. Habló muy seria.
- Hemos llegado hasta aquí, y ahora cada uno ha de seguir su camino. Es por tu bien. Me he quedado solo para decírtelo.
Álex intentó decir algo, pero ella se lo impidió.
- Sin hablar. Sin discutir. Sin más-, soltó imperativa.
- Pero…
- ¡No!
Ella no había cambiado de cara al comenzar a llorar. Dos hilos de lágrimas le corrían por las mejillas hasta el mentón. Alejandro sabía que ella estaba en lo cierto, pero también sabía que era indefectible que la siguiera, que insistiera desesperado, que no la dejara marchar. Ella no comprendía que, aun pudiendo ser para él un error trágico, ella era también su salvación. Además conocía aquella emoción, la había cursado ya al menos una vez; la sensación de saber con certeza qué iba a ocurrir aunque ahora permaneciera quieto, expectante y paradójico, obediente y resuelto a la vez. Lucía añadió: “No pases de este punto por ninguna razón”, y luego se dio la vuelta y comenzó a alejarse. Alejandro conocía también, como si lo viese, el camino de sus lágrimas a través de los suaves valles de las mejillas, la catarata del mentón, el torrente del cuello y luego la garganta y el valle entre los pechos donde recibe, bajo la superficie, oculto a la sed de predadores y visitas de nómadas, los tributarios del sudor; y sigue, rico de feromonas y de sales, protegido de la luz, hasta el ombligo y se remansa allí un momento suficiente para que el ave migratoria de la lengua, su lengua, se sumerja en sus aguas y se nutra; con poco se conforma el pájaro lamiente; son solo unos instantes de descanso en su periplo al sur, en su periódico viaje a las tierras irrigadas por el vino y la miel. Y cuando la sed, como tenía previsto que ocurriese, llegó a hacerse insoportable… sintió un golpe leve en la pierna, como un rebote, y miró hacia abajo. No había nada, aunque a unos doce metros, el niño oriental seguía sentado en la acera, bajo el farol, con la cara aún cubierta de barro, mirándole.
- No encuentro mi pelota, señor.
Volvió entonces la mirada, y, aunque habría jurado que no habían pasado más de dos segundos, Lucía se encontraba ya cien metros calle abajo. No le dio tiempo a asombrarse. Cuando perdía de vista la melena en la confluencia de Gobernación y Astaferro, echó a correr.
Tardó en llegar muchísimo. Al doblar la misma esquina, Luz estaba tan lejos que tuvo que gritar. Su voz salió neta, grave y sola en mitad de la noche, sin eco de edificios, como te suena la voz con los oídos tapados, pero ella no era ya capaz de escucharle. La vio pasar por delante de una iglesia y la llamó de nuevo. Pero al llegar allí el sonido de su voz, ella había desembocado ya en la calle Segovia. Cuando Álex, jadeando, llegó a esa misma calle, distinguió su silueta cruzando la Plaza de la Cruz Verde y echó a correr de nuevo. Jadeaba sin cansancio, pero con una angustia muy conocida. No dejó de verla ni un segundo: bajaba a buen paso por la acera derecha. En la última esquina, ya casi bajo el Viaducto, giró a la derecha como si fuera a subir a Bailén por las escalinatas. Parecía estar volviendo a casa.
Cuando él llegó y echó la vista escaleras arriba, vio el dibujo en zigzag roto de las barandillas y una sombra en el primer descansillo, apoyada en la pared del edificio. Pensó que era ella, que lo había escuchado gritar y lo esperaba, aun sabiendo que no era probable que así fuera. Aterrado al ir subiendo aquellos primeros escalones, trató, sin embargo, de bromear.
- No debes venir sola por aquí, jovencita, puede aparecer el lobo.
La sombra se separó de la pared y dijo: “¿Qué dices, caraputa?”
Entonces él levantó la vista y la vio arriba, parada y mirándolo desde el último tramo del zigzag imposible de aquellas escaleras. Alejandro no supo interpretar si se había detenido para esperarlo o por otra razón, tal vez para mirarlo perderse sin ser vista, o para ver lo que estaba a punto de ocurrir. Trató de driblar a la sombra, pero aquel sujeto (era un hombre, olía como un hombre) lo interceptó y, levantando el brazo desde atrás, le propinó un fuerte golpe en el costado izquierdo que le privó de respiración y le hizo caer al suelo. La sombra hizo ademán de irse pero pareció pensarlo mejor, regresó junto a él y le registró los bolsillos. Le sacó la cartera, las llaves de casa y el reloj. Luego sus pasos apresurados se alejaron escaleras abajo. Álex perdió la conciencia pensando que era una suerte que ella lo hubiera visto todo desde arriba.

Cuando se despertó, en medio de un charco de sangre, estaba en el mismo sitio, en la misma postura. Se despegó del suelo y miró a lo alto sin saber por qué. Sobre el último tramo del pretil de la escalinata vacía, el cielo vespertino estaba ya azulón, en tanto que por la raya oeste que veía a través de un ojo del puente se percibía aún un atisbo de fuego rojo, como un inmenso incendio que el horizonte agreste diese en ocultar. Estaba anocheciendo muy deprisa y no recordaba qué hacía allí. Pensando en La Destrucción, miró su reloj.
Esto ocurría al final del verano y, por tanto, el derroche de luz era engañoso: pasaban de las nueve. Ya estarían a punto de salir. Volvió a mirarse el brazo y creyó recordar que le habían robado aquel reloj, que se lo habían quitado de la misma muñeca; sin embargo, al verlo impecable y funcionando, llegó a la conclusión de que el sustraído debía de haber sido otro. Lo importante ahora era que debía regresar cuanto antes.
Acortó por la Cuesta de los Ciegos en dirección a la Plaza Granado y allí tomó la Cuesta de Aguaducho. No se había cruzado con nadie.
En los soportales de la plaza Oyande ya se congregaban grupos de yonkis para ponerse en camino hacia el balcón. Se ahuecaba la camisa porque se le pegaba al cuerpo y le hacía difícil caminar. Sujetando la tela metió el dedo en el agujero por debajo del bolsillo, Tenía tiritona a pesar del bochorno, tal vez por el esfuerzo que hacía subiendo Ayamonte tan deprisa. Pero es que quería llegar antes de que hubieran ocupado todas las localidades del mirador. En el fondo no tenía la menor importancia donde le tomara la destrucción, pero apreciaba recibirla entre aquellos a quienes le gustaba considerar los suyos, y si no iguales en logros y méritos, sí al menos en oficio, en ilusiones y en empeños.
Tardó poco en llegar a la parte alta. Llegó a la plaza por Amor Hermoso.
El bar estaba lleno, y al pasar frente a las puertas abiertas vio fugazmente a Franz quitándose el delantal y dando un beso a Marisa. Él se dirigió directamente a su piso. Entró en su estudio y sacó del armario una camisa limpia y planchada. La dejó sobre el respaldo de la butaca mientras se quitaba la que llevaba encima y se limpiaba con ella un poco aquello tan pegajoso del costado. Luego la tiró a la papelera y se puso la otra. Era demasiado alegre tal vez, de manga corta, con palmeras y unos cocos que tenían el color de los tomates. La dejó por fuera del cinturón y salió cerrando tras él. Deseaba que Ernesto no lo viese, y que si lo veía, no lo mirase con el ceño severo a causa de aquella prenda tan colorista, por otro lado bastante adecuada a la estación y hasta elegante en comparación con otras muchas que había lucido en su vida.
Todos estaban ya fuera, y llegar tarde no le facilitó pasar inadvertido. Sábato, siempre de negro, lo miró ceñudo, pero como era un hombre muy educado, no dijo nada; nunca lo hacía. Onetti no quería dejar irse a Aristófanes, tiraba de él para que fuera en su compañía hasta el mirador; ya luego, decía, lo dejaría ir con las otras túnicas. Se oyeron las campanas tras ellos y, al volver la vista, vieron que del atrio de la iglesia del fondo de la plaza salían varias figura negras, con barba cerrada y calzas. Se pusieron en jarras, alguno apoyando la mano en el pomo del estoque. Miraron arrogantes un momento y regresaron dentro. Del restaurante ruso junto al templo salieron tres tipos grandes, obesos, con pelo desordenado por la cara. Discutían con las mejillas encendidas y vestían blusón y botas de montar. Debatían en voz alta. El tropel de gente variopinta que se encontraron fuera les dejó paso por el centro de la calzada. Otros muchos, y alguna mujer, descendían la calle Pléyade y se dirigían a la rampa del mirador, en el que ya estaría esperando, como siempre, Mariano José, que era de los primeros. Estaría contemplando con atención férvida el incendio del oeste. Y a su vera, sentado de lado en un asiento de tijera, no menos dramático y devoto, repeinado, cabezón y formal, permanecería Federico, observando embelesado el perfil trágico de Larra.
Juan de Cogolludo, un oscuro geógrafo, poeta menor y alquimista de la corte de Felipe II, que sufrió la ira mortal del maestre Cortesana por haber recibido cierta atención de parte del Emperador, iba recitando su letanía (“Guarda, Ciudad Rodrigo, Morasverdes, Las Mestas y Plasencia, Béjar, Tornavacas ya en Gredos, Arenas de San Pedro, Ávila y Talavera, Piedralaves, El Real de San Vicente, Cebolla, Horcajo”), como si cada mención onomástica invocase la aniquilación de lo nombrado, y no fuera solo una mera lista de despedida. Creía el de Cogolludo que tenía tan bien calculados los tiempos de su recitado que el decir de los títulos daba justo cuando caía lo nominado: “Navalperal, Las Navas del Marqués, Sangarcía, Almorox, Maqueda, Gálvez”. Su única pena era que ya no estaba presente cuando se sumía su lugar de nacimiento y fama, que caía más al este, y por eso, aun fuera de secuencia, también lo mencionaba antes de desaparecer. A Quevedo, que ya no se dignaba subir al mirador ni salir a la puerta de la iglesia cuando sonaban las campanas, porque además le costaba mucho desplazarse con la cojera, y que se quedaba rezando tranquilamente en su reclinatorio de la iglesia de San Bartolomé, lo del de Cogolludo, plebeyo y enredante, le parecían pamplinas. Ya había pronosticado él todo lo que pasaba, y no estimaba que a semejantes alturas le mereciera tanto la pena darse pisto al tal Juan ni a nadie, teniéndolo además por un hombrecillo envidioso y pequeño que no comprendía nada más allá de su lista, y menos el desmoronamiento.
El grupo de Alejandro invadió la pasarela cuando la línea roja que marcaba el horizonte occidental sufría la primera conmoción visible desde allí: la sierra de Guadarrama temblaba y se hundía sin escándalo ni conmoción. “Torrecaballeros, Segovia, Guadarrama, Navalcarnero, Camarena, Toledo”. Poco a poco, a medida que la gente se acomodaba en el mirador, las lomas y los cerros que estaban en contacto con la frontera del día comenzaron a sumergirse en la nada. Desde el oeste se extendía por toda la tierra un viento marchito que traía un silencio seco de caja y abandono. El de Cogolludo decía a quien le escuchase que él sabía que estaba muerto porque mientras la noche avanza desde el este, aquella tiniebla se les echaba encima procedente del borde occidental. Y es que el de Cogolludo no perdía ocasión de lucir sus conocimientos de geógrafo y nigromante, y eso, claro, cargaba a don Francisco. “Manzanares, Torrelodones, Villaviciosa, Juncos”. Alejandro se quedó atrás, de pie, entre los últimos en llegar, y oyó apenas el colofón de la retahíla: “Móstoles, Esquivias, Madrid… y Cogolludo”. Vio cómo se abatían las lomas verdes de la Casa de Campo y temblaban los edificios del Alto de Extremadura antes de ser absorbidos. La destrucción, de un negro sin matices, fue corroyendo y deglutiendo todo cuando encontraba a su paso. Llegó al río y comenzó a subir hacia el centro, sumiendo en la oscuridad el Palacio Real, la catedral… y ya en la calle Segovia derribó el viaducto, que no tuvo tiempo de caer al suelo en escombros y se fundió en el negro. La raya lóbrega siguió ascendiendo. Ahora el frío parecía crear una corriente de aire hacia abajo, como el aire de un pozo. Entonces la capa de negrura se extendió como sombra perfecta primero por la plataforma y la rampa, y finalmente por el inmenso mirador.


II

Pablo Sastre dudaba si contar al otro todo lo que había visto. Consideró que ya parecía bastante motivado para salir de allí, y que de contárselo corría el riesgo de que pusiera en duda su salud mental y la conveniencia de seguir con un tipo que veía esas cosas. Además, él mismo dudaba de que aquello que había visto o creído ver, o al menos parte de ello, fuera efectivamente como él lo había visto o lo que él había interpretado que era. Mejor guardarlo para sí y ayudarse de Mula para escapar, sin más.
Seguían oyendo voces fuera. Era cuestión de tiempo que entraran a buscar en el atrio.
- Venga, voy a enseñarle algo-, dijo Pablo. Salieron de aquel precario escondite tras los cajones y se dirigieron hacia el pasillo que conducía a las oficinas, los aseos y el cuarto de basuras. Había decidido que el único lugar medianamente seguro y que garantizaba, siquiera en parte, que saldrían de allí eran los cubos de basura. Era sucio, y exigiría de ellos mucha paciencia y no poco estómago, pero cualquier otra solución, con además tan solo una bata que tal vez ya estuvieran buscando, y una bata que no le protegía a él, le parecía más arriesgada. Pensaba contárselo enseguida, pero no bien habían entrado en el pasillo oyeron al fondo voces y ruido de muebles. Era cosa de minutos, quizá segundos, que salieran al corredor.
Pablo cambió de dirección bruscamente, con Mula en los talones, y atravesaron con éxito el atrio hacia el otro pasaje. Para desaparecer de la vista lo antes posible, se metieron en el primer muelle de carga, donde les esperaba una sorpresa. Y el más sorprendido fue Pablo.
Las neveras apiladas que destilaban aquel humillo blanco seguían allí, pero enfrente no tenían ya aquel montón de ropa blanca, sino tres sacos negros para el transporte de cadáveres. Y parecían llenos. Además, la caja del camión no estaba vacía. Sastre se adentró un poco. Era un vehículo frigorífico. Hasta la mitad del largo camión, ancladas al suelo por herrajes, había diez camillas dispuestas en dos filas en batería de dos en fondo, sin apenas intersticio entre ellas. Todas menos una estaban ocupadas por lo que semejaban cuerpos humanos tapados con sábanas o colchas blancas y sujetos con correas por las piernas y el pecho.
- Mira ese-, señaló Mula.
La sábana que cubría aquel cuerpo dibujaba una línea de manchas rojas desde la pelvis hasta el pecho. Le habían puesto la tela cuando aún sangraba. Tal vez seguía sangrando y agonizando en estado inconsciente. La parte de tela que debía de caerle sobre la cara estaba totalmente empapada.
Tal como habían previsto, comenzaron a oír golpes y arrastrar de objetos en el amplio vestíbulo. Era grande, con muchos escondrijos, pero no tardarían mucho en buscan en las dársenas.
- Túmbese-, murmuró Mula.
- ¿Qué?
-¡Vamos, túmbese! Yo simularé que estoy buscando y usted ya no será lo que buscan si está encima de una camilla con una sábana por encima.
Sastre se tumbó y dejó que lo cubriera con una sábana. Cuando sintió la correa sujetándole las rodillas se descubrió de golpe.
-¿Qué coño está haciendo?
- Mire cómo están los demás. Si usted no tiene la correa, ¿qué van a pensar?
Se dejó cubrir de nuevo y poner la correa de las piernas. Pero levantando la cabeza seguía viendo a través de un pequeño resquicio entre los pies. Mula se alejó hacia el portón de la caja del camión, para espiar o hacer que buscaba. Pablo estaba agotado y por un momento dejó que la tensión se diluyera por la dura superficie sobre la que estaba tumbado. Cerró los ojos, dejó caer la cabeza y algo en su interior, algo que luego él denominaría, a falta de una definición mejor, diminuto giroscopio interno dio un vuelco pacífico y descompuso su equilibrio, que pasó por una zona de sombra antes de despertarle con cierta sensación de alarma. Levantó la cabeza y miró entre sus pies. Mula se había acercado al resquicio que quedaba entre la boca del muelle y el camión; le oyó chistar a alguien y decirle algo en voz baja. Luego regresó junto a él.
Pablo Sastre había dejado el brazo derecho junto a su cabeza, y en cuando Mula se inclinó sobre él para tratar de colocárselo pegado al cuerpo y sujetárselo junto con el otro con la segunda correa, lo golpeó con toda su fuerza en el pómulo. Mula compuso un gesto de dolor y se llevó las dos manos a la cara. Por un instante fugaz, justo antes de empujarlo y derribarlo con el fin de disponer del tiempo suficiente para quitarse la primera correa y saltar de la camilla, Sastre vio incomprensión y asombro en el rostro de Tono Mula. No el asombro de aquel que se ve sorprendido por el asalto de un perro rabioso, sino la inesperada y amarga sorpresa que provoca la ingratitud, la cara de buena voluntad atropellada del que se ve atrapado inerme por la traición de su propio perro o de su hermano. Desde el suelo, Mula quiso decir algo, pero Sastre todavía no había procesado aquellas señales de indefensión, y, una vez liberado y en pie, lo golpeó de nuevo, esta vez en el mentón, y lo dejó inconsciente. A continuación le quitó la bata, lo tumbó en la camilla, lo cubrió, lo sujetó y, con la bata ya puesta, se puso a simular que buscaba por bajo las camillas.
- ¿Qué decías?, ¿que lo habías encontrado?
Sastre se volvió. Uno de aquellos tipos lo miraba desde el muelle. En la semioscuridad, no se veían bien el uno al otro. Solo podría decir que era calvo, y que su voz tenía acento francés.
- Falsa alarma; creía que se escondía detrás de ese montón de ropa. ¿Qué tal por ahí?
- Nada. Habrá saltado la valla del fondo. No importa, mañana todo esto estará limpio. ¿Con quién trabajas tú? No te conozco.
- Con… Juanjo. He empezado hace poco.
- ¡Menudo capullo!
- Y que lo digas.
- Mete a estos tres-, dijo, y dio una patadita a uno de los cadáveres de los sacos-, y las neveras también, allí al fondo, junto a las camillas. En cinco minutos salen los camiones. Si encuentran al tipo, vuestro turno va a desayunar. Como no aparezca, hoy no salís. Te lo advierto.
- Pues venga, a buscarlo-, dijo Sastre, y levantó la mano en señal de despedida antes de ponerse a hurgar por debajo de las camillas.
Cuando notó que el otro se hubo ido, se incorporó aliviado. Levantó un poco la sábana que cubría a Tono. Su cara se movía; empezaba a recuperarse y, para no arriesgar por un detalle la situación estable que había conseguido, buscó algo por allí e improvisó una mordaza. Lo tapó otra vez después de ponérsela. Luego metió las bolsas negras y las neveras y las fue colocando como le habían dicho. En ese momento, el otro recuperó el conocimiento e hizo ruido con la boca para llamar su atención. Le destapó. Trataba de comunicarse mediante muecas. Quería que le quitara aquello de la boca. Por gestos confirmó que no gritaría.
- Si trata de alzar la voz, lo ahogaré-, amenazó Pablo, y estranguló su cuello con una mano mientras le quitaba con la otra la mordaza.
- ¿¡Por qué ha hecho eso!?
- Me dijo que no gritaría-, recordó Sastre, y apretó un poco el cuello de Tono Mula, que confirmó con gestos que no lo haría.
- Está bien, está bien. Ahora dígame por qué lo ha hecho.
Sastre no podía creerse lo que oía.
- ¿Y por qué le dijo usted a ese tipo que había cogido al fugitivo?
Mula calló y puso cara de fastidio. Pablo lo insultó.
- Cabrón. Me iba a entregar. Hijo de puta.
- No. Nada de eso. Si lo diesen por atrapado, dejarían de buscarnos. Tendríamos más oportunidades.
- Las tendría usted, con la bata, con MI bata. ¿Y si, una vez localizado, decidían pincharme un tóxico, o matarme?
- Lo habría impedido.
- ¿Usted? Pero si le he derribado de una hostia.
- Me ha cogido desprevenido.
- Iba a conseguir que nos matasen.
- Y ahora, ¿estamos mejor, listo de los cojones?
- No saben que estamos aquí, y los camiones van a salir.
Tono reflexionó un momento y luego dijo:
- Está bien. Suélteme.
- Ni hablar, para que meta la pata otra vez.
- ¡Suélteme, joder!
En lugar de eso, en una maniobra muy rápida, logró ponerle de nuevo la mordaza. El otro se agitaba, pero ya era inútil.
- Deje de armar escándalo, si no quiere que nos descubran. Déjeme pensar un momento-, pidió Pablo. Se sentó sobre la torre de neveritas y apoyó la espalda en el revestimiento del interior del camión. El frescor le invitó a cerrar los ojos y a permitirse cierta relajación. Con la ausencia de luz, se sosegó todo alrededor y aun dentro de él. Y, por un momento, perdió la conciencia otra vez.
Tono lo miraba. Lo vio desconectado, ausente, pero el tiempo seguía corriendo en torno suyo. Así que, a los pocos segundos, comenzó a agitarse inquieto, hizo ruido con la camilla, resolló, farfulló como pudo y logró llamar su atención y hacerle regresar. Pablo abrió los ojos e instantáneamente, con la misma rapidez con que había caído inconsciente, se hizo cargo de la situación y dijo incorporándose: “Voy a ver”.
Antes de salir del muelle, Sastre miró hacia atrás: Mula estaba completamente quieto. Tenía que estar aterrorizado. Se la había intentado jugar dos veces, pero no podía dejar de sentir cierta compasión por aquel tipo. Al fin y al cabo, luchaba por su vida. Salió al atrio, pero ya no buscaban por allí. Con las lámparas del techo encendidas, la nave parecía aún más grande. Contra los laterales se veían enormes baldas y en el suelo embalajes abiertos y destripados con piezas mecánicas por el piso, grandes bobinas de papel marrón arrimadas a las esquinas, algún banco de trabajo metalúrgico, unos archivadores y basura en bidones. En el centro, un círculo vacío pero lleno de ecos, se veía al de la tablilla dando instrucciones a algunos tipos con bata que lo rodeaban. Entre ellos se encontraba el tal Juanjo, que escuchaba como si todo lo que el otro decía no resultaran sino despropósitos incomprensibles, y que cuando lo vio cruzar por detrás movió negativamente la cabeza como si todo aquello fuera un caos irremediable, un caos producto, en primer lugar, de la imperdonable negligencia de no ponerle a él al mando de todo. Sastre se lo reconoció moviendo la cabeza y siguió avanzando hacia la puerta abierta que daba al patio. En ese momento, por el portón del fondo noroeste, el de al lado de la garita de vigilancia, estaban entrando varios camiones que maniobraron para quedar en mitad del aparcamiento con las puertas de los remolques mirando hacia los muelles. Resultaron ser tres, muy largos. Pararon los motores y los conductores descendieron y fueron a abrir la puerta de la carga. Venían llenos hasta arriba. Varios sujetos embatados se dirigían hacia las dársenas y los siguió. Por su derecha apareció un vehículo de descarga de palés, ese que llaman toro, y se acercó al primer camión de los que acababan de llegar. Eran cajas de fruta. Mientras caminaba empezó a comprender la situación. El camión que estaba en el último muelle de carga, el más al norte, arrancó su motor, avanzó unos metros con el portón abierto y giró a la izquierda para facilitar la carga y poder salir, después, hacia delante por la estrecha vía de servicio que habían utilizado los camiones de fruta para entrar y que discurría junto al muro hacia el portón del noroeste. Había siete muelles, seis camiones. Si se respetaba el orden, aquel en que se encontraba Tono Mula sería el sexto y último en ser cargado.
Subió al cajón y esperó junto con otros a que llegara el toro con la primera carga de palés. Ninguno de aquellos hombres, o lo que fueran, miraba hacia atrás, pero él sentía una poderosa aprensión por lo que sabía que tenía a la espalda. Al subir no había podido evitar ver de refilón las camillas, los sacos, las neveras, la sangre. Cuando llegaron las primeras cajas, de melones de Villaconejos, ayudó a colocar los palés sobre la plataforma deslizante, a empujar la bandeja y a anclarla al fondo justo pegada a las camillas. Luego vinieron sandías, tomates y pimientos hasta completar la mitad derecha del cajón. Todos los palés llegaban hasta el techo, y el camión se cargó hasta la misma puerta. Después cargaron el otro costado. Cuando estuvieron cargados ambos laterales, cerraron y partió. Entonces comenzaron con el segundo camión.
Todas estas operaciones, tanto como las esperas, se realizaban en completo silencio; con el mismo sudor, el mismo respeto por el espacio ajeno, hasta el mismo paquete de tabaco compartido y propio de este trabajo; una adusta mudez de estibador que le hizo preguntarse a Pablo si algunos de aquellos individuos fuesen humanos. Y si lo eran, ¿sabían qué había en los sacos y las camillas? ¿Entendían qué significaba todo aquello? ¿Cómo podían prestar servicios, ese tipo de servicios, a unos seres que nos utilizaban como materia prima o ganado o donantes obligatorios? Otra cosa sería si todos fueran alienígenas embutidos en cuerpos humanos. No sabía cuál de las dos conjeturas era más monstruosa. Y si eran seres de otro planeta, ¿cómo parecían tan terrenales como aquellos hombres rudos que lo rodeaban?, ¿cómo tenían aquellas debilidades tan específicamente humanas como el narcisismo y la idiocia de aquel tipo, aquel tal Juanjo?, ¿… o la crueldad del que le había humillado tratándolo de rata, o la suspicacia de aquel otro con ojos de serpiente que le había estado vigilando hasta obligarle a regresar al matadero? Por otro lado, ¿a qué se debía que no lo descubriesen? Él era humano, estaba codo con codo con ellos, les hablaba, no le conocían de nada y le aceptaban a su lado. Solo los separaba de la verdad una simple tela, la fina tela de aquella bata blanca que alguien había dejado en una silla y que ahora estaría desesperado buscando por ahí.
Al acordarse de esto, le entró un poco de pánico. Deseó no haberse subido al primer camión. Ahora resultaría injustificable, o al menos difícil de explicar, bajarse de aquel tercer camión a mitad de tarea y marcharse. Pero comenzaba a preocuparse no solo por sentirse vulnerable, andando por ahí con una bata que no era suya, sino por Mula. Llevaba un buen rato solo, no sabía qué estaba pasando. Si él no decía nada, lo taparían con uvas o pepinos y se lo llevarían dios sabía dónde. Si Mula se ponía nervioso y se delataba con los ruidos, podía acabar denunciándolo y decir que le habían robado la bata (la mordaza lo haría creíble), incluso acusarlo si lo identificaba, y todo por salvarse.
Saltaron del tercer camión y estaban viéndolo marcharse cuando oyó llamar a su espalda.
- ¡Eh, tú!
Con el corazón acelerado, siguió a lo suyo. Se apartó para dejar colocarse al cuarto camión. La voz volvió, pero esta vez la reconoció.
- ¡Oye, tú¡ ¿No estabas con el grupo de Juanjo?
Se volvió. Había reconocido el acento y ahora veía la calva del tipo que casi los descubre en el muelle. Movió afirmativamente la cabeza.
- Pues vete a desayunar. Ya han cogido al fugitivo. Vete antes de que te quedes sin salir.
Dijo gracias, se despidió de los otros levantando la mano y se dirigió hacia la nave central. Estaba extremadamente excitado: el fugitivo atrapado podía ser Mula, y en tal caso lo peor que podía hacer era caminar hacia donde lo hacía, pues para Pablo sería nefasto que se cruzaran. Mula lo arrastraría con él a la perdición sin dudarlo ni un solo segundo. Pero también le habían dicho que podía salir, que podría escaparse por la puerta a la vista de todos y salvarse y olvidarse y no estar en peligro nunca más, pues no conocían su nombre ni sus señas.
Al ingresar en el atrio oyó que se acercaban los gritos de un tipo que afirmaba, que juraba que él no era el que buscaban. Tuvo el tiempo justo de hacerse a un lado y ocultarse tras el embalaje de lo que parecía una nevera. Desde allí vio cómo, saliendo del pasillo que conducía a las oficinas, dos tipos con bata arrastraban a otro vestido de calle y con la ropa y la cara llenas de manchas. El tipo gemía y tironeaba débilmente, seguramente sabedor de que revolverse era ya por completo inútil.
- ¡Os juro que soy del grupo operativo!
- ¿Y qué hacías en la basura?
- ¡Me han robado la bata! ¡Me han robado la bata! ¡La he dejado en el respaldo de una silla, en la cabina, y ha desaparecido! ¿Cómo me iba a presentar sin bata?
- ¿Y por qué no lo denunciaste?
- ¡Ya habían anunciado que había un fugitivo! ¡Temí que no me creyeran! ¡Además estaba buscándola por todos lados, por si me había equivocado al creer que la había dejado en la silla! ¡Puede estar en cualquier sitio! ¡Buscadla! ¡Tenéis que creerme!
- ¿Y por qué te quitaste la bata?, ¿no sabes que no se puede?
- ¡Ya! ¡Sí, sí! ¡Lo sé! Fui a asearme. Uno de ellos se había vomitado encima y al levantarlo me manché de algo… Era asqueroso.
- ¿Y por qué corriste cuando te dieron el alto?
- ¡¡Porque se me echaban encima!! ¿Cómo voy a explicarme si se me echan encima gritando: “¡Ahí está, ahí esta!”? ¡Necesitaba un momento para… pensar; para… buscar algo que…!
- ¿En la basura?
Pasaron por delante de él y salieron al patio. El tipo se puso a llorar y se alejó llorando. Ninguno de los que ocupaban la nave le dedicó un comentario ni una mirada. Observó la puerta abierta, por la que salían parejas de trabajadores charlando tranquilamente, y tomó su decisión. Cubrió la distancia que lo separaba de la puerta como hipnotizado por la tensión, tratando de dar fluidez a sus movimientos, y no parecer un sonámbulo arrasado por el miedo. Al traspasar el umbral giró a la derecha y se dirigió hacia su coche. Era el único que había junto a la acera. Abrió la portezuela, entró y se sentó. El coche estaba ya ardiendo a pleno sol. Siguió viéndolos salir, cruzar unos metros por delante del coche y continuar caminando bajo un túnel hacia los edificios del otro lado de la Avenida de Andalucía. Entonces un camión pasó a su lado viniendo desde atrás, giró por la primera a la derecha y tomó un ramal para incorporarse a la carretera nacional. Era uno de los que estaban cargando dentro. Lo reconoció por el logo. Sería el cuarto. Ahora mismo estarían cargando el quinto y pronto llegaría el momento del último. Arrancó el motor y puso el aire acondicionado. Le asombraba aquel fetichismo de la bata. Él había podido moverse con total impunidad y aquel pobre tipo, a no dudar el propietario de la bata que él llevaba puesta, estaba condenado por el simple hecho de no lucirla encima. Empezaba a refrescarse el aire dentro del vehículo, comenzaba a serenarse y a pensar con cierta cordura, y sin embargo fue ahora cuando creyó que se había vuelto loco.
Apagó el motor, salió del coche y se dirigió con tranquilidad al portón, giró a la izquierda al ingresar en la penumbra, accedió al túnel de dársenas y subió las escalerillas de la primera. En ese momento, arrancaba el motor del trailer con Tono Mula dentro. Había llegado tarde. Aun así, corrió por el muelle y saltó dentro del cajón con el tiempo justo de ir hasta el fondo, comunicarle a Mula su presencia y ocultarse tras los sacos de los cadáveres y bajo un montón de ropa blanca. Su idea era liberar a Mula, neutralizar a los dos cargadores cuando estuvieran dentro, arrebatarle a uno su bata blanca y hacerle ocupar la camilla vacía. El cuerpo del otro cargador, inconsciente o muerto, iría donde él se escondía ahora. Después, él y Tono terminarían de cargar el camión y saldrían por la puerta como si tal cosa. Pero cuando el camión estuvo a plena luz, comprendió que sus cálculos habían sido optimistas en exceso. Inmediatamente subieron dos operarios que él ya conocía y empujaron la primera bandeja hasta el fondo, a la derecha, pero él no había tenido tiempo de liberar a Mula, y estando él solo, no se atrevió a enfrentarse a los dos. Cuando regresaron hasta el portón para recibir el siguiente, soltó a Mula al amparo de aquel primer palé.
- (¡Se puede saber dónde coño ha ido!)
- (¡Shhh!)
- (¿Cómo ha tardado tanto? ¿Cómo vamos a salir de aquí?)
- (¡Shhh! ¡Cállese, joder! ¿Se cree capaz de neutralizar a uno de esos dos?)
- (¿Qué?)
- (¡Ya me ha oído!)
- (¿Qué es esto?, ¿una película americana?)
- (¡Hágase con el rubio! Cuando vengan con el siguiente palé, les saltamos encima. No dude. No le deje gritar. A mi señal)
En ese momento estaban colocando la bandeja metálica en los rieles, pero ocurría algo extraño, diferente. Empujaron el palé hasta el final y después lo anclaron sin que nada se lo impidiera. Mula miraba a Sastre, que se había quedado bloqueado.
- (¿Era ahora cuando íbamos a…? Porque no he visto la señal. ¿Ha hecho una señal?)
- …
- (¿Cómo vamos a saltarles a la yugular si no podemos salir?)
- (Estamos jodidos).
En lugar de llenar todo el lado derecho del camión antes de comenzar con el izquierdo, quién sabe por qué, habían decidido ir estibándolo de ambos lados a la vez, de modo que el segundo palé, alto hasta el techo como todos los otros, les había dejado encerrados en el lado de los cadáveres y las camillas. Ahora había ya poca luz, la poca luz desvaída que entraba por el portón y se filtraba a través de los cajones de fruta. Pronto no la habría de ningún tipo.
- (¿Qué hacemos ahora? ¿Salimos rompiendo, como los superhéroes?)
Sastre se sentó. No había nada que hacer de momento sin comprometerse. Sugirió a Mula que no hiciera ruido, que todavía no estaban a salvo, y le pidió que pensara en algo; mientras, fuera seguían cargando los siguientes palés.
- (Me ata, me pone las correas y me pongo a gritar que un tipo de los del casting me ha golpeado y me ha dejado aquí encerrado inconsciente).
- (¿Y yo? No hay más camillas).
- (Se esconde debajo de esas mantas y, cuando yo los distraiga, sale).
- (No me parece buena idea. He visto la poca credibilidad que dan a los que van sin bata. Solo la bata les da confianza).
Los operarios estaban cargando ya los terceros palés.
- (Muy fácil. Deje que me la ponga yo. Le cedo la camilla. Se tumba, lo ato y se hace el muerto. Yo les digo que me dejó por aquí tirado, inconsciente. Resulto creíble, tengo un hematoma en el ojo. Luego busco la ocasión y le libero.)
Sastre miró a Mula. En la ya escasísima luz, Mula le apremiaba con las manos y los ojos acuciantes. Allí estaba el hematoma del puñetazo que él le había propinado.
- (¡Pero qué pedazo de cabrón! Todavía está pensando en engañarme.)
- (¡No, no, no!... ¡Hágalo usted, vamos, vuelva a atarme y a cubrirme y póngase a gritar como un loco! ¡Vamos, nos quedamos sin tiempo!)
Sastre sabía que tenía razón, sentía como metían el penúltimo palé, pero también conocía el destino que le esperaba a Tono si le hacía caso. Le parecía asombroso que Mula fuera capaz de proponerse como víctima de aquel sacrificio (pues a ninguno de los dos se le escapaba que eso era en realidad lo que estaba pasando allí) solo para no admitir que su plan era una argucia para arrebatarle la bata y así salvarse. Tan asombroso le parecía que no se creía ni una palabra. Algo habría elucubrado para salvarse incluso en esa última situación propuesta; tal vez esperar a que llegasen los otros y entonces ponerse a gritar que era él el operario, y el otro el fraude, dar alguna clave que hubiera aprendido, algún detalle incontrovertible que lo acusara a él, a Pablo, y dejara libre al astuto de Tono Mula, que seguro que después contaría aquella historia en el bar, rodeado de amigotes, y nadie le daría crédito por más que él asegurase que era del todo cierto, y lo jurase por la memoria de su madre, pues estarían acostumbrados a sus fabulaciones, tan ocurrentes y divertidas como radicalmente falsas.
Pablo no se decidía, y Tono habló de nuevo, con urgencia en la voz.
- (¡Escóndase! ¡Quédese con la puta bata! ¡Voy a empezar a gritar! ¡Salga en cuanto pueda!)-, dijo, y se movió para colocar la boca en la estrecho hueco entre los palés de ambos lados. Tono tiró de él y le tapó la boca, al tiempo que aseguraban la última bandeja y cerraban la puerta.
- (Cálmese. Sería inútil. Nos matarían a los dos. No he vuelto de la calle para que nos maten a los dos. Algo podremos hacer. ¿Puedo quitar la mano?). Tono movió la cabeza y Pablo lo soltó. Cayeron sentados contra las cajas cuando el camión arrancó de golpe.
Sin poder evitarlo, se agitaban en silencio al compás de los vaivenes del camión. Saltaron como muñecos durante largos minutos, hasta que pareció que salían a una carretera nacional y el conductor fijaba una marcha de crucero estable. Estaban totalmente a oscuras. Además, de la parte delantera del cajón, enfrente de ellos, comenzó a descender un aire helado que les obligó a taparse con aquel montón de sábanas y colchas que había junto a los sacos de cadáveres. Un sutil aroma dulzón y metálico fue invadiendo paulatinamente el aire a medida que se enfriaba. Tono habló.
- ¿De veras estaba ya en la calle?
Después de unos segundos, Pablo contestó.
- Sentado en mi coche, con el motor en marcha. Con el aire acondicionado.
Estaban sentados contra la torre de cajas de fruta, que por el olor debía de ser piña o mango, y quizá también kiwi. Cuando el conductor movía el volante, se golpeaban con el brazo y el hombro.
- Yo no habría vuelto.
- Lo sé. Da igual.
- Tengo familia, ¿sabe? Cualquier otra cosa… me trae sin cuidado.
- No le juzgo. No se excuse. Lo hizo por salvar el pellejo y punto.
- Y lo de la bata, también.
- Déjelo. Yo mismo lo habría hecho. Cualquier otro día.
- Lo habría olvidado enseguida. Podría estar con su mujer ahora mismo y enseguida lo habría olvidado. Aunque quizá no sea usted de esos que olvidan.
- Cállese de una puta vez. (…) Creí que podría salvarle también a usted.
- Ya… (…) ¿Sabe lo que creo?
- (…)
- Creo que eres de esa clase de gilipollas a los que dicen buena gente. Podía haberse ido y llamar a la policía. Era lo más seguro para todos.
- Si hubiera sabido que me iba a someter a este castigo, le habría matado yo mismo… Quizá aún lo haga.
- ¿Después de salvarme?
- Y voy a empezar dándole una hostia que me va a saber a gloria, si no se calla. Piense cómo salir de aquí, y antes de que lleguemos a destino. Si llegamos donde descarguen, no creo que tengamos muchas oportunidades.
- Mejor en el camino.
- Mejor en el camino.
Estuvieron debatiendo largo rato si ponerse a dar golpes sería buena idea, pero tal vez por el frío intenso, o por el enrarecimiento del aire dentro del cajón, sus reacciones mentales y físicas eran lentas y torpes. Entonces pensaron en llegar como pudieran al portón y abrirlo desde dentro. Entre las dos filas de palés había un hueco mínimo, y entre el techo y las últimas frutas había unos escasos cinco o, en los lugares más holgados, diez centímetros de espacio. Podían ir abriéndose camino arrojando la fruta a los lados y hacia atrás, sobre las camillas. Esa parecía la mejor propuesta.
Cuando, entumecidos y torpes, iban a ponerse manos a la obra, el camión dio un bache lateral y comenzó a detenerse. Parecía que no iban a tener ocasión de probar su idea. Se volvieron a sentar, aparentemente derrotados, y de nuevo se protegieron del aire gélido que descendía en oleadas polares de la rejilla del refrigerador.
- La idea era buena.
- Sí.
Aguardaron, fatalistas y cuajados por la congelación, a que abriesen el portón, pero ya pasaba un buen rato y nadie se acercaba hasta allí, aunque seguían oyendo coches, y cómo algunos de estos se acercaban y pasaban despacio junto al camión. Al hablar les temblaba la voz.
- ¿Oyes algo?
- No
- ¿Y si les ha parado la Guardia Civil?
- ¿Por qué?
- Yo qué sé. Por el tacómetro. Funcionaría que diésemos golpes.
- Pero si no es así, estaríamos perdidos.
- Eres una alegría de persona.
- ¿Qué hora será?
- ¿Para qué quieres….
En ese momento, los cierres del portón sonaron y se abrieron las puertas. Entró un poco de luz y un quizá un poco de calor, aunque se quedó en la parte trasera del cajón. Dos hombres anduvieron manipulando las primeras cajas y riendo, (“¿Grito?” “¡Ni se te ocurra! He visto algo blanco. No es la Guardia Civil”) y luego cerraron otra vez. Al poco se reanudó la marcha.
- ¿Qué ha ocurrido?
- Han parado para almorzar. Por eso quería saber la hora.
- ¿Y luego, para qué han abierto?
- Para hacer la compra-, dijo Pablo, que comprendía además que aquella apertura de la puerta había sido providencial para ellos, pues había permitido cierto intercambio de aire, y por tanto cierta entrada de oxígeno. Mula se había quedado un momento en silencio, pero por fin comprendió la sugerencia de Sastre, aunque le extrañaba, según explicó a Pablo, que aquellos tipos, que habían visto los sacos, las neveras y las camillas, y que hasta tal vez hubieran participado de algún modo en los crímenes que se habían cometido, tuvieran la sangre fría o la indiferencia inhumana de estar pensando en llevarse un par de piñas o de mangos del camión para casa, quizá para su familia, si es que la tenían.
Pablo no contestó. Como referencia remota, sin molestarse en evocar ningún recuerdo concreto, pensó en los nazis de los que se hablaba en la televisión o que salían en las películas.
-¿Qué tal si empezamos a agrandar el hueco?-, propuso Mula.
Comenzaron a hacerlo enseguida. Pablo pasó delante y subió hasta arriba. Rompió el lateral de contrachapado de la última caja y comenzó a sacar las piezas de fruta. Luego se las pasaba a Tono, que las depositaba con cuidado en el suelo, evitando así que un golpe demasiado fuerte alertara al conductor o a su acompañante, pues ya sabían que había dos individuos en la cabina. Hay que tener en cuenta que todas estas operaciones se desarrollaban en total oscuridad, con lo que los errores eran frecuentes, y más de una piña cayó al suelo con mediano estrépito y el consiguiente susto, y a veces la innecesaria discusión. Como no podían trabajar y sujetarse las colchas alrededor del cuerpo a la vez, las habían dejado en el suelo, al pie del palé, para que amortiguaran el posible ruido de la caída de la fruta. Con lo que no habían contado era con que al tener que dejar de lado aquella parca protección contra el frío, este les atacaba directamente en la piel, pues estaban en verano y los dos llevaban manga corta, aunque Sastre vistiera encima, eso sí, la bata blanca, y además su actividad, más intensa que la de Mula, pareciera ayudarle a combatir la helada. Al principio, la actividad física les caldeó un poco, pero poco a poco aquella temperatura próxima a cero empezaba a agarrotarles los músculos, haciéndose insoportable e imposibilitando el trabajo.
- Para. Espera un momento.
Sastre se detuvo y oyó ruido como de entrechocar de las camillas.
- ¿Qué haces? ¿Dónde te has subido?
- Voy a tapar las rejillas del aire frío. Creo que sé dónde están.
Pablo oyó cómo Mula rabiaba por el esfuerzo y por recibir el frío en plena cara. Estaba tapándolas una a una con aquellas sábanas y colchas. Dijo desde allí que también taparía la reja por donde la máquina absorbía el aire, porque si no se quedarían sin él, y por tanto sin fuerzas antes de llegar a la puerta. Se quejaba de tener que hacerlo él, que no tenía ni siquiera la bata para taparse un poco, y de tener que andarse entre aquellos fiambres, y del asco que le daba pisarlos.
- No los pises mucho. Tal vez no estén muertos del todo…
- Cabrón.
- …y se levanten siendo zombis, y quieran devolverte el favor.
- Dices esas cosas porque tienes la bata.
- ¿Quéee? Pero todavía estás…
- Da igual. Ya bajo,- contestó Mula; pero aquella sugestión, según luego contaría a Pablo, le hizo estar más impresionable, o quizá solo más atento.
Reanudaron el trabajo enseguida. Cuando llegaron al segundo palé, dejó de hacer falta bajar la fruta hasta el suelo, pero ya no podían trabajar los dos. Mula esperaba abajo, mientras Sastre metía la fruta que iba desalojando por cualquier lado que no obstruyera el rebaje que había ido practicando. El frío había remitido, pero si en la cabina tenían controladas las condiciones del cajón frigorífico y de la máquina, pronto echarían de ver que algo no marchaba como debía. Mula se había ofrecido en dos ocasiones a continuar el trabajo de desnivel, pero Sastre no quería perder tiempo haciendo relevos, porque además una sospecha le venía rondando por la cabeza desde hacía un rato.
Entonces, a mitad del cuarto palé, Sastre vio confirmada su sospecha.
- Mierda-, dijo con la voz ahogada, y tosió un par de veces.
- ¿Te has hecho daño?
Mula oía a Sastre recular lo más rápidamente que podía.
- ¿No puedes seguir? Tenías que haberme dejado. Esa bata no es la capa de superman.
Sastre descendió hasta el piso y dijo: “¿Hueles eso?”
- No, ¿qué es?
- Es humo. Creo que se ha recalentado la máquina de frío y ha empezado a salir humo por la rejilla.
- ¿Nos vamos a asfixiar? ¡Me cago en el polo norte!
- No, si no tardan mucho en darse cuenta y en abrir. Y si mantenemos la cabeza baja, tendremos más tiempo.
- ¿Cómo de baja?
- A ras de suelo. Pero si nos quedamos abajo no estaremos en la mejor posición para salir y escapar cuando abran para ver qué pasa.
- Me cago en el polo sur.
- En cuanto sintamos que paran, nos vamos los dos para arriba y a esperar sin respirar. Si tosemos es lo mismo que si nos morimos aquí dentro.
Se tumbaron en el suelo y al poco ya empezaron a sentir molestias en los ojos y en la nariz. Entonces ocurrieron dos cosas inesperadas. El camión se salió de la carretera y entraron demasiado deprisa en un camino lleno de baches. Kilos y kilos de fruta desplazada se les echaron encima. Además, la tela de una de las rejillas cobró un intenso color amarillo y se puso a arder. Aquella luz aumentó la humareda pero, paradójicamente, también les permitió entrever la densa bruma tóxica que invadía toda la caja. Las filas de cuerpos cubiertos con la tela cobraban un aspecto si cabía más siniestro bajo aquel resplandor espectral. El camión daba bandazos y saltaba violentamente sin detenerse. De pronto, mientras Tono miraba las llamas, la cabeza de uno de los cuerpos se agitó vigorosamente e hizo deslizarse hacia un lado el paño que la cubría. En ese momento, dando un frenazo brutal, el camión paró en ligera rampa.
- ¡Vamos, arriba!-, masculló Sastre. Tono subió tras él rápidamente hasta acomodarse sobre el cuarto palé, pero no se quitaba de la retina la imagen de aquella cabeza. Pertenecía a un hombre con barba y era posiblemente una de las caras que él había pisado. Casi no se daba cuenta de que los ojos, aún abiertos debido a la impresión, le ardían y le lloraban. Los pulmones le estaban a punto de reventar.
De pronto, las puertas se abrieron y el humo se extendió hacia el exterior, dejando entrar una oportuna bocanada de aire ligeramente perfumado. El humo que salía hizo toser a los dos operarios, que procedieron enseguida a destrabar la primera bandeja y a tirar de ella hacia el borde hasta hacerla caer fuera del camión. Luego hicieron lo propio con la otra quinta bandeja, cuyo contenido se desparramó igualmente por el suelo de lo que parecía un bosque de pinos altos y muy finos. El aporte de oxígeno permitió a Sastre y Mula respirar un poco tímidamente, pero también reavivó las llamas. En medio del humo, que al aumentar la combustión se había hecho más denso, los dos camioneros, tapándose la cara y entrecerrando los ojos, descerrajaron a golpes las trabas de la bandeja sobre la cual Pablo y Tono se habían agazapado y tiraron de ella hacia fuera hasta hacerla caer sobre los restos de la anterior. Pablo y Tono vieron amortiguada su caída por montones de fruta y cajas rotas, y, mientras el conductor y su acompañante liberaban la cuarta bandeja, supieron rodar unos metros más lejos y ocultarse tras un desnivel del terreno. Más pronto o más tarde se darían cuenta de que había sido un sabotaje y quizá les diera por buscarlos, con que era mejor ir alejándose. No obstante, al no obrar aún ninguna sospecha y tener por delante la tarea de ir tirando los palés hasta acceder al fuego y apagarlo, los operarios no miraban mucho hacia el interior de la arboleda; como mucho escrutaban el camino, pues no sería para ellos cómodo dar explicaciones de un incendio eléctrico con todos aquellos cuerpos y camillas en el camión.
Era una superficie de repoblación, con los pinos en ordenadas hileras que se perdían en el fondo del bosque, y el terreno iba de montículo a badén alternativamente, sin duda por la técnica de roturación y cultivo de aquellos árboles. Ellos aprovecharon los surcos para ir escondiéndose a medida que se separaban del camión. Cuando estaban a unos sesenta metros, después de haber estado escuchando, entre reniegos y maldiciones de los dos conductores, el rodar y después caer de los palés al suelo del bosque, reconocieron el siseo intermitente de un extintor. Luego nada durante unos minutos. Y por fin percibieron cómo subían a la cabina y, abandonando la fruta, enfilaban el camino de tierra hacia el exterior de la explotación. Después de todo, no habían sospechado, y si lo habían hecho habían optado por salir de allí cuanto antes y minimizar riesgos.
Discutieron qué convenía hacer ahora, y ambos estuvieron de acuerdo en que caminarían por el interior, paralelos a la carretera nacional, hasta el área de descanso donde habían almorzado los otros. Luego se planteó la cuestión de qué hacer a continuación. Sastre era partidario de informar inmediatamente a la policía para que acabara con aquella aberración. Tono dijo que ni hablar, que después de comer se subirían a cualquier transporte para Madrid, a velocidad luz hacia el olvido. Sastre no podía creer lo que oía. Era, dijo, otra manifestación más del egoísmo de Tono, y añadió que podían hacer una llamada anónima y así protegerse de represalias. Con esas condiciones, y reteniendo aún en la memoria lo que acababa de contemplar y no había contado a Pablo, Tono aceptó la propuesta: llamarían a la policía y les contarían todo lo que habían visto y vivido.
Llegaron agotados cerca de dos horas más tarde. Al enterarse de dónde estaban, se asombraron de lo mucho que se habían apartado del punto de partida. ¿Cuánto tiempo habían pasado entonces en el camión? Calcularon unas cinco horas. Sin duda el frío y su indecisión les habían hecho perder la noción del tiempo. Teniendo esto en cuenta, no presentaban tan mal aspecto, después de todo. Cuando se sentaron en una mesa y la joven camarera caribeña les preguntó amablemente en qué les podía ayudar, Mula estuvo a punto de echarse a llorar de agradecimiento. Pidieron dos menús, y les trajeron antes dos cervezas muy frías. Al llevársela a la boca, esta vez fue Sastre el que padeció algo como un estremecimiento de placer. Tono era más delgado que él, pero tenía la cara ancha, mofletuda.
- ¿Qué nombre es Tono? ¿Antonio? ¿Antón?
- Solo Tono.
- Ya.
- Vi levantarse a uno.
- ¿Un qué?-, preguntó Pablo, saboreando la cerveza y mirando las montañas peladas que se veían a lo lejos a través del gran ventanal de la cafetería.
- Uno de los de las camillas. Cuando lo del humo, movió la cabeza y la levantó. Estaba vivo. Yo creo que todos estaban vivos, pero drogados.
- ¿Y por qué levantó ese la cabeza? ¿Estás seguro de lo que viste?
- ¡Llevaba barba, joder! Creo que hasta lo recuerdo de la cola de por la mañana. Tal vez el humo le hizo reaccionar.
“O tus pisotones en la cabeza”, pensó Pablo, pero no lo mencionó. No era necesario. No le contó tampoco ahora lo de los tipos viscosos, el amarillo luminoso de la piel translúcida, el esqueleto diferente… Era mejor así. El horror ya era suficiente sin la aparición de seres de otros planetas, de alienígenas repugnantes que tal vez existieran solo en su cabeza; aunque el claro testimonio de sus propios sentidos le hacía guardar cierta horripilante reserva, una reserva de terror con la que ni él mismo sabía cómo tratar. Durante la comida intercambiaron datos personales: trabajo, familia, origen geográfico…, hicieron una recopilación de todos los elementos que conocían de aquella trama delictiva de secuestro, asesinato y robo de órganos masivo, y unificaron la versión que iban a contar a la policía, para no levantar más sospechas de las inevitables con su historia, sospechas de ser unos bromistas, dos lunáticos o simplemente un par de idiotas, y acelerar así la respuesta de las autoridades. Quizá pudieran salvar aún a los de los camiones. A algunos de ellos. La policía, apuntó Pablo, tenía recursos: hombres, helicópteros, información, armas, y la ley de su lado. Mula apostilló que menos con la ley, los malos contarían seguramente, y en abundancia, con todo lo demás, además de con la anticipación, la mentira y la falta de escrúpulos. Aquella observación hizo que se instalara entre ellos un silencio oneroso.
Llegó la comida.
Cuando recuperaron fuerzas, recobraron también cierto optimismo, y como el panorama que pintara Mula parecía haberles conducido, y no sin razón, a la concepción derrotista de que los criminales siempre se salen con la suya, él mismo se sintió obligado a añadir que aun así no sería difícil cazar a muchos de aquellos auténticos cabrones y asesinos en serie, lo que tal vez permitiera desmontar aquella organización criminal, y que ellos dos contaban, además, con el beneficio del más completo anonimato, pues nadie sabía quienes eran. Aquella ignorancia, agregó, era como un seguro de vida. Pablo estuvo de acuerdo, pero pensó en su coche, aparcado allí al lado, susceptible de escrutinio por parte de los malos, y por tanto, cabo del hilo por el que podían, tirando oportunamente, llegar hasta él si terminaban vinculando el sabotaje con el coche.
Cuando creían que estaban preparados, llamaron a la policía.
Habían previsto cierto recelo por parte de los agentes con los que hablasen, cierta incredulidad ante su relato, hasta cabía la posibilidad de que tuvieran que enfrentarse a la burla más grosera o al más irónico escepticismo, pero no podían haber imaginado que tendrían que contar la historia, con pelos y señales, con sus datos personales incluidos, seis veces seguidas. Y estas solo fueron las veces que hubieron de narrarla completa, porque también tuvieron que afrontar innumerables repeticiones parciales de los hechos. Sastre sostenía el aparato y hablaba, y Mula se acercaba de vez en cuando para ver cómo iba la cosa, para contestar algo concreto o con el fin de escuchar un poco y así entender la razón de las caras que ponía Sastre en reacción a lo que le decían.
El primer agente les interrumpía siempre en lo más jugoso y más dramáticamente delictivo, pero, ¡ah!, él tenía un formulario que rellenar y no deseaba escuchar nada más. Les pidió sus datos personales. Pablo dudó un instante, pero antes de que Mula pudiera o supiera cómo evitarlo, Sastre los soltó con nitidez, ya que no podían pensar en hacer otra cosa si seguían queriendo denunciar. Sin datos, no hay denuncia. También recogió, con la parsimonia de un mal secretario, todos los datos del lugar o lugares donde habían tenido lugar los hechos objeto de denuncia. Luego pasó de hoja (mientras Mula renegaba y encendía un cigarrillo que quizá le supiera a la última voluntad de un condenado) y exigió una narración sucinta de los hechos, que fue copiando con una flema lenta y vegetal, para finalmente, luego de tener a Pablo hablando veinte minutos, y sin explicación alguna, rogarles que esperasen y dejarles colgados. Tres minutos más tarde, ocupó la línea otro agente que les hizo contárselo todo otra vez, incluidos los datos personales, y que iba punteando y puntuando la declaración con preguntas que iban desde lo más o menos comprensible y esperable, tipo: “¿Está usted seguro de lo que ha visto? ¿Todos esos supuestos datos que me proporciona son auténticos? ¿Puede probarlo? ¿Está usted borracho o drogado? ¿Está usted, o ha estado, en tratamiento psiquiátrico o psicológico? ¿Ha estado usted ingresado en alguna ocasión en una institución de salud mental? ¿Ha dejado usted de tomar su medicación? Cualquier medicación, señor. ¿Ha mezclado usted su medicación con alcohol? ¿Ha estado expuesto al sol durante un periodo largo de tiempo? ¿Cuántas personas comparten esas… experiencias? ¿Puedo hablar con él? ¿El otro caballero se comporta con normalidad? ¿Corrobora usted el testimonio de su… compañero? ¿Toma algún tipo de medicación?...”, hasta lo más peregrino: “¿Cree usted que tiene gracia, eh? ¿Es todo esto una broma? ¿Es usted actor? ¿Trabaja usted para una radio o una televisión? ¿Está grabando o emitiendo esta conversación? ¿Es usted español? ¿Desde cuándo? ¿Pertenece usted o ha pertenecido a una organización terrorista, ecologista o antisistema? ¿Puede repetirlo? ¿Tenía la barba corta o larga? Pues pregúnteselo. ¿De dónde dice que eran los melones? ¿Y usted es quien lleva la bata? ¿De qué color es? ¿Y se han cansado ustedes con esa caminata? ¿Cuánto? ¿Y cómo le picaba la garganta? ¿Han faltado a algún compromiso laboral, familiar o con la justicia? ¿Está usted en libertad provisional? ¿Cuántos camareros ve? ¿Cuántos clientes? Léame lo primero que vea. Siga leyendo cosas. Ahora léame el primer letrero que leyó. Y el segundo. ¿Tiene dinero para pagar la cuenta? ¿Qué pone en el recibo? ¿Y qué es, exactamente, lo que quiere que haga la policía?”. Aquel guardia acabó realizando toda clase de recomendaciones, avisos y amenazas: “Deje usted de beber lo que está bebiendo. Bueno, pero déjelo. Si es una broma, sepa que va a ir usted a la cárcel. Si hace perder el tiempo a dos agentes, tendrá que pagar daños y perjuicios. Va a perder su trabajo, señor, y además va a ir a prisión. Yo le creo, por supuesto, señor, solo le aviso de las consecuencias si todo esto resultara ser falso. ¿Comprende lo que está haciendo? Está ocupando una línea telefónica de servicio ciudadano, téngalo en cuenta. Repítalo…”. Y todo esto para, al final, habiendo estudiado la naturaleza del caso, según dijo, pasarle con un departamento donde podrían atender mejor su denuncia.
Nueva espera.
Nueva voz al teléfono. Esta vez la de una mujer a la que tuvo que contárselo todo por tercera vez. En esta ocasión fue, si cabía, peor. Cada vez que daba una información nueva, personal o acerca del anuncio en el periódico, o sobre el logotipo que llevaban impreso los camiones, o sobre dónde estaban ellos ahora, le decía que no colgara, que se mantuviera a la espera, y así le tenía colgado del aparato, escuchando una y otra vez la misma musiquilla insulsa, hasta que hubiera comprobado el dato correspondiente. La espera más larga fue aquella que siguió a la información sobre la localización exacta de la fábrica y la distribución de sus dependencias interiores. Durante aquella larga espera podía imaginarse que un coche patrulla se pasaba por las calles aledañas a la nave y comprobaba, o no, la existencia de algo sospechoso, o eso supuso Sastre, ya que aquella agente o telefonista no les daba ninguna explicación de las demoras. Mula sugirió que bien podía estar hablando con su novio por otro teléfono, o descojonándose de sus chifladas aventuras con los compañeros. Las demoras medirían entonces lo que tardara en quedar con su churri o en calmarse para que no se le notara en la voz la risa burlona con que en comisaría se mofaban de ellos dos. Resultó ser lo primero, lo de los agentes, porque finalmente, y en un tono muy desagradable, les comunicó que una unidad se había pasado por la fábrica y los agentes habían comprobado que allí la actividad industrial se desarrollaba con total normalidad, que, según declaraciones de varios empleados y testigos, aquella mañana no había sucedido nada de particular ni diferente de otras mañanas, y que no conocían ni a Pablo Sastre ni a Tono Mula. Pablo insistió, y lo único que consiguió fue que le dijeran que tomaban nota de todo y un aviso muy serio sobre la gravedad de las acciones delictivas de las que se podían ver imputados si era todo pura invención. Pablo insistió de nuevo y, de pronto, totalmente calmada, la mujer le dio otro número de teléfono. Este de pago. Y deseándoles suerte, colgó.
Llamaron a ese número. Una grabación afirmó que estaban en comunicación con la Comandancia General del Comando Conjunto de la Lucha contra la Delincuencia Organizada. Sonaba bien, sonaba serio. Después de varias derivaciones, dieron con un auténtico ser humano: un hombre joven muy interesado y entusiasta, el sargento Medina, que se asombró, se asustó casi, a medida que Sastre iba, al principio con menos ímpetu que la primera vez, aunque con el mismo disciplinado rigor, y después animándose cada vez más con la ruidosa empatía del sargento, desgranando las circunstancias de su casual conocimiento y fuga del mundo de las mafias del secuestro y el tráfico ilegal de órganos. Cuando acabó, incluyendo en su larga perorata el periplo telefónico por las dependencias policiales, el injusto y vejatorio trato que habían sufrido y la torpe ruptura del anonimato, su anonimato como informantes, llevada a cabo por unos agentes que, según parecía, habían dado sus nombres completos precisamente a los criminales que podían tener interés en encontrarlos y hacerlos callar para siempre, y una vez que el sargento había sabido transmitir, con sus múltiples expresiones e interjecciones, la seria gravedad que veía en todo aquello que le contaban y la fiabilidad que les concedía, este último añadió que todo eso lo tenía que escuchar el comandante Oberón, que el comandante Oberón se pondría enseguida manos a la obra porque ya tenía barruntos de que actividades de esa índole se venían desarrollando clandestinamente en suelo patrio desde hacía, por lo menos, una decena de años, pero que no habían podido actuar contra ellos hasta entonces por sus continuos cambios de sede, y debido a su estructura, dijo, “de silencio tentacular y escurridizo”. Obraban en poder de la Comandancia, dijo enigmáticamente, ciertos informes que iban en ese sentido y, o poco entendía él, o los detalles sueltos, los descubrimientos parciales y las sospechas de la policía sobre aquella fuerza delictivo-empresarial, que además había colocado sus ventosas en el poder político e institucional, encontraban, en la historia de Mula y Sastre, un vínculo de unión.
- Por fin tenemos la prueba.
Todo esto les aturdía un poco.
- Y entonces, ¿qué va a hacer?
- Pasarle con el comandante Oberón. Cuéntenselo todo.
Les recomendó que fueran sinceros, les deseó suerte y les dejó escuchando la musiquita. Mula se había fumado tres cigarrillos, y terminó por sentarse en una mesa próxima, pedir otro café y ponerse a leer prensa que pidió a la camarera.
El Comandante tenía la voz tranquila y sólida de un hombre de experiencia y edad muy aplomado, pero no tenía ni idea del asunto, así que Sastre tuvo que ponerle al corriente desde el anuncio hasta Medina. El comandante escuchó en silencio absoluto hasta el final, luego le preguntó el punto kilométrico en que estaba el área de servicio y para terminar les ordenó que no se movieran de allí, que mandaría a buscarlos, y colgó.
No sabían cuanto tiempo de espera tenían por delante. Lo invirtieron en llamar a la familia para tranquilizarlos o al trabajo para excusarse, tomar más café y, en el caso de Tono, fumar y comprar tabaco. También charlaron de lo que les había ocurrido. Tono seguía pensando que tenían que haberse ido a casa sin más y haberlo olvidado todo, como un mal sueño.
Al cabo de cincuenta minutos, pudieron ver por el ventanal cómo un helicóptero sin identificación descendía y se posaba en un sembrado al otro lado de la carretera nacional. Se bajaron dos tipos que, caminando tranquilamente, llegaron a los edificios del otro lado. Después reaparecieron cruzando el puente que pasa sobre la autovía y une los dos lados del área de servicio. Cuando entraron en el restaurante, Pablo y Tono se pusieron en pie.
Aterrizaron en un helipuerto del norte, rodeado de montañas verdes y al lado de un mar picado y gris que golpeaba contra una costa rocosa y deshabitada. Les subieron en el asiento trasero de un Mercedes 600 serie C azul oscuro y el chofer de uniforme civil, sin esperar más, se puso en marcha. Condujo rápidamente y en completo silencio por carreteras muy estrechas pero vacías que ascendían casi siempre. A los pocos minutos, se detuvo ante la verja de acceso de una zona acotada con una reja de extraordinaria altura. De la garita de control, una casamata de construcción futurista con un gran cristal de espejo y un letrero de metal donde podía leerse: ZONA RESTRINGIDA. MINISTERIO DEL INTERIOR, salió el primer policía uniformado que veían. Reconoció al chofer, regresó dentro y la puerta eléctrica se abrió. Quinientos metros más adelante volvieron a encontrarse con una valla que tenía avisos de estar electrificada y controlada por circuitos de televisión. Había dos enormes letreros que prohibían el paso y conminaban a detenerse. En esta ocasión, de una garita de madera, aparentemente mucho más modesta y parecida a una cabaña de caza, salió un policía o soldado con uniforme de intervención o de combate. Esta vez el agente tomó la acreditación del conductor con serio gesto de suspicacia, la llevó dentro y, luego de unos instantes, salió, se la devolvió, hizo el saludo militar y le urgió con la mano para que pasara deprisa, todo con la misma cara de acero. Hay que decir que un coche todo terreno con cuatro hombres les escoltaba desde que habían salido del helipuerto.
La carretera, una larga sucesión de curvas, discurría siempre entre árboles que la sombreaban hasta la penumbra, y seguía ascendiendo moderadamente. En un momento dado, diez minutos después de traspasar aquel segundo control, alcanzaron algo parecido a una alta meseta deforestada, un altiplano aislado entre lomas de cumbres verdes. Al fondo se adivinaba el mar. A ambos lados del camino se veían hangares abiertos y cobertizos de plancha ondulada bajo los cuales se veían desde tanquetas de la policía hasta motocicletas de gran cilindrada, coches de lujo y algún yate pequeño, varios con banderas, colores y demás signos de su carácter policial u oficial, y otros sin ellos. Policías de uniforme se movían entre algunos edificios pequeños tras cuyas ventanas se adivinaban despachos y salas de trabajo informático. Descendieron de aquel pequeño altozano y al minuto de discurrir de nuevo entre árboles se detuvieron delante de un edificio con aspecto de palacete modernista conservado intacto por el ozono del monte y el dinero de la más alta burguesía.
El chofer les hizo descender del vehículo y el coche se fue dejándolos completamente solos. Vista de cerca, la construcción era más maravillosa todavía. Parecía que los cristaleros, los orfebres, los ebanistas, los pintores habían acabado sus últimos retoques aquella misma tarde olorosa y húmeda de bosque detenido y profundo. La puerta estaba bajo un arco de medio punto.
- Esto no está en las guías-, dijo Tono.
- No.
Insólitamente, por el lateral derecho de la casa sonaron gritos infantiles aproximándose, y de pronto irrumpió una niña en el claro y se dirigió a ellos gritando sofocada: “¡Auxilio, que me quieren matar!”. Antes de que les cupiera alguna reacción, una mujer joven asomó por el mismo lugar que antes la menor. Se detuvo al verla junto a ellos, jadeaba sonriendo. No tendría más de treinta años, era delgada y vestía un vestido de flores amarillas muy corto y ligero. Antes de hablar, se retiró el largo flequillo rubio, que le caía sobre los ojos.
- No hija, no te voy a matar, eso lo voy a dejar para los tiburones. ¡Yo solo te voy a tirar al mar!
Al oír aquella amenaza tan halagüeña, la niña lanzó un grito agudísimo y salió corriendo, para seguir el juego, hacia la otra esquina del edificio. La madre pasó ante ellos, les sonrió, y continuó hacia aquel lado hasta desaparecer de su vista.
En ese momento se abrió la puerta en arco y un apuesto individuo vestido con un traje azul, alto, rubio y de unos treinta y cinco años descendió con elegancia teatral por la corta escalinata de mármol y acudió a su encuentro con una sonrisa tan blanca, perfecta y diplomática que más parecía bendición que recibimiento.
- (San Pedro)-, musitó Mula al verlo acercarse.
- Buenas tardes, el comandante les aguarda. Usted es…-, dijo, extendiendo la mano a Pablo, que se presentó. Mula, a quien se la estrechó a continuación, sonrió pensando que la bata seguía marcando diferencias entre Sastre y él, aunque ahora presentase un aspecto un tanto ajado y menos pulcro. Juan Oliver, oficial del cuerpo de policía judicial, que eso dijo ser y así dijo llamarse aquel sujeto inmaculado, reparó en la sonrisa de Mula y se interesó, inquisitivo y amable, por aquella sonrisita con otra suya de muchos más quilates y un apremiante alzamiento de las cejas.
- Digo que… ¡Menuda comandancia!-, dijo Tono ponderativo, y añadió inevitablemente (y con una ironía que apenas Sastre empezaba a ser capaz de descifrar): -Talmente la de la Guardia Civil de mi pueblo.
Juan Oliver se quedó quieto, con la sonrisa congelada, sin saber que responder después de la sonrisa, y finalmente farfulló algo de una cesión de Patrimonio Nacional y de un conde arruinado. Con unas palabras de invitación, se adelantó para conducirles al interior.
Toda la calma que se respiraba en el exterior, se transformaba dentro en actividad frenética. La parte inferior del palacete estaba distribuida en pequeñas oficinas, algunas de cuyas puertas permanecían abiertas. Además de varias salas con telefonistas que no dejaban de recibir, anotar y retransmitir datos de todo tipo y otros agentes de paisano operando con sistemas informáticos que daban toda la impresión de ser tan privativos de agencias gubernamentales como sofisticados, vieron policías subiendo y bajando la hermosa escalera central y otros llevando despachos de departamento en departamento. Mientras ascendían la escalinata en seguimiento de Oliver, pudieron leer, delante de algunas puertas, carteles con leyendas como: Tráfico de Armas. Sección Oriental; Delitos tecnológicos I; Terr. Salafista vs. Inmigración, Tráf. Per. África... Todo parecía tan ultraprofesionalizado y artificial que resultaba un tanto fantasioso. Pero entonces Pablo, además, vio en un escritorio tras el que se afanaba una mujer joven y seria, disimulado detrás de la pantalla en que salían cifras, gráficos y estadísticas a una velocidad vertiginosa, un papel arrancado de un cuaderno escolar y pegado a la pared con dos chinchetas verdes, con un enorme corazón rojo pintado por un niño y la torpe leyenda: MAMA, TE QUIERO.
Ya arriba y justo enfrente del último peldaño de la escalinata, una alta puerta de doble hoja se abría a un pasillo alfombrado y vacío de unos diez metros que rendía en otra idéntica a la primera pero cerrada. Llegaron hasta ella. Oliver les pidió que aguardasen un momento y traspasó la puerta. No se cumplía el segundo minuto cuando volvió a abrirse y la cabeza de Oliver les indicaba que ya podían pasar.
Alrededor de una larga mesa ovalada, en una sala iluminada en lo alto por dos arañas con decenas de bujías encendidas, se sentaban diez hombres. En el otro extremo, encabezaba la mesa un hombre delgado, de riguroso uniforme azul oscurísimo e impecable, el pelo gris cortado a cepillo, el mentón musculado y la laringe móvil. A su derecha, el flanco lo ocupaban un individuo serio con uniforme verde, dos hombres de mediana edad en elegante traje de paisano y un oficial joven. A su izquierda, después de una silla libre que iría a ocupar luego Juan Oliver, se sentaban muy rígidos tres hombres de rostro aguileño y continente atlético vestidos con uniformes azules provistos de discretos distintivos de los diferentes cuerpos de policía autonómica.
Mula y Sastre fueron presentados a la mesa por Oliver y, a instancias suyas, ocuparon las dos sillas que había colocadas a este extremo de la mesa, de frente a los demás. El hombre que se sentaba en la cabecera de la mesa aguardó a que Oliver hubiese tomado asiento y después tomó la palabra para darles la bienvenida y felicitarles por el coraje y la suerte que habían tenido, según testimonio indirecto del sargento Medina. Luego, disculpándose por la descortesía de no haberlo hecho antes, se presentó como el Comandante en jefe del Comando Conjunto de la Lucha contra la Delincuencia Organizada, Teniente Coronel Oberón, y a continuación presentó al resto. Además de la Policía Judicial en la persona de Juan Oliver, estaban representadas la Unidad de Combate Antiterrorista y el Comando General de Información de la Guardia Civil, la Oficina Central de Información de la Policía Nacional, y mandos de los grupos especiales de los Mossos d’Escuadra y de la Ertzaintza; completaban la lista agentes comisionados del C.N.I. y de la Inteligencia militar.
- Integramos-, dijo con la voz tranquila y sólida que ya conocían, y que cuadraba con su mirada clara y fría,- una unidad de acción especializada en el seguimiento y la desactivación de grupos organizados de terroristas y criminales. Es todo lo que necesitan saber. Lo que sí deben tener por seguro, es que nuestros medios cubren todo el territorio nacional y, gracias a los acuerdos internacionales, gran parte del resto del mundo. Somos una unidad estratégica de acción inmediata, lo que significa que podemos recopilar información, analizarla, tomar decisiones operativas y ejecutar acciones de campo de gran envergadura en muy poco tiempo. Si la información que ustedes han proporcionado al sargento Medina es cierta, estaremos en condiciones de salvar a esa gente, si sigue viva, de arrestar a todos aquellos que hayan cometido o estén cometiendo algún delito y de desarticular toda la red de secuestros, asesinatos y extracción y transplante o tráfico de órganos. Ahora quiero que nos lo cuenten, paso a paso y detalle a detalle.- Se calló un momento, y antes incluso de que ellos hubieran tenido tiempo de reaccionar, tomó de nuevo la palabra- Les prevengo de que ya hemos tomado algunas medidas y que tanto la fábrica como los camiones, así como las personas involucradas (entre las cuales figuran ustedes, naturalmente), están siendo investigados. Les escuchamos, y también les escuchan otros oficiales desde otras salas. Perdón, adelante.
Sastre y Mula cruzaron una mirada y el primero quedó encargado, como hasta entonces, de hacer el relato de los hechos. No bien comenzó a hablar, Mula, aun a su pesar (porque, según contaría poco después a Pablo, quería mantenerse alerta de cuanto pasara y avisado de cuanto se dijera, pero estaba demasiado cansado), se desentendió un poco de oír otra vez lo mismo y se entretuvo mirando las caras de aquellos hombres y el escenario en que se encontraban. Detrás del Comandante Oberón, un poco más baja que el alto techo, había una enorme pantalla plana que permanecía desconectada. No parecía haber ningún otro artilugio tecnológico en toda la habitación, decorada con lujo un poco antiguo, aunque debía de haberlos invisibles, a tenor de las palabras del Comandante. Todos escuchaban con atención, casi sin pestañear, y ninguno fumaba. Tono lo lamentó, porque se estaba fumando vivo, y ver a otro haciéndolo habría sido la excusa oportuna para sacar tabaco. Aunque, después de todo, no había un solo cenicero sobre la mesa. A decir verdad, no había nada. Estaba perfectamente desocupada y limpia; si acaso se percibía un asomo de olor a cera en el aire, como si aquella mesa no se utilizara demasiado, o como si, en general, aquellos muebles no se usaran mucho pero se mantuvieran en perfecto estado. Por entre los opacos cortinajes que cubrían las ventanas, se veía una fracción del mar. La luz del día había ido haciéndose chispeante y roja; pronto sería violeta. Estaba anocheciendo. Por aquel rielar perlado de las olas, supo que no estaba demasiado lejos del lugar donde había pasado su infancia. Dejó de oír la voz de Sastre cuando la evocación se hizo más poderosa. Oyó (según le confesó luego) la voz su padre cerca de una barca, olió la cocina donde su madre hacía el pan, recordó el tacto lanudo de su buen perro Pinto. Su atención regresó cuando estaban preguntando a Pablo por su vida. Enseguida le tocó a él. Mientras hablaba, un policía entró sin llamar y avanzó sin hacer ruido hasta la silla de Oberón. Cuando Mula acabó como pudo de resumir las circunstancias más generales de su biografía, el Comandante les invitó a mirar la pantalla que tenía tras de sí.
Se encendió ya dividida en cuatro cuarteles blancos independientes separados por una fina línea negra, pero era tan grande que cada cuarto equivalía a una pantalla de aproximadamente 24 pulgadas. En el primero que recibió imágenes, el superior derecho, se vio una larga toma aérea, realizada desde un helicóptero, de un montón de objetos tirados por un suelo arenoso. Eran los palés de fruta abandonados en el camino de tierra, junto al bosque y cerca de la autovía. Después, en los otros cuarteles, fueron apareciendo seguimientos a trailers desde el aire, detenciones y, por fin, imágenes de video de las camillas, los sacos negros y las neveras. Al abrir una, los agentes descubrieron una masa de carne morada entre gasa y bolsas de hielo. En otro cuadrante, un médico tomaba el pulso a un individuo que estaba como aturdido y que tenía detrás una camilla vacía. Por fin, se vieron imágenes de la fábrica. Pablo sufrió un estremecimiento cuando el largo plano secuencia del policía que portaba la cámara e iba a grabar el asalto enfocó brevemente su automóvil. Pablo y Tono vieron de nuevo aquel lugar, ahora semivacío, y asistieron a la detención de algunos individuos provistos de una bata como la de Sastre. En el cuarto que había hecho las veces de quirófano, donde Pablo creía haber descubierto el amarillento secreto alienígena, el cámara de la policía enfocaba en el suelo unas manchas casi inequívocamente de sangre. También vieron cómo detenían el camión donde habían estado ellos escondidos. Un médico auscultaba los cuerpos que había sobre las camillas, y, uno tras otro, con un gesto sumario de la cara, iba certificándolos como cadáveres. Tono se sintió un poco entristecido por haber sido idea suya la de tapar las rejillas. Luego se vieron detenciones en clínicas de diferentes ciudades. Pudieron leerse los nombres de famosos establecimientos de Mallorca, Barcelona y Sevilla. También un grupo trató de realizar una detención en un despacho que bien podía ser un bufete de abogados o una notaría, pero en esta ocasión la unidad de intervención llegó tarde, pues cuando, después de recorrer a buen paso largos pasillos con esquinas y recovecos, dieron con el despacho principal, su ocupante, un hombre obeso y con la barba primorosamente recortada, y que complementaba su traje color canela con una corbata de fantasía, se había quitado la vida de un tiro en la sien. Había quedado estirado en la butaca, con los brazos extendidos y la boca abierta, mirando al techo. Tal vez le llamaron por teléfono para avisarle, tal vez, al oír gritos en los pasillos, sospechó de qué se trataba y decidió evitar la cárcel o la tentación de la delación, y quizá ahorrar a su familia la humillación y la vergüenza o un castigo que solo a él pertenecía. Esta visualización de imágenes múltiples se había venido realizando en completo silencio, por eso les sobresaltó de pronto la voz del comandante: “Gracias”, dijo, dirigiéndose aparentemente a la pantalla, y esta se apagó de inmediato. Luego se dio la vuelta y se fijó en ellos dos.
- No nos cabe sino darles nuestras más calurosas gracias. Ya han visto que sus informaciones nos han permitido salvar vidas, aunque lamentablemente no todas, de lo cual no deben ustedes culparse, puesto que sin salvarse ustedes, poco podrían haber hecho por los otros y por la justicia. Y también nos ha dado la posibilidad de efectuar detenciones y desmontar una cruel trama de tráfico de órganos. Los demás irán cayendo. A nosotros –y en esta ocasión hablaba de los oficiales allí reunidos- nos va a caer alguna condecoración, y aun cabe que algún ascenso –los policías y militares sonrieron sin poder evitarlo y trataron sin éxito de disimular su satisfacción-, y en cuanto a ustedes, les ruego que se unan a un modesto ágape que la tropa, con dinero público, está disponiendo en el jardín para celebrar este éxito inesperado y, por qué no decirlo, psicológicamente providencial para la unidad. Después serán conducidos a un hotel de por aquí, muy agradable, para pasar la noche y mañana por la mañana se les llevará a sus domicilios o, si lo desean, aunque no se lo recomiendo porque deben de estar agotados y se merecen un descanso, serán conducidos directamente de aquí a su casa.- Se calló un momento, pareció pensar si se dejaba algo y añadió: -Vamos allá.
En ese momento se levantó de la silla, y todos imitaron el gesto. Ya se dirigía a una puerta que había a sus espaldas, bajo la pantalla, cuando se volvió de pronto y, levantando el índice de la mano derecha, agregó, dirigiéndose de nuevo a ellos dos con seriedad, una seriedad que luego rebajaría con una mueca de dudoso significado: “Y de todo, absolutamente todo esto, aunque les cueste, ni una palabra a nadie”. Aquí no hubo risas de los otros.
Sastre y Mula siguieron a los mandos, que ahora charlaban distendidamente entre sí. Solo Oliver se quedó tras ellos para acompañarlos con su dentadura perfecta. La puerta daba a una estrecha, oscura y pina escalera de madera que bajaba directamente al jardín. En cuando salieron al pórtico trasero, que fue emerger a la luz, se vieron sorprendidos por una nutrida salva de aplausos que parecían haber iniciado los mandos, quienes, desplegados en ala por ambos flancos de la puerta, les aplaudieron durante cerca de un minuto, seguidos al unísono por cerca de doscientos agentes de distintos cuerpos que había desperdigados por la galería porticada y la hierba.
Oliver les condujo a un bufé ligero montado sobre unas mesas de despacho, pidió que le excusaran y los dejó llenándose los platos de pulpo a la gallega, musaka, tortilla y un pipirrana que tenía un aspecto estupendo. Pablo comía y sonreía a todo el mundo, pero no cabía en sí de asombro.
- ¿Te parece tan raro como a mí?
- ¿El qué?-, preguntó Mula, que estaba escogiendo entre los distintos tipos de embutido ibérico y queso de cabra.
- Todo esto: este sitio, esta gente, la prisa que se han dado…
- No pasa todos los días, ya; pero… ¡qué coño: Está pasando!
- Desde luego que sí-, contestó Sastre, que había visto de nuevo fugazmente a la mujer rubia de la entrada.
Tono se había desviado un poco para charlar con dos telefonistas que lo miraban como queriendo hablar con él, así que Pablo dio un par de vueltas hasta las esquinas para ver de localizarla de nuevo, pero fue inútil y regresó cerca de la mesa de las viandas. Mula seguía dando buena cuenta de aquella inusual cena de campaña y charlando con algunos policías que se habían acercado a departir con los héroes del día.
En un momento determinado, Tono llenó dos vasos con un vino muy frío de las Rías Bajas, y puso uno de ellos en la mano de Sastre.
- Bebe, madrileño; este Albariños es de los caros. Es una buena despedida.
- ¿Despedida de qué?
- Todo esto está muy bien, pero yo trabajo mañana.
- Y yo, pero no pienso meterme quinientos kilómetros de noche, aunque no conduzca.
En ese momento regresaba Oliver, obsequioso y sonriente.
- ¿Lo están pasando bien?
- Sí, si. Oiga, Oliver-, preguntó Mula, animado tal vez por la cena y los dos o tres vasos de vino que ya se había vaciado en el coleto: -¿cómo nos van a llevar a Madrid?
- ¿Cómo le gustaría?
- Eeee…, rápido y cómodo. O durmiendo.
- Déjelo de mi cuenta. ¿Cuándo quiere salir?
- Esta noche. Ahora.
- Hecho. Voy a arreglarlo-, dijo, y se alejó hacia la casa.
Mula se volvió a Sastre, que no salía de su asombro.
- ¿De verdad que te vas?
- Como lo oyes. Dame un abrazo.
Se dieron un fuerte, largo y emocionado abrazo. Lo cierto es que ninguno de los dos, hasta ese mismo instante, había podido sentir el estrecho vínculo que se había creado entre ellos. Aún dentro del abrazo, Tono susurró a Pablo que no dejara de llamarle, que auque no podían contarle a nadie nada de aquella aventura, al menos podían recordarla los dos juntos, y así saber siempre que no había sido un sueño o una fantasía.
Mientras se intercambiaban los teléfonos, Pablo no dejaba de creer que estaba en deuda con Mula.
- Quizá debiera ir contigo.
- No. No seas paranoico. Tal vez te equivocaste no marchándote en el coche para llamar después a la policía, porque hemos tenido mucha suerte…
- Ya lo creo.
- …y nos podía haber ido muchísimo peor, pero ahora puedo ir solo. Disfruta de la fiesta y de la compañía, si la encuentras.
Pablo sonrió de la observación. Tono había demostrado ser mucho mejor persona y más fiel de lo que le había parecido en un principio. En ese momento vieron regresar a Oliver seguido de dos agentes uniformados. Tono miro a Sastre y dijo en plan confidencial: “Esta vez voy con la poli”.
Estando mirándose los dos por última vez con gesto de cariño, Mula, de súbito, compuso un gesto de contrariedad.
- ¿Qué pasa?-,inquirió Pablo, de pronto alarmado. Tono lo miró de arriba abajo con gesto suspicaz.
- ¿Qué has hecho con la bata?
Era verdad: Pablo no la llevaba puesta, y además no sabía cuándo se la había quitado. Los dos, de repente, pensaron lo mismo, pero fue Mula quien lo verbalizó con un burlesco gesto de advertencia.
- Cuidado. Ya no tienes tu protección. Si aparecen los de blanco, corre, corre lo más rápidamente que puedas.
- Lo haré.
Se dieron un último abrazo y Sastre vio cómo la espalda de Tono Mula se perdía por la esquina del edificio precedido por un policía judicial llamado Juan Oliver y flanqueado por dos uniformes de la policía nacional.
Pablo acabó el vino y empezó a sentirse ligeramente solo. No había contado a su mujer nada de lo que le había pasado, pero tuvo ganas de hablar con ella y con su hija. Descendió la suave pendiente hacia los parterres, alejándose de la música y de las conversaciones y risas, y sacó el teléfono móvil. Le emocionó hablar con ellas, aunque tuviera que mentir sobre dónde estaba y qué había hecho durante el día. Después llamó a su jefe y se inventó una intoxicación alimentaria. Nada que decir, había mucho de eso ahora en verano, que se mejorase y regresara cuanto antes.
Cuando colgó e inició la ascensión hacia el ruido y la gente, la mujer apareció a mitad de camino de la casa, sentada en un banco de piedra. Pablo le dio las buenas noches.
- ¿Y su amigo?-, preguntó ella de un modo aparentemente casual, mirando hacia el bosque, moviendo la pantorrilla que tenía cruzada sobre la otra pierna. Cuando movió la cabeza para mirarlo, el flequillo le tapó en parte los ojos un poco tristes.
- Se ha ido.
La mirada velada se ensombreció un poco más.
- Ha preferido marcharse esta noche.
- ¿Cómo? Porque de aquí no se puede salir.
- No, no por sus propios medios. La policía le lleva.
La mujer dejó pasar unos segundos mirando al mar, que ahora iluminaba apenas una luna menguante.
- ¿Y usted?
- Me voy mañana. Esta noche me llevan a un hotel y mañana me trasladan a Madrid.
De nuevo ella calló, mirando hacia el suelo como si reflexionase. Entonces murmuró algo que él no llegó a oír. Levantó hacia él una cara misteriosamente consternada, con una sonrisa falsa, e hizo como que lo repetía en voz alta.
- Entonces, digo, esta es su última noche entre nosotros.
- Por lo visto, sí. La primera y la última.
En ese momento, tres policías se habían acercado al comienzo de la cuesta, y los miraban a él y la mujer con cierta fijeza. La mujer también se dio cuenta. Se levantó, se agarró amigablemente del brazo de Pablo y lo llevó de vuelta a la casa. Unos metros más adelante, con una voz elegantemente sensual que había usado muy pocas veces en su vida y lanzándole una mirada que ella consideró sugerente y que no ensayaba desde hacía muchos, muchísimos años, y que deseó con todas sus fuerzas que fuese, junto con el tono de voz un poco procaz, suficiente para aquel hombre, dijo:
- ¿Pues sabes una cosa? Todavía no han acabado las sorpresas.
El mensaje era inequívoco, y Pablo tampoco pasó por alto el tuteo, pero temía estarse equivocando. Nunca había despertado en las mujeres esa pulsión, ni siquiera en su juventud, cuando era soltero y podía esperar o suponer, más que saber, que eso podría ocurrir, que su actitud de varón disponible pudiera causar ese tipo de reacciones de interés. Mientras subían, ella volvió al tono ligero de anfitrión amable y le preguntó por su aventura. Aparentemente lo hacía por mera cortesía, pues no fijaba la atención en el contenido de lo que Sastre le contaba. Era evidente que no lo estaba escuchando, y además miraba a todos lados. Esta distracción enfrió no poco la incipiente ilusión que él se había hecho, pero tuvo la virtud de relajar sus nervios. Ningún poli les miraba ahora, que él pudiera ver, y cuando llegaron arriba ella se volvió a mirarlo y, de una forma ambigua y mundana de muy buen tono, le confesó que había pocos entretenimientos por allí, y que estaba pensando utilizarlo a él esa noche.
- ¿Qué le parece?
No era capaz de decir nada con sentido que no resultara equívoco o ridículamente serio. Revisó en su cabeza posibles alternativas. Decir que estaba casado era dar por sentadas demasiadas cosas y actuar con una imperdonable torpeza incivilizada; mostrarse encantado era lo más diplomático, creía él, una ligereza un tanto veleidosa pero que no comprometía a nada. No obstante, no quería meterse en ningún callejón sin salida. En esa mudez irresoluta echó de ver, una vez más, su incapacidad para la frivolidad, su falta de práctica en el juego social, si es que aquello lo era. Y entonces, a su pesar, hizo lo más inapropiado: enarcó las cejas y los hombros como cuando era niño. Fue una suerte que ella ya no estuviera atenta.
Conduciéndolo siempre del brazo, sin dejar de sonreír (aunque fuera solo con la boca) y apelando en su conversación a manidos, vulgares, socorridos y neutrales temas de sociedad, entraron en la casa por un ventanal abierto a la planta baja, atravesaron dos pasillos que se abrían a oficinas vacías y salieron por el vestíbulo a la escalinata delantera de la casa.
- ¿Le gustan las ostras de río?
- No las he probado.
- Hasta hoy.
Subieron a un Audi descapotable rojo y ella condujo con rapidez y determinación hasta el primer control. Allí comunicó que le llevaba al hotel, pero los guardias, pidiendo mil perdones, les retuvieron. Uno de ellos entró en la caseta. Cuando salió, pidió con extremada educación a la señora que aguardase un momento.
Diez minutos más tarde, un coche cerrado que procedía del palacete estacionó a su lado. El chofer salió y abrió la portezuela al ocupante del asiento trasero. El comandante, un tanto azorado, se apeó ordenándose el traje. Le lanzó a él una sonrisa de circunstancias y pidió a la mujer, con una voz extrañamente rota y titubeante, que, si no tenía inconveniente, saliese un momento del vehículo y se retirase unos pasos para poder hablar. Por un momento, Pablo pensó que ella sí iba a tener inconveniente y la cosa, sin comprender él nada, se iba a poner desagradable, pero ella, después de dudar, le pidió disculpas, salió del coche y se alejó para escuchar lo que aquel hombre tuviera que decirle.
En un primer instante, a Pablo se le antojó pensar que era la hija del comandante, una hija díscola y tarambana a la que su padre gustaba de controlar, una hija tal vez separada o divorciada de un marido ausente y que seguía haciendo sufrir a su padre con su conducta disoluta, muy poco adecuada a su rango; después cayó en la cuenta de que podía ser su joven y casquivana mujercita, y le dolió ser utilizado de ese modo. Pero la manera altiva en que ella le escuchaba, el modo como él bajaba la vista al suelo y levantaba los hombros y las cejas (quizá, pensó, como él mismo) al explicarse, y cómo soportaba el silencio rocoso de la mujer, todo hacía pensar en una relación ancilar, en que el comandante era un lacayo, un mensajero, sí, pero ¿de quién?…, era algo fuera de toda lógica. Finalmente ella dijo lo que tenía que decir y regresó al coche.
Cuando se había acomodado de nuevo en el asiento del conductor, apareció el comandante para decirle algo. Apoyó las manos en el borde de la puerta del coche y sonrió como si le lastimaran las palabras que tenía que proferir.
- No la retenga demasiado. La niña está mala. Regresen en menos de dos horas. Tengo que hacerle todavía algunas preguntas importantes antes de conducirle al hotel. Por favor. La niña no puede estar sin su madre.
Al decir él eso, la mujer lo miró con una dureza torva sin decir nada.
Quitaron la barrera y salieron. Para cuando llegaron a la segunda barrera, ya estaba abierta. Condujo rápido pero sin perder el control. El pelo rubio se le alborotaba por encima de la cabeza. Iba muy seria. Él no aguardaba ninguna explicación de lo que había pasado por parte de aquella mujer. De momento le bastaba haber sido elegido y estar allí. Pero a cada momento sentía con más intensidad que él era un peón sin importancia en un juego cuyo trasfondo y cuyas reglas se le escapaban
Se detuvieron en el aparcamiento de pedregullo blanco de un hotel pequeño en cuya proximidad se oía respirar el agua. Fueron a tomar mesa al restaurante frente a la ría. Ella pidió las ostras y el vino y luego se ausentó para ir, dijo, a reservar la habitación.
Hablaron poco. Le preguntaba por las ostras, por el vino, por la humedad… pero en realidad estaba ausente, con la mirada perdida en el agua o en los movimientos del camarero. Acabadas las ostras, los dos rechazaron el postre pero tomaron café. Se había empeñado en sacarlo del palacete y ahora, allí, ni lo miraba. ¿Qué había sido de aquel tono, de aquella insinuación? Pablo pensó que había confundido las señales y que solo era culpa suya; pero, ¿por qué parecía una cita de compromiso? Se mostraba tensa, preocupada, con la mente en otra parte; tal vez, interpretó él, pensaba en su hija enferma.
Él se dirigía ya al aparcamiento agradeciéndole aquella deferencia de las ostras y deseando liberarla de la obligación de su presencia, cuando ella tomó rumbo a los ascensores.
- Le enseñaré la habitación-, dijo con seriedad.
- No es necesario-, dijo Sastre, y se detuvo. -Su… el comandante ha hablado de dos horas, y ya ha pasado hora y media.
- Se la enseñaré-, afirmó, sin margen para discutir; pero a él le resultaba muy incómoda aquella situación en la que se veía envuelto contra su voluntad, o, al menos, con su voluntad confundida. Se dio cuenta de que aquel estaba siendo, absurdamente, el peor momento de un día tan horrible, y no quería, de ninguna manera, seguir siendo parte, aunque fuera pasiva, de aquel embrollo.
No se había movido del sitio, y ella tuvo que regresar donde él estaba. Su gesto, que había continuado adusto hasta ese instante, de pronto se ablandó y dejó reaparecer sus párpados y aquella sonrisa lánguida e invitadora. Le puso las manos sobre los hombros, se inclinó sobre su oído, y, con sus labios en contacto con el lóbulo, susurró.
- A la niña no le pasa nada. Pero a su madre, sí-. Luego le tomó de la mano y se introdujo con él en el ascensor. Dentro le abrazó, pero no le besó. Al llegar al piso salió deprisa y se dirigió hacia la derecha como si conociera el camino. Abrió, le dejó entrar y cerró tras él. Cuando Pablo se dio la vuelta, ella había entrado ya en el lavabo y sonaba un grifo.
Pablo abrió el cristal tras la cortina y salió a la terraza. De frente estaba la ría, brillante, negra, antigua. El agua daba la impresión de subir hacia tierra firme y no la de ir a desembocar en el mar. Quizá sea cosa de las mareas, pensó. Ella salió y se unió a él. Los dos miraban la ría, la otra orilla agreste y el cielo con la luna menguante.
Lo miró y volvía a estar seria. Tomó su mano y metió en el hueco un papelito.
- Ahí va mi teléfono. Ahora quiero que cojas mi coche y te vayas a Madrid.
Pablo no entendía nada.
- ¿Cómo? Imposible
Ella se impacientaba. De esa impaciencia salió un beso apasionado, intenso, largo. Se dejó tocar por él. Mientras él le quitaba un tirante del vestido y le besaba un pecho, ella, indiferente, habló mirando hacia la luna:
- Conocí a mi marido en el círculo de amistades de mi padre. Era guapo, atento, licenciado en económicas, y todo era normal. Quiero que comprendas, pase lo que pase y llegues a saber lo que llegues a saber que yo no… Mi padre y él y los demás… Pero yo soy una buena persona. Una persona normal. Por eso tienes que coger el coche e irte. Estás casado, y yo también.
Pablo sonrió un poco sobrado o petulante, más frívolo de lo que él mismo creía que podía ser.
- Cómo te llamas-, le preguntó sin soltar su cuerpo, sin dejar de olfatearla y refregarse.
- ¿Cómo quieres que me llame?
- Luz
- Pues Luz, pero ahora vete y llámame cualquier día. Vivo en Madrid, y podremos llevar esto… donde quieras.
- Te deseo, Luz-, dijo él, tirando de ella y tumbándola sobre la cama. Ella se levantó de golpe, se colocó los tirantes y cruzó los brazos ante el pecho.
- Eso no va a ocurrir. Te he traído aquí solo para que te vayas y para que sepas que soy una persona normal.
Pablo empezaba a impacientarse.
- Tienes que irte. Perdona que haya utilizado… Quizá no lo comprendas hoy, pero viniendo aquí yo te he salvado y tú me has salvado.
- ¿Salvado?, ¿de qué estás hablando?
La mujer que aceptó que la llamase Luz se quitó el flequillo de los ojos y abrió la boca para hablar, pero a la vez movía la cabeza negando.
- Habla.
- … de algo peor que la soledad.
- ¿Qué significa eso?
De nuevo ella trató de atraerlo hacia sí, pero cuando él fue a tocarla, le apartó las manos.
Se sentía humillado y ofendido. Dolido por aquella manipulación cuyo sentido se le escapaba. Y tal vez todo aquello se veía en su cara, porque cuando habló, ella se tomó muy en serio todo lo que dijo.
- ¿Qué coño es esto? Me traes aquí, me calientas sin que yo te haya requerido y luego me rechazas, me atraes como… y después me mandas que me vaya cuando sabes que el comandante quiere que vuelva. Lo has oído, quiere preguntarme no sé qué. Puede que tu hija esté bien, y eso fuese solo un cuento para hacerte volver, pero ¿y yo? Quiero volver a la casa. Vámonos-, concluyó desprendiéndose de ella y poniéndose en pie.
Ella lo miró desde abajo, consciente de la virilidad de él, y pareció tomar una determinación.
- Te daré algo y después te irás.
- ¿Algo?
- Promételo-, dijo ella, y puso la mano sobre su pantalón. –Promételo-, insistió.


Se oía un grifo en el lavabo. Ella estaba sentada en el mismo lugar, con la cabeza baja, pasándose un pañuelo de papel por los labios. Cuando él salió abrochándose, ella no se dio la vuelta. Solo levantó la cara al balcón y dijo: “Coge las llaves, están sobre la mesa”. Pablo las cogió, con una sensación desagradable a pesar de haber obtenido un poco de lo que antes creía que tenía derecho a esperar por las promesas de la mujer.
- Te llamaré para devolverte el coche y hablar. Discúlpame con el comandante, dile…
- Sal ya.
Antes de cerrar la puerta, dejó caer con abatimiento un “adiós”, pero ella no contestó.
El viaje de regreso a Madrid resultó físicamente agradable pero ingrato. No dejaba de pensar en su conducta y en la de la mujer. Daba vueltas a lo que había pasado, a lo que ella le había dicho. Todo en la mujer resultaba incomprensible, pero conmovedor. ¿Quién debía estar agradecido a quién? Se sentía en deuda por más de una razón. Pero, ¿qué podía achacársele? ¿Haber hecho valer un derecho de varón?, ¿haber aceptado que se le tuviera respeto? Un tipo a quien conoció en otra vida le dijo, defendiendo la intransigencia en esas situaciones, que el falo es como la espada del samurái: una vez fuera de la vaina, ha de entrar en combate. Sobre todo cuando ha sido invitado. Pero comprendía que las prerrogativas del orgullo viril o el respeto acababan demasiado a menudo como cómplices de un machismo repugnante y casi siempre causante de dolor. Cuánto mejor no hubiera sido encajar aquella frustración; solo una más, al fin y al cabo. Y esto aunque ella comenzara el juego y ofreciera la compensación. No obstante, con serle aquello motivo de cierta reflexión moral, no le desconcertaba tanto (eran ambos adultos, no se había forzado a nadie) como las palabras de la mujer. Sospechaba que en ellas se escondían las verdaderas razones para toda aquella pantomima, incluido aquel intercambio sexual, pero no alcanzaba a descifrarlas. Y no se quitaba de la cabeza que aquellas escenas tenían que tener algún vínculo con el resto de acontecimientos de aquel día, pero ante sí mismo se confesaba incapaz de entender. Estaba vivo, sano, acababa de obtener una inesperada gratificación sexual y conducía un descapotable a través de una refrescante noche de junio. Lo más recomendable ahora era concentrarse en eso, se decía. Mas en su cabeza volvía una y otra vez a iniciarse la ronda de incertidumbres.
Tardó algo más de seis horas en llegar a Madrid. Cuando, a punto de amanecer, fue a recoger su coche del aparcamiento junto a la factoría, sintió la aprensión de estar siendo vigilado u observado. No le fue difícil comprobar que estaba completamente solo, pues era incluso demasiado pronto para los camioneros. Hubiera preferido no dejar por allí el coche de la mujer, pero no se decidió a ir hasta el centro para meterlo en un aparcamiento y regresar después a por el suyo. Por mucha prisa que se diese, ya sería totalmente de día cuando estuviera de vuelta. Esta visibilidad, aunque la fábrica hubiera sido intervenida por la policía y estuviese cerrada, con o sin orden judicial, no le hacía ninguna gracia, o por lo menos no era una prueba que pudiera afrontar en aquel momento. Llevaba cerca de veinticuatro horas sin dormir, había visto cosas horribles y participado en más acciones de riesgo que a lo largo de toda su vida anterior. Quería llegar a su casa y descansar. Cuando acertó a poner la capota, salió de aquel coche y subió al suyo.
Al abrir la puerta de su domicilio, pensó que se iba a caer redondo o que iba a padecer una crisis nerviosa, pero lo cierto y raro era que no se sentía cansado. Sabía lo que le diría cualquier médico, pero se sentía con fuerzas para ir a trabajar. Se duchó, se cambió de ropa, comió algo, tomó un café largo y fue a la oficina. Se inventó una patraña sobre una mayonesa en mal estado y se puso enseguida a despachar labor atrasada. Por la tarde habló con su familia por teléfono, hizo algo de compra y cenó viendo una película que pasaban por televisión. Se sentía particularmente satisfecho de que ni su hija ni su mujer supieran nada de lo que había ocurrido, y él pudiera, o no, enterrarlo sin más en los rincones de la memoria que más afinidad guardan con el olvido.
Así transcurrieron unos días.
Pablo no oyó en la radio ni vio en televisión ninguna noticia relacionada con la desarticulación de una red de secuestros y tráfico ilegal de órganos, y lo achacó al eficaz secretismo de aquella unidad operativa que muy pocas personas deberían de conocer. Por una vez, aquella discreción tan conseguida le mereció en su interior elogios a la policía.
Entonces comenzaron a pasar cosas raras.
La tercera noche tuvo una pesadilla. En ella soñaba que estaba durmiendo y se había dejado abierta la puerta de la casa. En el sueño se despertaba de golpe e iba a cerrarla. Entonces se despertó sobresaltado de verdad, y aun sabiendo que no era más que una ilusión onírica, se levantó de la cama y fue a asegurarse de que la puerta de la calle estuviese cerrada. Se repitió con variantes en las noches siguientes. En cualquier momento durante el día, trabajando o en casa, le invadía una potente sensación de estar olvidando algo importante. En una ocasión, estando con los amigos tomando una cerveza, tuvo que irse inmediatamente a casa como si lo que había olvidado fuese vital para él o como si su negligencia al no resolverlo fuese a tener un coste que no podría soportar. A sus amigos les dijo después que se había dejado la plancha encendida, pero en realidad no sabía qué le había conminado a regresar a casa casi corriendo.
A pesar de aquellos fenómenos, pasó el fin de semana con las chicas. Nunca disfrutó tanto de la compañía de la pequeña, ni se esforzó tanto por sincronizar su vida con la de su mujer hasta en los mínimos detalles. Quería que todo fuera como la seda. Seguía teniendo pesadillas y aquellas sensaciones de apremio sin objeto, pero logró, o eso pensaba, no traslucir ninguna alteración. Naturalmente, no contó nada de lo ocurrido.
El lunes, una especie de emoción estremecida y acuciante le acompañó durante todo el día. Apenas durmió.
El martes, al llegar del trabajo preparó café y se sentó a reflexionar en la mesa de la cocina.
Finalmente tuvo que reconocer ante sí mismo que su intento de borrar aquella jornada había fracasado. Había querido acabar con todo aquello y entregarlo a la desmemoria absoluta como quien arroja una piedra en mitad del océano, pero de regreso en casa había encontrado la piedra esperándole frente a su puerta.
Puso ante sí entonces los dos papeles arrugados, el que le metiera en la mano la mujer que aceptó que la llamase Luz y el que le había dado Mula, con ambos números de teléfono bien visibles. Era muy desagradable tener que enfrentarse a lo que creía que tenía que hacer, porque se sentía en falta con los dos. Y con quien más lo creía era con ella. Volvieron los fantasmas de su viaje de regreso.
Su propia actuación, permitiendo que ella hiciera aquello, le parecía totalmente desafortunada. De algún modo, por omisión de generosidad, admitiendo en silencio que ella ‘pagase’, más que permitirlo lo había exigido. No bastaba justificar su demanda de aquella prueba (o de una explicación) solo con que ella había dado lugar a la dinámica de seducción y le había reclamado una fe ciega sobre la base de unas razones que nunca esgrimió. Sencillamente, no bastaba. De acuerdo que fue el precio que ella quiso pagar por la coacción de que hizo víctima a Pablo, pero él había sido cómplice necesario.
Como había llegado el momento de afrontarlo de cara, y como además suponía que la conversación con ella sería corta pero intensa, fue el primer número al que llamó.
Se sintió terriblemente culpable hasta que oyó que aquel número no pertenecía a ningún abonado. No había lugar para el error, para el baile de números: ella le había dado el número escrito, un número erróneo. Entonces reapareció la indignación. A ella no parecía importarle el coche, no le importaba él, posiblemente tampoco le inquietase la salud su hija; solo parecía preocuparse por ella misma, por protegerse, por su seguridad y quizá por dar cauce a sus raros antojos. Su rabia contra la mujer se redobló, aunque, pensándolo un poco más detenidamente, había de reconocer que lo más cierto era que no podía estar seguro de que ella no hubiera tenido sus motivos para aquella conducta errática y contradictoria. Ese desconocimiento, tanto como el no poder ayudarla, le roían el corazón.
Para darse un respiro, llamó a Mula.
Al preguntar por él, le dijeron que no estaba y le preguntaron quién era. Dijo ser Pablo Sastre, un amigo, y pidió que cuando llegara a casa le dijeran que había llamado el de la bata, que él lo comprendería. No le contestaron a esto. No le dijeron nada. Quizá por ello, antes de colgar preguntó si Tono estaría en casa aquella noche y si podía llamarle. Entonces se lo comunicaron: Tono llevaba desaparecido desde hacía una semana. No tenían noticias de él desde que salió a un asunto el martes anterior, muy de mañana. Tampoco se había presentado en el trabajo. No, ninguna llamada tampoco. Sastre se despidió y colgó.
Totalmente estupefacto, Pablo comprendió que no hacía falta ser muy listo para, de acuerdo con las palabras de Mula antes de separarse, darse cuenta de que probablemente aquella desaparición no había sido voluntaria. Cualquier conjetura a la que llegaba era invariablemente más ominosa que las anteriores, y si al caso de Tono se unía el de la hermosa mujer con la que había tenido un contacto íntimo y que aceptó que la llamara Luz pero no darle su teléfono verdadero siquiera para recuperar el coche, sentía sobre su nuca el aliento de un vacío abismal, cual si el terreno se estuviera hundiendo a su alrededor.
¿Qué podía hacer? Pensando en flecos sueltos, recordó que conservaba anotado el número al que había llamado para hablar con el Comando Antiterrorista, el teléfono del sargento Medina. Marcó los números y aguardó. Casi estaba anticipando que le dirían que aquel número no pertenecía a ningún abonado, así que al oír una voz, se sobresaltó. Preguntó por el sargento Medina y al requerirle para que se identificara, y sin saber muy bien por qué, mintió.
- Tono. Tono Mula.
El interlocutor calló durante unos segundos, y finalmente dijo que el sargento Medina ya no estaba en aquel destino, que había sido trasladado. Pablo recordaba que cuando llamaron a aquel teléfono, les había contestado una grabación, y solo después de seguir algunas opciones que les daba la máquina habían logrado hablar con el sargento Medina.
- ¿Estoy hablando con el Comando Conjunto contra la Delincuencia Organizada?
- Sí.
Entonces pidió hablar con Juan Oliver o directamente con el comandante Oberón. Dijo que era urgente y muy grave. Su interlocutor guardó silencio. De pronto, otra voz de hombre le pidió que repitiera esos dos nombres.
- Juan Oliver, de la policía judicial, y el comandante Oberón, teniente coronel Oberón.
Al otro lado hubo silencio por un rato. Finalmente, una tercera voz lo interrogó.
- ¿De dónde ha sacado esos nombres? ¿Quién es usted?
- Soy Tono Mula. Estuve ahí el martes pasado, ayudando a resolver un asunto de.... ¡Pregunten al comandante, por favor, y pónganme con él!
- ¿Quién es usted?
Pablo no supo qué contestar. Sin saber por qué, había mentido respecto a su identidad, ¿cómo iba a ser Mula y a preguntar por sí mismo? Por otra parte, aquel hombre no parecía creer que él fuera Tono. ¿Por qué? La voz insistió:
- ¿Cómo se llama usted? ¿Dónde está?
- Me llamo Tono Mula. Me llevaron ustedes el martes por la noche a mi casa, a Madrid. Olvidé decirle algo al comandante Oberón.
- ¿Y cómo le llevamos a Madrid?
Entonces, colgó. Inmediatamente llamaron desde aquel número a su móvil, y Pablo comprendió el error que había cometido. Todos los miedos que había creído poder relegar a la inexistencia volvieron en aluvión a llenarle la cabeza de imágenes, de nombres, de incertidumbres y sospechas. Llamaron de nuevo y comprendió de golpe que ya no le dejarían en paz, que ahora que podían saber quién era no le permitirían olvidarlo todo. Cuando llamaron por tercera vez, desconectó el móvil. Había tomado una decisión.
Salió de su casa no más tarde de las nueve de la noche, todavía con algo de luz última de la tarde estival. Dejó su coche al otro lado de la Avenida de Andalucía, en un aparcamiento vecinal, y cruzó, con el corazón alterado, el túnel por el que había visto irse andando a desayunar a sus ocasionales compañeros de la fábrica. A aquella hora, en verano, no pasaba nadie por allí. Fuera del coche y del aire acondicionado, hacía un bochorno espantoso. Vio el Audi donde lo había dejado. Había temido que desde la factoría le reconocieran, pero todo estaba cerrado a cal y canto. Parecía un polígono industrial abandonado. Subió al coche y salió a la carretera.
Cuando se sintió seguro y enfilaba ya la carretera nacional, conectó el teléfono y llamó a su familia. Fingió normalidad y calma, dijo todo lo previsible para que Ana no se preocupara y se despidió prometiendo llamar al día siguiente. Tenía cinco llamadas perdidas desde el número del Comando. Lo desconectó de nuevo.
Llegó al pueblo de las ostras a las dos de la mañana. No quiso ir al mismo hotel y, no encontrando a aquellas horas ningún sitio donde meterse, aparcó en un camino rural, entre unos árboles y cerca de un muro que parecía de un camposanto, y se acomodó en el asiento para tratar de descansar unas horas.
Durmió poco, estaba demasiado incómodo e inquieto, tenía sobresaltos continuos. Sobre todo pensó en Mula y en lo que pudiera haber detrás de todo aquello. Repasaba sus últimas acciones (llamar a la mujer, llamar a Tono, llamar al comando, emprender aquel viaje) y las entendía irreprochables, nada que ver con sus actos del día fatídico ni con su intento cobarde de olvidar. Le parecía correcto y honrado regresar a devolver el coche, a responder las preguntas del comandante y a enterarse de lo que podía haber pasado con Mula, y también era parte de su deber disculparse con la mujer que había dejado que la llamase Luz. ¿Por qué aquella voz del teléfono descreía que él fuese Tono? ¿Era porque sabía que no podía ser él? En tal caso, alguien de aquel Comando sabía dónde estaba Mula.
De madrugada volvió a la carretera que conocía; y ya desde el hotel buscó el camino de la sede del Comando. Todas las intersecciones, los árboles, todas aquellas calzadas de monte le parecían iguales.
Estuvo a punto de pasar por delante del primer control sin verlo siquiera. Unos metros más adelante detuvo el automóvil, puso la marcha atrás y retrocedió. Allí, a la izquierda del asfalto estaba la casamata futurista que había hecho de garita de guardias. Estaba cerrada a cal y canto y no tenía ningún letrero que adscribiese aquel recinto al Ministerio del Interior. Pero lo más extraordinario de todo era que no había valla. Recordaba perfectamente la altísima valla que parecía proteger el perímetro de la finca. De ella no quedaba nada, aparentemente ni hoyos en la tierra, ni un mal resto de alambre, ni un remache. Y, por supuesto, no había nadie.
Subió al coche y continuó subiendo hasta el segundo control. Como había anticipado, tampoco existía ni recuerdo de la valla electrificada, ni de las cámaras, ni de los carteles. La segunda garita también seguía allí, pero era solo eso, la cabaña de un guardia. Pasó sin detenerse y un vigilante jurado que leía una revista sentado en una silla plegable al sol le saludó por el retrovisor levantando la mano. Sin duda había reconocido el coche, y el sol de frente o la velocidad con que había pasado por delante, o el que llevase puesta la capota le habían impedido que se fijase en el conductor.
En el altozano donde habían estado acantonados todos aquellos vehículos, no había ni vehículos ni cobertizos ni oficinas, solo un descampado polvoriento sin siquiera huellas de rodaduras.
Siguió lentamente por el camino asfaltado, con una mareante sensación de irrealidad. Todos los árboles estaban en su sitio. El arco que formaban sus copas sobre la carretera estaba allí, creado aquel paseo de sombra donde parecía detenerse el tiempo. Al traspasar un cambio de rasante, vio la casa.
Llegó lentamente hasta el lugar exacto, entre la maleza, del que ella había sacado el coche, y lo aparcó. Era la misma construcción como conservada en polvo de hadas. La rodeó por la izquierda y salió al parque posterior. Dos jardineros rastrillaban el césped y no le prestaron la menor atención. Entró por un portillo de servicio que permanecía abierto. Pasó el almacén donde guardaban las herramientas y salió a un pasillo de la planta baja. Volvió a ver los carteles al lado de las puertas, pero no hablaban de grupos policiales ni unidades especiales, sino que tenían siglas, nombres y logotipos de empresas multinacionales de diferentes ramos: Agroscience, que era una multinacional de la investigación biomédica y alimentaria a la que se relacionaba con los cultivos transgénicos, Petroplus, sin duda una empresa relacionada con los combustibles y otros derivados del petroleo, BeautyCom, la corporación que estaba detrás de las más importantes clínicas de estética del país, algunas de las cuales, según recordaba del video, habían sido intervenidas en la operación, y otras siglas y denominaciones, casi con seguridad comerciales, que no le sonaban: SKW Investment, Mc Prod. Inc., HNIC, HNIKR, Global B… Tras todas aquellas puertas se oía el murmullo suave de las conversaciones telefónicas y el trabajo de oficina.
Llegó al pie de la escalinata y se puso a subirla. Cuando estaba arriba y leía el letrero que asignaba el espacio que había tras aquella puerta de doble batiente al Sr. Presidente del Consejo de Administración, se abrió y salió una chica con aspecto de secretaria y un cartapacio contra el pecho. Le sonrió sin desconfianza e inició el lento descenso de la escalinata. La siguió con la vista hasta que desapareció por un lateral del vestíbulo. No se volvió a mirarlo en ningún momento.
Abrió la puerta y encontró el corredor idéntico a como lo recordaba. Lo cruzó y llegó a la otra puerta. La abrió sin dificultad y entró. Aquí las diferencias eran ya sustanciales.
No había mesa ovalada de reuniones, ni pantalla de video. Las cortinas, a derecha e izquierda, ahora abiertas de par en par, y las arañas, en este momento apagadas, estaban en el mismo lugar. En cuando a mobiliario, solo vio un enorme escritorio al otro extremo del despacho, con dos antiguos butacones a este lado y del otro una butaca regia y alta ocupada por un hombre mayor con el aspecto de tener entre sesenta y setenta años. Estaba examinando un documento muy de cerca y esa postura dejaba ver su cráneo con manchas de edad a través de su cabello blanco y ralo. Las manos que tocaban el documento eran huesudas. Pablo caminaba sobre la alfombra sin que aquel sujeto percibiese siquiera su presencia. Solo cuando estuvo delante justo del borde de la mesa, aquel hombre levantó la vista del papel y lo vio. Ni sonrió ni frunció el entrecejo. Dejó tranquilamente el papel sobre la mesa y le preguntó en qué podía ayudarle.
- Esto… no siempre ha estado así.
- ¿A qué se refiere, al parque, a la casa?
- No, no. El parque y la casa sí estaban, pero el resto era diferente.
- Ya. Usted es de por aquí. Si lo recuerda de cuando era niño, es posible que...
- ¡No! El martes. El martes estuve aquí mismo y en esta sala había una gran mesa de reuniones. Fue una reunión con… la policía, con mandos de la policía.
El hombre respingó un poco, pero todavía de buen talante.
- No tengo noticia de nada de eso.
- En el claro de arriba había decenas de vehículos, y en la entrada una valla. Dos, dos vallas con garitas y guardias.
- Bueno, tenemos a Gaspar allá abajo, que está casi para cuando alguien se pierde y se viene hasta aquí a…
- No me entiende. Esto era un recinto del Ministerio del Interior. Aquí había una… una comandancia o algo así. Esto estaba lleno de policías.
El hombre pareció verdaderamente asombrado. Luego miró a Pablo con preocupación entre irónica y paternal. Sastre creyó comprender aquella mirada y no le gustó nada; por eso fue incisivo.
- ¿Dónde estuvo el martes?
El viejo pareció dudar un momento si debía dejarse interrogar por un extraño en su propia casa. Miró a Sastre de arriba abajo. Debía de parecer más menesteroso y perdido, que peligroso o amenazador. Finalmente, el tipo consultó una libretita que tenía entre los papeles de la mesa.
- En Ginebra, por negocios.
- ¿Se fue todo el mundo de aquí?
- Bueno… Yo me llevé a bastantes, pero quedó gente trabajando. Poca. Estamos en verano. Unas quince personas. Y luego están las familias que viven siempre aquí.
- Pero eso… es imposible.
Para montar todo aquel operativo habrían necesitado horas. Tendrían que haber sacado de allí a todo el mundo y haberlos alejado con cualquier pretexto para que nadie sospechase, o tendrían que haberlos dejado inconscientes y arrumbados como sacos en algunas de las dependencias. ¿Y qué decir de tanto personal fingiendo, tantos materiales…, la logística…, las imágenes de intervenciones en espacios públicos…?
- Oiga, ¿qué hora es?
A Pablo le pilló de improviso aquella pregunta.
- ¿Me permite invitarle a un café? Es que si se me pasa la hora, luego me molesta el estómago… Si es usted tan amable.
Pablo movió la cabeza y el hombre pidió dos cafés con leche y bollos. En poco tiempo estuvo allí una camarera con la bandeja. La depositó sobre una mesita auxiliar al lado de la butaca del anciano, que pidió disculpas y rogó a Pablo que se acercara él mismo uno de aquellos butacones. Así lo hizo.
Justo antes de atacar el desayuno, el viejo levantó una mano.
- Un momento-, dijo, y la tendió por encima de las tazas humeantes. –Me llamo Ramón Unzúe. ¿Y su nombre es?
- Pablo. Pablo Sastre.
- Encantado. Tómese el café, coma algo y cuénteme eso de que habla.
El café y el cruasán recién hecho le sentaron bien, puesto que la noche anterior no había cenado nada. Le dieron ánimo para contar su historia una vez más. Omitió solo la vergüenza del hotel y la fantasía fugaz de los seres de gelatina amarilla. Sobre todo, dijo, estaba preocupado por Tono.
- Y, a decir verdad, también por mí. Hasta que llamé a ese teléfono, para ellos era imposible localizarme, pero ahora, si tienen tantos recursos como parece, ya sabrán quién soy. Yo-, dudó un instante y concluyó: -yo traté de olvidarlo todo, ¿sabe?, pero llamé a Tono para ver cómo andaba, y su mujer me dijo que no sabía nada de él desde la mañana en que, como yo, fue a esa factoría o fábrica en busca de un poco de dinero fácil. Solo yo sabía qué había pasado, ¿entiende?; no podía dejarlo así.
El viejo había escuchado todo el relato inclinado hacia delante, con el asombro saltándole a la cara a cada nueva circunstancia, como la de la tela ardiendo dentro del camión frigorífico, sorprendiéndose a cada nueva descripción, como la de las neveras y los sacos negros que no se atrevieron a abrir para saber qué contenían. Mientras le estaba explicando los hechos que habían transcurrido en el palacete, el hombre miraba alrededor como si, con la imaginación, viese a aquellos guardias por allí pululando, o las imágenes de las intercepciones en la pantalla, o el ágape del jardín.
Cuando Pablo terminó, el hombre se echó hacia atrás hasta tocar con la espalda el respaldo de la butaca. Observando a su interlocutor con una mirada intensa que no era fácil interpretar, dijo.
- Únicamente voy a decirle dos cosas: que tenía usted que haberlo olvidado todo, y que creo que sé qué necesitamos ahora, al menos yo-. Y diciendo esto se levantó y se aproximó a un mueble cerrado que había al lado de la puerta que daba al jardín trasero. Sacó una botella con un líquido ambarino y cogió dos vasos.
- Este es, sin discusión, el mejor whisky del mundo-, afirmó, vertiendo un chorro en cada vaso. -No creo tener memoria de que nadie me contara jamás unos acontecimientos tan extraordinarios y que tanto merecieran este licor. Es pronto, pero quizá… sea la mejor ocasión.
Bebieron. El viejo no encontraba explicación alguna a todo aquello, a no ser… (a no ser que Pablo estuviera completamente loco, pero esa posibilidad no fue mencionada por mera educación, al menos Sastre lo entendía así, aunque no se engañaba a sí mismo sobre lo que podía o no estar pensado aquel sujeto) … a no ser, dijo el viejo, que alguien se hubiera molestado en montar todo aquello para…, ¿para qué? ¿Para engañarlos? ¿Para hacerles desaparecer a él y al tal Tono? Pablo dijo que fingiéndose policías, les estarían intentando alejar de la verdadera policía. El viejo desechó esa opción guiñando un ojo y agitando una mano como ante un mal olor. Le preguntó, no sin una punta de una ironía que parecía fundamentada en la experiencia, lo cual no dejaba de ser insólito porque nadie podía tener una experiencia como la que habían tenido ellos dos, si había intentado poner una denuncia formal con aquella historia. Sí, lo habían intentado, y habían chocado con la burocracia, la indolencia o la incredulidad.
- Hasta que llamamos a ese teléfono y nos trajeron aquí.
- Y ese teléfono…
- Creo que ya no podemos fiarnos de él.
El viejo cabeceó; comprendía. Si la auténtica policía, dijo como reflexionando, se presentara hoy en la fábrica, o fuera allí, a la casa, y si aquella organización criminal era capaz de montar y desmontar aquel tinglado que decía en ese tiempo, era seguro que no encontrarían ninguna prueba, ni huellas, ni restos, ni documentos. Además, las teorías conspirativas, sobre todo las indocumentadas, no gustaban mucho a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Seguramente terminarían acusándole a él de asesinar a Tono. Sería mejor que se fuera y lo olvidara todo.
Antes de llegar allí, al palacete, confesó Pablo, aún tenía esperanzas de que la policía le ayudase, o de que Tono, por ejemplo, estuviera colaborando con aquel comando en algo nuevo e imprevisto; pero una vez en la casa, después de hablar con él, de ver que todo habían sido engaños y sombras de otras sombras, sin pistas, sin forma de saber dónde estaba Mula, se sentía agotado. Físicamente agotado.
Y era verdad que lo estaba. Una suave lasitud se había ido extendiendo por su mente y su cuerpo, de modo que ni quería, ni podría moverse si lo intentara, pero aquel cansancio era de una naturaleza especialmente benéfica, estaba inundado de conformidad. No le preocupaba aquel lúcido pero total abatimiento, era un lugar donde le apetecía permanecer durante un breve tiempo de descanso. Tomó otro trago de aquel excelente whisky y se lo dedicó mentalmente a su amigo Mula, tal vez caído en combate.
En ese momento se oyó una carrerita por la alfombra del corredor y una niña entró en el despacho gritando:
-¡Abuelo, abuelo, mira qué tomates!
Dio la vuelta al escritorio y, sin ver todavía a Pablo, se arrojó al cuello de su abuelo con un tomate muy rojo en cada mano. Luego se los mostró. El hombre los tomó y los sopesó, los examinó con un poco de teatro y finalmente los ponderó como los mejores tomates del mundo. En ese momento, la niña vio a Pablo y este la reconoció. Ella sostuvo su mirada fijamente. El abuelo pidió a la niña que saludase y ella lo hizo con una tímida inclinación de cabeza, sin quitarle los ojos de encima. Luego cuchicheó algo al oído de su abuelo.
- Perdóneme-, dijo el hombre poniéndose en pie arrastrado por la niña, que le tironeaba de una mano. -Tengo que ir a la cocina a ver unos calabacines gigantes. Enseguida estoy con usted. Termínese el licor.
Salieron del despacho. Pablo trató inútilmente de levantarse, aunque en realidad no quería. Miró el vaso de whisky, todavía sujeto en su mano, y lo dejó caer en la alfombra más por dignidad que como gesto de rebeldía. Al ruido acudió alguien, porque la bisagra de la puerta chirrió débilmente.
Lentamente, a no dudar por efecto del narcótico, la cabeza de Pablo se giró hacia la puerta y vio al padre de la niña. Lo reconoció de inmediato. Aquel individuo se acercó para recoger el vaso caído. Lo puso sobre el escritorio y volvió a inclinarse para recoger el whisky derramado con una servilleta limpia del desayuno. Al levantarse, se apoyó en su respaldo por detrás y habló junto a su oído derecho: “Has logrado acercarte al gran jefe, caraputa. Bien. Primero lo intentaste a través de ella, ¿te crees que no te vi?, pero yo me había adelantado. Yo me la había follado antes. Ya conoces a mi hija. Y ahora vienes a congraciarte con él, a decirle que eres mejor que yo; pero tú sabes que yo soy el único que es capaz de llevar esta empresa adelante, de regir la Corporación. Esto está lleno de inútiles, y cuando falte el viejo, ¿quién crees que va a dirigir esto? Yo, y solo yo. Salvaré esta organización del caos.”
Juanjo hizo una pausa, y luego siguió hablando con evidente regodeo.
- ¿Te vas enterando?: Los ricos son nuestros esclavos por los órganos, los pobres con las semillas, los demás a través de la tele. Tienen las enfermedades que queremos cuando queremos y les vendemos las medicinas al precio que nos da la gana. ¿Y los coches? Serán eléctricos cuando a mí se me antoje. Quizá cuando ya solo quede petróleo para sostener las guerras que nosotros organizamos y dotamos. Nuestro petróleo. ¡Mi! petróleo. ¿Qué te parece? ¿No crees que has hecho el viaje en balde? Y eso de llevarte a la chica… ya ves cómo ha terminado. He acabado contigo, y estoy dispuesto a cargarme a todo el que se me ponga por delante. Aquí y donde sea. ¿Qué dices, caraputa?
Mientras hablaba, aquel indeseable se había ido moviendo alrededor de su butaca y ahora estaba frente a él. No había ni un solo centímetro de su cara relamida de niño bien que Pablo no aborreciese desde lo más profundo de su corazón. Le hubiera gustado arrancársela de cuajo con los dientes; sin embargo, solo podía hablar, y eso como si estuviera completamente ebrio. Aun así, puso en sus palabras todo el veneno que su bilis era capaz de producir. Parecía la diatriba de un borracho.
- Eres un… miserable. Un psicópata cagado de m…iedo. Lo sabe todo el mundo, incluidos tú… y él. ¿Crees que te va a dejar al mm…mando?... ¡Sueñas!... Solo vales para… mmirarte en el espejo de tu propio ego… Pero tú sabes que… en realidad…- Pablo calló. Por el corredor ya se oía la voz del viejo hablando con la niña.
- ¡Habla!-, le urgió el otro.
- …en realidad eres… una mierda seca; eres… “el rata”.
En ese momento, el viejo irrumpió en el despacho seguido de la niña. Vio lo que estaba ocurriendo pero prefirió distraer a la pequeña con unos caramelos que sacó de un cajón. Luego le dio un beso de despedida en la frente y le hizo a Juanjo una seña para que los dejaran solos.
- Ve a jugar con tu padre.
Cuando salieron, el viejo se quedó mirando la puerta y sonriendo con pena. Aunque tal vez fuera ya demasiado tarde, Pablo había decidido guardar silencio sobre la otra vez que había visto a aquella niña, e inició una aparentemente inocua conversación social, sin darse cuenta de que su acento seguía siendo el de un curda.
- Se parece a usted. ¿Es… hija de su hijo?
El viejo volvió de su ensimismamiento para decir que no.
- Pobre niña. Su madre, mi hija, tuvo un… accidente de automóvil.
Pablo había ido atando cabos y entendió, con una comprensión dócil e inerme pese su gravedad extrema, profundamente triste, que ella se encontraba ya totalmente fuera de su alcance, o incluso, como decía su propio padre, si es que lo era, que estaba muerta, y que si lo estaba se debía tal vez a haber intentado ayudarlo. Entendió que, hubiera aquel monstruo llegado a tal extremo con su propia hija o solamente le hubiera quitado a la niña, alternativas de entre las cuales no sabía Sastre cuál era la más cruel, y aunque aquellos temores no fueran más que conjeturas suyas que nunca vería comprobadas o desautorizadas por una realidad solo un poco menos horrible, él probablemente no saldría de allí vivo, o si salía vivo sería por poco tiempo. ¿Dónde estaría enterrado Tono? ¿Lo habrían enterrado ya? ¿Entero? Anheló que así fuera, y que lo enterrasen a su lado, y antes poder despedirse de su mujer y de su hija; comprendía que todo había acabado, que aquella era la última escena, pero lo aceptaba con una mansedumbre pastueña para él mismo inadmisible, y que solo podía deberse al tóxico, tal vez aquel mismo bajo los efectos del cual permanecían plácidamente catalépticos los cuerpos inánimes de las camillas. Ya no había dónde esconderse, ni cómo. Solo le quedaba la voz, y no sabía por cuánto tiempo.
- ¿Estaba en… el whisky? La verdad es que… era bueno. Mme pregunto… cómo habría sabido sin la droga.
- ¡No, no! ¡Habría sido un crimen ponerlo en ese whisky!- se escandalizó seria, pavorosamente aquel sujeto extraño que podía haber asesinado a su propia hija como castigo por su desobediencia. Sonrió con un lado de la boca. -Estaba en el café-, reveló. Pablo movió ligeramente la cabeza y reflexionó un momento.
- He… traído el coche. Pensaba devolvérselo a ella.
- Lo sé.
- ¿Ya no hay… nada que hacer? Tengo… familia-, rogó Pablo, e intentó levantarse de la butaca, pero ningún músculo le respondía. En realidad, no deseaba moverse.
El hombre levantó la vista con compasión.
- Saldrán adelante. Como nosotros sin ella.
- Puedo olvidarlo todo.
- Debió haberlo hecho. Ya se lo dije.
El hombre se levantó y se dirigió a una de las ventanas del este. Llevaba el vaso con un resto de whisky en la mano derecha.
- ¿Cómo se asesina a la propia hija? ¿Cómo un ser humano deja a su propia nieta sin madre... y con ese gilipollas?
El viejo movió la cabeza afirmativamente y dijo, con un timbre de fingida auténtica compasión: “Lo siento de verdad por usted. Y tiene razón con respecto a Juanjo. Él no lo sabe, pero está… acabado. Lo de Luz fue culpa suya. Tuvo que vigilarla mejor.”
- ¿Luz? ¿La ha llamado “Luz”? De modo… De modo que… ¡ustedes dos hablaron!
Movió otra vez la cabeza antes de contestar.
- Verá: nosotros no tenemos nombre.
Pablo no comprendió y el sujeto, sin dejar de mirar por la ventana, de espaldas a Sastre, pareció darse cuenta de que había sido demasiado ambiguo.
- Quiero decir…-, apostillo moviendo en el aire el vaso con el resto de whisky-, quiero decir que no nacemos con él. Nuestro nombre verdadero es aquel que hace justicia a nuestra naturaleza. Algunas tribus de África adaptan el nombre al carácter, por eso se lo cambian cuando crecen. Y usted acertó con ella.
- Y aun así…
- Y ahora-, continuó, como abstraído en pensamientos límbicos-, ahora la niña es Luz.
- ¡¿Pero, cómo fue capaz de matarla?!
Pablo había conseguido, con mucho trabajo y sufrimiento, girar la cabeza hacia la ventana. Un fino polvo brillante, como de oro, jugaba a flotar en los rayos de luz oblicuos que invadían la estancia desde oriente.
- Hoy va a hacer calor-, dijo el otro, haciéndose visera con la mano. Y al retirar la mano que le hacía sombra a la cara y volverse, Pablo entendió de golpe.
Primero en el cuello, y luego en la mandíbula, la delicada y fina piel del anciano se hizo al trasluz del sol casi invisible y Pablo pudo ver que su esqueleto era insectiforme, su mandíbula superior una especie de pico implementado con una prótesis para simular una boca humana. Las cavidades de los ojos y la nariz, redondeadas en un cráneo de homínido, eran solo ranuras.
Aquel ser dejó la ventana y se acercó sonriendo por detrás de su butaca.
- Por fin has vuelto y estás… con nosotros-, dijo, y puso una extremidad sobre el hombro derecho de Pablo, que, lleno de horror, espeluznado hasta la raíz del espinazo, hizo lo único que podía: gritar. Lanzar un largísimo grito horrorizado que fue convirtiéndose en un ulular selvático y prehumano, un aullido feroz y prolongado, bestial, que no conocía límites y que primero inundó sus oídos y su garganta y luego llenó su cabeza y alcanzó el absoluto de que todo su cuerpo, paralizado por un tóxico, participara de la voz, se convirtiera en vociferación casi mecánica que, después de anegarle completamente, volvía ahora a rebotar en sus oídos como un grito nuevo.
Al despertar, Pablo seguía oyendo el aullido, pero ya no salía de su garganta, sino que llegaba hasta él desde otra garganta. Él también estaba en otro lugar. Lo reconoció enseguida.
Tono llevaba un rato barboteando y mascullando bajo la mordaza, tumbado y atado en la camilla fijada dentro del camión que pronto llenarían de cajas de fruta. Pablo, sin olvidar nada, se levantó enseguida de las neveritas y quitó el trapo de la boca de su amigo Mula.
- ¿Cree que es momento de echar una cabezadita? ¿No iba a ir a echar un vistazo?
¿Cómo explicarle todo lo que había vivido en aquel… sueño? ¿Acaso era solo eso, una pesadilla? ¿Pertenecía a la categoría de ‘sueños alienígenas’?
En ese momento oyeron que alguien se acercaba por el túnel. Tono abatió la cabeza y Pablo lo tapó y fingió estar revisando algo por allí.
- ¿Has visto algo por aquí?, preguntó una voz conocida.
- Nada. Estaba revisando estos bultos por si… -, en ese instante volvió la cara y reconoció perfectamente la cara rasurada, la mandíbula cuadrada, la dentadura perfecta, hasta la elegancia en el corte de la bata, de Juan Oliver, presunto policía judicial-...por si estuviera por aquí escondido, pero nada. Seguiré en las otras dársenas.
- Vale-, dijo aquel sujeto, y añadió yéndose: -pero no te entretengas, estos camiones van a salir enseguida.
Se oía ruido de camiones entrando en el recinto del patio.
Pablo se quedó mirando el lugar por donde había desaparecido aquel individuo, pensando que, de una manera para él inexplicable y seguramente tortuosa, su sueño había formado parte de la realidad, de aquella realidad en que ahora mismo estaba viviendo.
- Oiga-, dijo Tono Mula desde debajo de la sábana, -¿va a dormirse otra vez o va a ver qué puede hacer para sacarnos de aquí?
- ¿Qué crees que es mejor, que me vaya solo y busque a la policía para que intercepte el camión, o que me quede aquí contigo encerrado y nos las tengamos que arreglar solos?
Tono, desde debajo la sábana:
- ¿Qué tipo de pregunta es esa? ¿No hay más opciones?
- Me temo que no.
- ¿Y por qué no me desata y salimos corriendo?
- No saldría bien.
- Además, ¿por qué supone que le van a dejar salir sin más?
- Por la bata. Prácticamente es un salvoconducto. Responde: ¿me quedo contigo o salgo y vuelvo con la policía?
- Yo… Yo creo… Yo creo que… Yo me iría sin mirar atrás; pero me parece que usted se va a quedar aquí.
Entonces Sastre supo lo que tenía que hacer. Se irguió y atravesó el camión y el muelle con el paso resuelto.
- ¡Oiga!... ¿Oiga?
Salió a la nave central y se dirigió a la puerta. Giró a la derecha y caminó con tranquilidad hasta su automóvil. Lo abrió, se sentó dentro, encendió el motor y maniobró para salir del polígono industrial por donde había entrado. Condujo tranquilo, con una sensación de exaltación y libertad que no recordaba haber sentido nunca. Cuando llegó a Legazpi buscó aparcamiento por el Paseo de Yeserías. Estacionó. Salió del coche, se quitó la bata (no sin cierto sobrecogimiento, como si aceptase al hacerlo una vulnerabilidad nueva y peligrosa, pero también liberadora) y fue caminando hasta la Plaza del General Maroto. En la terraza del O’Portiño buscó una mesa apartada y se sentó. Cuando llegó el camarero le pidió una jarra de cerveza. En cuanto se fue, sacó el móvil y llamó a su familia. Se sorprendieron y alegraron de que llamara a aquellas horas. Estaban en la playa. La niña estaba bañándose en la orilla y jugando con los amigos de otros años. Iba a ir a verlas, dijo, enseguida, pediría los días de los que le debían y se iría unos cuantos a la playa con ellas; y si no se los daban, se iría igual. Tenía ganas de verlas. Muchas. A su mujer Ana le conmovió aquella emoción de ausencia, completamente nueva en su marido. Le parecía de perlas, pero que no se la jugase por un capricho, que si se lo ponían muy feo esperase hasta el finde y entonces fuese, que también ellas tenían muchas ganas y que le querían. Que le quería. “Te quiero”, dijo Ana. Lo arreglaría como fuera, ya la llamaría cuando estuviera cerca. Besos. “Te quiero”, dijo Pablo. Hasta pronto.
Llegó la jarra y bebió las frescas primicias a su salud. Luego marcó el teléfono de la policía.
Le atendió una voz normal. Él dio sus datos y luego contó su historia. No una historia larga, complicada, increíble, sino un relato breve y útil. Lo había pensado todo. En un camión frigorífico blanco con la marca tal pintada en el lateral, y con la matrícula tal y tal, había visto cómo en la fábrica tal, sita en la calle tal del polígono tal de Villaverde, metían a golpes terribles a una veintena de mujeres maniatadas, que después metieron palés de fruta para disimular, pero que las mujeres iban al fondo del cajón; y que aquel camión tenía como destino algún sitio del norte de España, Galicia o Asturias, porque había oído al conductor y a otro hombre hablar de la ruta, y era por la A6 con parada en tal área de servicio; y que lo había visto todo porque había ido allí a buscar un trabajo por un anuncio del periódico y se había metido dentro sin que le vieran, buscando a alguien que le diera cuenta del anuncio, y lo había visto todo escondido, desde detrás de unos cajones, y que había otros camiones de la misma marca comercial allí aparcados que quizá también llenaran igual, pero que ya no lo había visto porque no había podido aguantar más allí; que había salido como había entrado y les había llamado inmediatamente; que lo juraba; que podían detenerlo y tenerlo encerrado en la cárcel hasta que comprobaran que era verdad, que tenían que hacer algo porque aquellas mujeres iban forzadas, llorando y llenas de sangre. Que no le importaba pasarse ahora mismo por la comisaría, pero que mandaran ya a alguien a parar el camión, que era una pena verlas.
Cuando colgó estaba más que satisfecho. Tomó otro largo sorbo de cerveza, que todavía estaba fresca. Ahora iría a la comisaría, y seguiría la intercepción del camión desde allí. Ya explicaría, una vez salvado Tono, las diferencias entre su historia y la verdad. Y después a la oficina, a decir que se iba a la playa se pusieran como se pusieran. Entonces sonó el teléfono.
- ¿Diga?
- Buenos días. ¿Es usted Pablo Sastre Oyarbide?
- Sí, soy yo.
- ¿Ha llamado usted para denunciar que ha visto cómo metían a la fuerza a un grupo de señoritas maniatadas en un camión?
- ¡Sí, sí! ¡Hace un momento lo he visto! ¿Qué pasa? Esas chicas daban pena. ¿Han cogido al camión?
- ¿Dónde está?
Pablo se lo dijo.
- No se mueva de ahí. Un coche patrulla va a ir a recogerle.
- ¡No se preocupe! Tengo mi propio coche, ahora mismo iba...
Pero no le dejaron terminar. Le dejaron con la palabra en la boca. Bueno, qué se le iba a hacer. Se dispuso a esperar al vehículo de la policía, siempre preocupado por el destino de Tono, haciendo sufragios porque la policía actuase con diligencia por una vez siquiera.
Repasó su historia. Era creíble. El tráfico de mujeres era muy común. Las redadas salían mucho por la tele. Además ya sabía, porque las había visto en la noche del sueño, que aquellas esquinas se llenaban al anochecer de jóvenes, y no tan jóvenes, que ejercían la prostitución. No era descabellado pensar que muchas de ellas lo harían de modo forzado. Lo único raro era lo del camión, lo de la fábrica y la fruta, pero no era tan extraño como para ser inverosímil. De algún modo harían las mafias los largos traslados de mujeres.
Bebió un trago largo que dio con el fondo de la jarra, pero seguía con sed. Además tenía ganas de orinar, así que se levantó para ir al aseo y, ya que pasaba por la barra, pidió que le sirvieran otra jarra.
Al salir del retrete vio al camarero cerca de su mesa hablando con dos tipos con traje. Retrocedió. Había una jarra llena sobre la mesa, pero no había coche patrulla alguno. Solo un Mercedes azul oscuro con los cristales tintados parado en doble fila. Se estaba cansando de todo aquello. Salió del restaurante por una puerta lateral y caminó tranquilo pero rápido hasta el primer portal. Dijo ser cartero de correos y alguien abrió. Entró y se ocultó al fondo, en el ancho umbral de una puerta en que ponía CONTADORES. Desde aquel recodo vio pasar primero al camarero por delante del cristal ahumado del portón, seguido de cerca por los dos tipos que no iban de uniforme y que se hicieron visera para echar un vistazo dentro del portal. Probaron la puerta, pero estaba cerrada y siguieron adelante. Volverían, estaba seguro, cuando comprobaran que no había muchos sitios donde esconderse con tan poco espacio de tiempo. Como no podía salir, porque el portal era visible desde el coche y podían regresar en cualquier momento, comenzó a subir la escalera. En el rellano del primer piso había una ventana que daba al techo del restaurante. Desde él se podía tener acceso a otro par de escaleras de edificios de viviendas y, deslizándose por una tubería de gas que se veía al otro extremo, bajar a la otra calle, al otro lado de la plaza. Era una buena vía de escape, así que abrió la ventana, puso el pie en el rellano para dejar la huella y saltó hacia atrás. Hecha su jugada, subió al último piso y esperó.
No tardaron en regresar y, como era previsible, saltaron al techo del restaurante por aquella ventana, que él había dejado entornada. Pablo supuso que le buscarían por todos los lugares a que daba acceso. Demasiados lugares. Demasiadas vías de escape. Veinte minutos más tarde, entraron por la misma ventana y se largaron. Sin embargo, él no se movió. Tuvo suerte, y nadie subió hasta la última planta ni quiso salir a la calle de ninguno de los cuatro pisos del rellano.
De todos modos, tenía que salir. Solo le quedaba una cosa por hacer, y ya estaba claro que nadie iba a ayudarle a llevarla a cabo. Así que cuarenta minutos más tarde salió por la puerta aparentando calma y normalidad y, dando un rodeo que le permitía evitar todas las puertas del restaurante, regresó a su coche. Ahora no podía perder nada de tiempo.
Por la Calle 30 accedió a la A6 y echó a correr. No le importaban los radares. Supuso que no tardaría ni cien kilómetros en haber perdido todos los puntos y tener multas por un valor de miles de euros. Lo único que tenía que evitar era ser detenido en un control. Si era de velocidad, podría reemprender la marcha, pero si fuera de alcoholemia le retendrían hasta que le bajara el índice de alcohol en sangre. La buena noticia era que el camión tendría tanto o más interés si cabía que él en evitar llamar la atención de la Guardia Civil, así que su velocidad no sería muy alta. Solo había un peligro en el que prefirió no pensar.
Una hora más tarde, llegando al kilómetro 147, algo llamó su atención pero lo pasó por alto de momento. Entonces, repasando las imágenes, se dio cuenta de lo que había sido. Unos pocos kilómetros más atrás, como cinco minutos antes, había visto la trasera de un camión frigorífico que salía de la nacional y tomaba una carretera secundaria, local o comarcal. Se había materializado el peligro en que, por su imprevisibilidad, había decidido no reparar: que el camión, avisado por radio o por teléfono, o simplemente por no coincidir con el del sueño, o por tener otro itinerario, no hiciese aquel camino o saliese de la carretera antes de llegar a la vía de servicio, pues a partir de ahí no sabía qué dirección habría seguido, ya que en el sueño ellos habían continuado desde allí en helicóptero.
Casi se reía de sí mismo, y de la situación, considerando los hechos y las variantes de los hechos y de los datos con que contaba y que barajaba como si jugara a los detectives y a la vez estuviera cabalmente desquiciado. El mismo Mula, por salvar al cual estaba embarcado en aquella persecución descabellada, si lo supiera, pensaría de él que era un puto chalado.
Abandonó la nacional en la primera salida y desanduvo camino por el primer asfaltado que encontró. Veinte minutos después desembocó en una carretera que le recordaba aquella por la que había visto irse al camión, e hizo su apuesta.
Los carteles anunciaban un pueblo llamado El Arribe a ocho Kilómetros, y una ciudad monumental y turística, Cafarnaún, como en la Biblia, a ochenta y cinco. Era una carretera de doble sentido, y hasta salir de El Arribe no pudo acelerar, no por las señales, sino por los niños jugando en plena calle y por los viejos de garrota completamente ajenos al hecho del tránsito rodado. Ya fuera se dio un par de sustos en cambios de rasante y en curvas que resultaron ser tan cerradas como anunciaba la señal que había puesto allí la DGT.
Y cuando faltaban solo treinta kilómetros para llegar a Cafarnaún, que a Pablo no le sonaba y pensó si sería una ciudad portuguesa, ya que estaba totalmente desorientado, lo vio. De hecho, le pasó por encima.
La C613, que era por la que circulaba, se había cruzado con más de una docena de carreteras menores. Algunos cruces eran a nivel y otros eran puentes o pasos elevados. En cada uno de ellos había tenido que tomar una decisión, pero siempre había sido la misma: seguir adelante. Y había acertado.
En aquel cruce, la C613 apenas se elevaba de la horizontal. Era la otra carretera la que habían soterrado y hecho pasar bajo la comarcal por un breve túnel. Precisamente cuando estaba cruzando por sobre ese túnel, un vistazo lateral le permitió ver al camión emerger de la sombra de debajo por la derecha y seguir hacia el norte. Identificó la matrícula. Dio un frenazo y consideró las opciones: podía terminar el puente, girar ciento ochenta grados, volver a cruzar el puente en dirección opuesta y, al poco de salir, dar media vuelta y tomar la incorporación a aquella carretera de abajo que había visto antes de abordar el cruce. Creía que se trataba de la CI878. O podía terminar de cruzar el puente y tomar una vía de servicio que veía con claridad y que progresaba paralela a la CI878. En el horizonte de su derecha, por donde se alejaba el camión, veía otros túneles, otros cruces, y, por consiguiente, otras tantas posibilidades de abordaje. Tomó la segunda opción y se incorporó rápidamente a la otra carretera, a la de servicio.
Fue observando el camión sin acercarse demasiado. No parecía estar en plena huida, ni recelar de su coche, si es que lo veía por el retrovisor lateral. El camionero conducía a una velocidad prudente. Más parecía que le hubiesen sugerido u ordenado un itinerario alternativo. Pablo tuvo tiempo, pues, de planear el asalto.
Si se ponía a su lado o lo seguía de cerca, dándose a conocer, no frenaría, no lo detendría, y corría el riesgo de que pidiera ayuda por radio y un helicóptero u otros vehículos rápidos se presentaran allí en poco tiempo, poniéndolos a los dos, a Mula y a él, en otro riesgo inminente. Si le adelantaba y, situándose delante, trataba de obligarle a parar reduciendo paulatinamente la velocidad, en cuanto se diese cuenta de sus intenciones le arrollaría, de modo que el trailer podría continuar su camino y Pablo quedaría detenido, quizá maltrecho, muy posiblemente inmovilizado, y expuesto en aquella carretera desértica y solitaria a que pasara a recogerlo una de las patrullas de aquella organización. Pensó entonces un plan alternativo.
Para ponerlo en práctica tenía que ganarle terreno, con que, aprovechando un talud que separaba la carretera por la que discurría de la CI878 e interrumpía la visibilidad, aceleró a fondo para sacarle unos kilómetros y dejar de ser visible desde el camión.
Como había aproximadamente anticipado su voluntad o previsto su anhelante empeño, la carretera por la que avanzaba el camión salía del tercer cruce soterrado haciendo curva, una curva a derechas con escasa visibilidad que concedería al conductor escasa capacidad de reacción si, por ejemplo, se encontraba de frente un obstáculo atravesado en mitad de la calzada. Lo detendría inevitablemente, aunque, a pesar del frenazo que diera el conductor, dicho obstáculo, su coche, por ejemplo, podría recibir un fuerte impacto. No le importaba; si no le fueran a encontrar los malos y a hacerle desaparecer (de lo cual no le cabía casi ninguna duda), podría haberse inventado luego que su automóvil había sido objeto de un robo en Madrid. Aquel pensamiento le hizo sonreír con algo de nostalgia de su vida tal como había sido hasta ese martes, como si esa existencia fuera ya un fenómeno anterior y acabado que puede recordarse con cierta carga sentimental retrospectiva. Y también pensó que con aquella quimera suya de un tiempo futuro en el que no estuviera muerto, actuaba de modo similar a aquel fenómeno del sueño o lo que fuera que le trasladaba a una alternativa anterior o diferente de su discurrir vital. Se había ido adaptando a trompicones a las circunstancias cambiantes, pero a fuer de sincero, no entendía ni recordaba aquella primera escena de los monstruos amarillos arrancándole la cara al tipo de pelo cano, antes de despertar él en la esquina, de pie, como una pesadilla, no lo recordaba ni entendía como si hubiera sido un sueño o una predicción visionaria; ni tampoco el escape del primer camión, el helicóptero y el despacho del viejo tenían esa cualidad nebulosa y frágil, dispuesta para el inmediato olvido, que se aloja en la misma entraña de la naturaleza onírica. Que él mismo los hubiera calificado de sueños, o pesadillas, narcóticas o no, había sido solo un uso de palabras conocidas (‘sueño’, ‘pesadilla’, ‘visión’, ‘ensueño’, ‘alucinación’) para nombrar una circunstancia o sensación cuyo vocablo no existía; había sido como hacer a aquella otra realidad encajar con urgencia en una cadena de acontecimientos tumultuosos que se le echaban encima y se veía en la obligación de sortear, como si en mitad de una feroz pelea por tu vida con una serie interminable de contrincantes te vieses combatiendo con un dibujo animado o con una sombra a la que ya has abatido momentos antes: no preguntarías ni detendrías tus gestos de lucha, seguirías combatiendo contra lo que te agredía, perteneciese al dominio que fuera. Desde luego no eran sueños, su cuerpo guardaba memoria válida y cicatrices de la caída del camión, hasta su verga guardaba el recuerdo sensorial de su encuentro con la mujer rubia que aceptó llamarse Luz; ni tampoco eran segundas oportunidades: la vida no da segundas oportunidades echando atrás el tiempo. De otro modo quizá sí, de modo evolutivo (aquello de que ‘la vida no se repite, pero rima’), pero no solapando un tiempo que no regresa. Tal vez, como dio aquel tipo de la nave por descontado, en uno de esos periodos anteriores y solapados era o fue hermano de Juanjo (¡Dios!). En semejante caso, aquel sujeto fue su propio padre, aunque esto hubiera ocurrido en una realidad anterior, ya inoperante en su conciencia, a la que ambos (¡y Juanjo!), sin ya saberlo él mismo, pertenecieron unidos por tales vínculos. Tal vez aquella bata blanca que encontró era, o fuera, o hubiera sido suya y lo cierto (tomando este término con las debidas precauciones en un ámbito tan inestable) lo cierto era que había vuelto a recogerla donde, en esa realidad anterior, recordaba vagamente haberla dejado (¿por qué?, ¿tal vez había descubierto algo de la índole de aquella re-Creación y quería renunciar? ¿Había decidido tirar la bata como el que tira la toalla?), y tal vez fuera verdad (o, mejor dicho, verdad) que aquel pobre tipo al que detuvieron en la basura era efectivamente uno de los del casting (¿Y si fuera él mismo, que se había escondido y quedado allí? ¿Y si su alma había transmigrado al cuerpo de uno de los tipos de la bata para salvarse? ¿Qué lo impedía allí? ¿Y si esa había sido su opción de huida en ese fragmento del pretérito imperfecto de subterráneo?). Si él era hijo de aquel tipo y, por tanto, un ‘enbatado’ (monstruo entonces, o solo delincuente)… si las cosas habían sido así y no era solamente un malentendido de aquel sujeto que presuntamente fuera su padre (se estremecía al pensar en Juanjo como su hermano), podría llegar a concebirse un encadenamiento sucesivo de segmentos de realidad incompatibles (incompatibles según nuestra concepción humana y moderna de realidad) que van avanzando penosamente (retroceder y adelantar incesante), repitiendo unas cosas y otras no, sin un criterio que se conozca o al menos sea fácil de conocer, y que permiten o alientan, o necesitan cierto olvido de las realidades que fuimos para que la mente no se colapse, no entre en barrena y, dejando de aceptar el juego, se vuelva loca. Es decir: te regalan o permiten u obligan al olvido cuando has desentrañado el criterio selectivo o te has cansado y pretendes salirte de su férula, romper tu rol como quien triza un papel con las instrucciones de una vida que te han prediseñado. Y aún había otra alternativa: La opción más triste sería, desde luego, que tú mismo tratases de abandonar, como quizá él hizo al abandonar la bata o trasmigrar a otro cuerpo, y que hicieses por olvidarlo todo con el propósito de no dejar pistas, ni para ti mismo ni para nadie, a fin de eludir ser atrapado de nuevo y devuelto al engranaje de los roles, los avatares y las repeticiones. Y era la opción más triste porque tantas cuantas veces lo hicieras, iniciabas de nuevo el juego sin las claves, desconociendo sus reglas y sentido, con total inocencia y virginidad vital, pero expuesto de nuevo a los vapuleos de los segmentos de realidad encadenados, y de nuevo ansioso por conocer unas reglas, unas claves, un saber que habías hecho lo posible y lo imposible por olvidar. Sería la rueda de las reencarnaciones sin fin y sin la posible redención de la santidad. Un universo en que la metempsicosis fuera una metástasis cuyo cáncer no tiene cura ni final. Demasiadas incógnitas. Por suerte o por desgracia, no era algo que hoy le tocara resolver, aunque cuando todo se detuviera, si es que se detenía alguna vez y no, simplemente, moría o le mataban, puede que tuviera que enfrentarse a todo aquello, y descubriera que las líneas inexistentes que hacen lindar a la realidad con la irrealidad, al pasado con el presente, y a la vigilia con el sueño son vastas extensiones de ignorancia. Pero algo le llamaba desde el aquí y el ahora. Entonces se sobresaltó y volvió al apremio.
Con impacto o sin él, el trailer se detendría. Entonces ya vería qué era más hacedero, si neutralizar al conductor y luego sacar de allí a Tono; y a los otros si se podía; o hacerse el asombrado y amable paisano que pasaba por allí y tan solo quiere ayudar, sacar entonces a Tono y salir corriendo… o cualquier otra solución que brindara la ocasión o se terciara.
Cruzó la carretera por sobre el tercer túnel, tomó la desviación para salir a la CI878 y, retrocediendo después, estacionó el coche a la salida, atravesado en la calzada, tal como había ideado. Él se situó en la cuneta, unos metros más allá y detrás de un mojón kilométrico de piedra del tamaño de un taburete, con el fin de evitar ser arrollado pero poder intervenir inmediatamente.
Era cosa de segundos.
Y entonces ocurrió.
Oyó el motor del camión y vio aparecer la cabina, pero era distinta. Era un camión antiguo con batea cuadrangular, enrejada y alta como una jaula. Se trataba de un transporte de ganado, e iba demasiado deprisa, sin duda procedente de la anterior incorporación. El conductor frenó y giró bruscamente el volante a la izquierda. De pronto salía mucho humo de los ejes y del asfalto. Los neumáticos chirriaron cuando el camión se cruzó y, escorándose en el sentido de la marcha, se alzó y botó violentamente sobre la goma de las ruedas.
En el mismo instante en que pudo ver cómo los cerdos salían fuertemente despedidos por encima del borde del camión y pasaban en racimo a por lo menos tres metros de altura sobre el capó de su coche, antes de que el camión cayera sobre este y lo aplastara, Pablo vio, por detrás del humo, llegar el trailer a su moderada pero a los efectos demasiada velocidad. Y, protegiéndose como podía de la lluvia de cerdos, vio cómo se cruzaba, volcaba y se arrastraba luego de lado hasta impactar, sin exceso de drama, contra el camión de ganado.
Cuando el estrépito se detuvo lo suficiente, saltó de su escondite no ya deseando que Tono y los otros estuvieran bien, pues estaban amarrados a las camillas y aquella posibilidad era la más plausible teniendo en cuenta cómo había caído el camión, sino tratando de conjeturar de qué manera Tono, si es que iba en aquel camión, se pondría enseguida a afearle que hubiera elegido tan rocambolesca y aparatosa manera para hacer una cosa tan sencilla como detener un camión, y tratando también de imaginarse cómo, si le dejaban tiempo para hacerlo, cosa casi imposible, iba a contar a sus amigos, a Ana y a la pequeña Susi que había visto una breve, pero auténtica, bandada de cerdos volando por encima de su cabeza.




B

Cuando escribió aquella última frase se sintió medianamente satisfecho, justificado. Había logrado encajar la bandada de cerdos. No sabía por qué, pero se trataba de justificar la aparición de una auténtica bandada de dichos animales.
Recordaba también vagamente que al llegar a casa de madrugada había encontrado una nota sobre el teclado. Pero era una inscripción antigua, en un papel amarillento, y escrita con una letra que no reconocía como suya. La anotación consistía en dos nombres, una frase nominal y una advertencia sin mucho sentido y no poco desconcertante. No lo comprendió, o no se molestó en comprenderlo, o no quiso entender aquello de lo que la inscripción tenía la intención de advertirle.
Miró la puerta entreabierta al pasillo y lo vio en penumbra. La única lamparita de la casa era aquella, y estaba apagada. Siempre estaba intentando recordarse a sí mismo que debía dejarla prendida cuando salía de casa, pero aquel propósito no se cumplía nunca. O esa impresión le daba. También podía ocurrir que, al llegar, la apagara mecánicamente. Tiró el papel a la papelera vacía y escribió uno nuevo. Al depositarlo sobre el teclado muerto vio el recorte de periódico que tenía desplegado y bien visible en la mesa, junto al ordenador, subrayadas unas frases con un marcador amarillo. Lo dobló y, al metérselo en el bolsillo de la camisa, notó que tenía todo el costado izquierdo lleno de sangre seca. Sin duda de alguna reyerta de borrachos que habría presenciado y de la que ya no se acordaba. También su dedo fue en busca del agujero en la tela sin que él se opusiera, y entonces, al encontrarlo, se dio cuenta, sin sorpresa, de que en efecto estaba allí. Ya casi sin fastidio, o fingiendo un fastidio que no sentía o del que tendría en algún momento que prescindir, aunque fuera simulado, se levantó, se quitó la camisa y la arrojó a la papelera. De su armario descolgó una igual y se la puso. Al meter los faldones por la cintura pensó que debería rebelarse contra esa formalidad de la camisa por dentro, y supo que cualquier día lo haría, como antes, como en un antaño que no se le venía a la memoria con claridad; o era que él deliberadamente no lo traía.
Se puso en pie y se acercó al balcón. Los plátanos seculares de aquella calle protegían del sol directo en los días de verano, pero impedían ver la acera. Aun así tuvo la sensación de que aquel día iba a ser diferente de los demás, de que aquel día guardaba en su seno encuentros y revelaciones de una cualidad extraordinaria y única. Quizá aquella percepción fuese fruto de su natural optimista, o tal vez se tratara de un vaticinio funesto que su ansiedad convertía en expectativa. Pero sin poderse saber, a aquellas alturas de la jornada y con tan escasa información, si debía temerlo como una fecha infausta o ansiar con afán su cumplimiento como una epifanía de su destino, decidió, como todos los días, bajar al bar, o “el mismo día multiplicado por la rutina”, o “el mismo día multiplicado por el bar”, reinventó mentalmente mientras cerraba la puerta de la casa, sabiendo que parafraseaba a Borges y que hacerlo sería sandez, homenaje o plagio, según lo que pensara el propio Borges. Tendría que preguntárselo.
Cruzó la plaza sorteando niños que lo miraban pasar sin decir nada y entró en el bar (que se llamaba así, únicamente BAR) que regentaban Franz y su novia Marisa.
Franz había abierto aquella taberna por mediación de su tío, que vino a España antes que él y, ya instalado cómodamente en la calle Mayor, número veintiocho, y habiendo sabido poner en valor su título de ingeniero para conseguir un excelente puesto en ferrocarriles, le hizo llamar a súplicas de la madre de Franz, que le veía desmejorarse a ojos vista en el clima de Praga. El tío de Madrid, avispado y vividor, durante una de sus correrías nocturnas, sin duda, y pensando ya en cómo acomodar a su pálido sobrino pendolista, supo reconocer un lugar de paso (un chaflán que se abría a dos calles y a una plaza, lo que sería, pensó con acierto, bueno para el negocio) que vendría a convertirse en punto de encuentro de gente bien del centro, funcionarios noctívagos, bohemios y literatos, algunos de ellos con tendencias suicidas.
Desde que la abrieron, el tío Alfred, haciendo valer su condición de favorito, casi de patriarca fundador, se sentaba en un velador al fondo del local y leía la prensa deportiva tomando carajillos.
Alejandro entró a la fresca sombra del bar y reconoció inmediatamente a Julio Cortázar en una mesa de la izquierda. Leía hierático y concentrado en un tomo muy voluminoso de papel biblia y letra diminuta. También vio, sentado casi frente a la entrada, a un tipo vestido de negro, con sombrero de ala sobre la mesa y bastón sujeto en el respaldo. Tenía la cabeza alargada y la nariz a juego, y miraba a la calle en completa calma pero con los labios fruncidos, tal vez por mantener a raya un ligero prognatismo, o por desprecio, ligero también pero continuo. Franz, que se cruzó con Alejandro llevándole un cortado a don Julio, le dijo que nadie lo conocía, que había dicho que había quedado allí con Borges para algo de un duelo. A la cara escéptica que puso Alejandro, Franz respondió encogiéndose de hombros y afirmando que, naturalmente, don Jorge Luis no asomaría. Alejandro supo entonces que se quedaría sin poder consultarle aquello de la cita, el plagio u homenaje.
Nadie se movía dentro. Si no pasaban Valle, Zorrilla o algún otro (el mismo Ramón, que últimamente no se sabía con quien paraba), iba a ser un final de jornada mortalmente tedioso.
Alex fue a sentarse al fondo con el tío Alfred, quien, según su costumbre, allí estaba tomando su café con coñac.
En cuanto se sentó, Álex sacó el recorte de prensa del bolsillo de la camisa, lo alisó sobre el mármol y leyó en alto las bases de un certamen para jóvenes escritores. Ya no existía, le explicó al tío lleno de fervor. Como tenía más de treinta y cinco, ya no había concurso de jóvenes escritores para él; ya no era un joven escritor inédito, ya no; y desde el día anterior tampoco era un escritor mayor editado. Ya no era nada. El tío de Kafka, anteojos de fina montura dorada, barba recortada, atildado e irónico, le miró alejando la cara y frunciendo el ceño, como si una situación como aquella no mereciera tal exaltación. No publicar, sentenció, era la verdadera salvación. Y si no quería hacerle caso, que hiciera como su sobrino: mandar destruir toda la obra, o aun mejor, destruirla directamente.
- Y de escritor inédito pasarás a ser inclasificable y genial. Y editado, naturalmente.
A Alejandro aquello le parecía una falta de respeto. El tío parecía creer que podía permitírselo todo.
- ¿Y cómo me editarían, si lo habría destruido todo?
- Pues publicarán tus trabajos escolares, las cartas a tus novias, las conversaciones casuales con la gente. Es cosa hecha.
Y si no le creía, que mirara a su sobrino: cuatro novelas y cuatro cuentos rarísimos y el resultado era más admiración y lectores que Hanz Ludris.
- ¿Quién es ese?
- Un amigo de Franz de Praga que recibió premios en vida y del que ya nadie se acuerda. Tal vez muy justamente-, aclaró.
Álex no juzgaba, no cuestionaba el carácter de nadie, pero ya era un poco cansino el dandi fondón con aquella exhibición de su sarcasmo. Otra cosa que no dejaba de hacer el tío Löwy era observar, todos los días, o “un mismo día confundido por el coñac”, o “un único día repetido por la lujuria”, a la novia de Franz.
Porque en lo que de verdad envidiaba el tío al sobrino era en haber sido capaz de engatusar a aquel mujerón de Marisa. Sentía verdadera devoción carnal por aquella mujer. Cuando veía a Marisa limpiar la barra del bar con una bayeta, con aquellos generosos pechos bamboleándose hipnóticamente de acá para allá, y luego miraba a Franz, que ahora servía un café al cliente de cabeza alargada, con aquel culillo angosto, aquel chaleco entallado y pegado al costillar enjuto como a una raspa de pescado, con aquellas maneras meticulosas, tan serio y formal, movía la cabeza de lado a lado y decía: “Demasiado arroz para tan poca polla”.
Esto requería una explicación:
El tío de Franz se había iniciado en el conocimiento del castellano escuchando y repitiendo frases hechas y refranes de la gente del pueblo que encontró y trató a su venida a España, pero se conoce que aquel refrán del pollo y el arroz (que esos son, y no otros, los ingredientes del hiriente plato; esto es: demasiado arroz para tan poco pollo) no se lo había terminado de aprender bien y nadie había estado dispuesto a sacarlo de su error. Por su parte, a Alejandro le hacía tanta gracia que no osaba corregir aquella errata tan genial y productiva, como dijera más o menos Don Andrés Bello del leísmo (y hasta quizá de su hermana facilona y anómala, el laísmo; que no se acordaba Alejandro bien de hasta dónde había llegado la audacia del gramático). Incluso se imaginaba a Franz en faena con Marisa, él con su lingam de hombre-liebre y ella con su yoni de mujer-elefanta, según las clasificaciones de tamaño consignadas en el Kama Sutra, y se lanzaba golosamente a conjeturar con qué mañas, posturas o adminículos mantendría satisfecha el triste caralápiz de Franz a una res con aquellos lomos. Aunque, para ser justos, ni Franz era tan finústico (no desde que comía tortilla de patata), ni ella tan bovina, ni el respeto que les profesaba a ambos y a su amor merecía aquellas visiones suyas. Jocosas, jocundas, entretenidas y cachondas, sí; pero también faltonas, lascivas, indecorosas e indecentes. Además, existía el factor Cortázar:
Cada vez que se sentaba a la mesa del tío y este, siempre innecesariamente grosero y vocinglero, decía aquella barbaridad de la polla y el arroz, momento en el cual a él se le escapaba la risita y a su libido aquellas turbadoras imágenes de la elefanta y el conejo, Cortázar despegaba la cara del libro de letra diminuta (o de otro que estuviera leyendo) y, al borde de su dolorosamente longilíneo cuello de cisne, distorsionaba el pescuezo y lo miraba con aquellos ojos saltones y cansados, de entre gacela y rana, según, que en tales ocasiones parecían penetrar inquisitivos en su mente y ver esas irreverentes imágenes pornográficas, y que por ello mostraban aquel profundo escándalo, aquel bochorno y aquella censura no tanto moralista, cuanto mitómana. O eso era al menos lo que creía poder leer Alejandro en los ojos de don Julio con ocasión de que saliera a la pista central de su peep-show mental el número del conejo y la elefanta, con el tío erotómano como maestro de ceremonias y relator.
Pensando en aquello, y antes de que al tío se le inflamaran las meninges y abriese la boca, Alejandro recogió el recorte de prensa, se levantó, sonriendo para sus adentros y un poco para sus afueras, y se encaminó, atravesando la sala, hacia el aseo. Entonces lo vio: Rulfo apareció por la izquierda y, sin mirar dentro de la taberna, sin abandonar la acera, cruzó por delante del hueco de la puerta de la calle de Amor Hermoso, luego por delante del portón que rendía en la plaza y finalmente ante el ventanal, abierto también, que daba a la calle Quinto Ortiz. Y desapareció.
Sin tiempo para que el terror diese paso a la calma, Álex quedó paralizado primero, y después reculó, tocó la silla del misterioso hombre de negro e hizo caer al suelo su bastón.
Lo recogió, lo colocó en su sitio, pidió sinceras disculpas y, para ocultarse de su propia aprensión, se invitó a sí mismo y se sentó a la mesa del desconocido, que tomó su intrusión con más indiferencia que indignación.
Álex rompió a hablar enseguida, y de la única forma que sabía.
- ¿Por casualidad es usted escritor?
El hombre movió la cabeza afirmativamente.
- Verá, es que tengo un pequeño problema.
El tipo lo miraba sin más.
- Bien. Tengo algo de un relato, pero no sé cómo seguir. Tengo un poco, una idea, algo escrito que…, bueno, es lo siguiente: El ciervo en la fuente.
El sujeto levantó las cejas.
- Sí, ya sé, es poco, no es casi nada, un título, un emblema, un enigma, una metáfora, pero… el caso es que… me sugiere algo.
- No es que le sugiera algo, señor-, dijo al fin el tipo, con una voz débil pero cavernosa, como si procediera del fondo de una cueva, -se lo recuerda, le recuerda algo porque es el título de una fabulita de Esopo.
- ¿Una fábula?
- Una fábula.
Álex pensó que su idea era irrecuperable si ya había sido usada por otro, y el tipo de la cara alargada, como descifrando en su gesto contrito aquella misma conclusión, añadió:
-Pero claro, también puede leerse del revés.
(¿…?) (¿La fuente en el ciervo ?... ¿Etnéufal ne Ovre iclé? No, seguro que no es eso), pensó Álex tontamente.
- Podemos preguntarnos…-, siguió hablando el de la cara larga, que fruncía los labios, ahora podía verse, porque le daba vergüenza tener dientes tan grandes-: ¿qué ciervo era ese?, ¿y esa fuente? ¿Cuál es la relación que media entre ellos? ¿Son en realidad un ciervo y una fuente?
Alejandro dejó calar la pregunta, bien al fondo, pero como no emergía nada y el tipo no se contestaba a sí mismo, le animó.
- ¿Lo son?
- Verá. Déjeme que le cuente algo:
“En el cementerio episcopaliano de la ciudad de Boston existe una tumba vacía. Se trata de la tumba de Archibald Clayton Lord, hijo de una acomodada y en todos los respectos admirada y aun temida familia de industriales y comerciantes. Y aunque la familia Clayton poseía importantes emporios de mineral de cobre y oro y no pocas explotaciones agropecuarias por todo el estado, Archibald, o Archi, como lo llamaban en la intimidad del hogar, un hogar de todo punto cariñoso y feliz, no estaba ni mínimamente interesado por el dinero. Decidió estudiar ciencias físicas y químicas, lo cual entraba dentro de las competencias que debía dominar un vástago de una familia como la suya, pero completó esta vocación con la de la docencia, y más aún, la docencia en educación preparatoria, o secundaria, como se llama ahora. Esta vocación profesoral le fue agriamente censurada por su padre y sus tíos, quienes deseaban que Archibald se hiciese con las riendas, ya que no financieras, pues había hermanos mayores que ya estaban en disposición de hacerlo con solvencia profesional, al menos técnicas de sus muchas empresas de extracción y transformación de mineral. Pero el bueno de Archi no claudicó, y su vocación le llevó finalmente, en alas de su ejercicio, hasta la pequeña localidad de Preston Hights, en la campiña más frondosa de Vermont.
“Hay que decir que la tumba está vacía porque no se encontró el cadáver, pero también porque no se sabe a ciencia cierta si existe, en algún lugar, algo que pueda considerarse como tal. Es más justo decir, incluso, que la tumba se abrió en espera de un cuerpo, unos restos que no se sabe cuándo estarán disponibles, pues se desconoce si su destinatario está vivo o muerto, o si tan siquiera se encuentra en uno de esos dos estados, que eran exclusivos y excluyentes en los seres humanos hasta precisamente el caso de Archi Clayton.
“El sepulcro fue comprado y abierto por sus padres, con conocimientos de sus hermanos y aun de sus sobrinos y sobrino nietos, por si, pasando el tiempo, se llegaba a olvidar que hubo un hombre que se llamó Archibald Clayton Lord pero daban en aparecer unos despojos que pudieran asociarse con ese nombre. Y por si esos despojos aparecían cien, doscientos o incluso más años después de la desaparición o disgregación de la familia. Sus allegados más directos lo habían decidido así porque no querían ni pensar en la del todo increíble asombrosa posibilidad, señalada por el propio Archi, de aparecer él mismo cien, doscientos, quinientos o tal vez miles de años más tarde, y no solo de aparecer físicamente, sino de hacerlo vivo. Esta conjetura escalofriante desazonaba tanto a sus pobres padres, quienes no entendían que nadie pudiera atreverse a desafiar a la naturaleza y sus leyes dictadas por el Altísimo si no era en connivencia con abominables ciencias demoníacas y ocultas, que prefirieron darlo por desaparecido, y por tanto por muerto.
“Me llamo Zebulón Harper, y soy el notario encargado de custodiar tanto la voluntad de la familia Clayton Lord, como las pocas cartas que Archi, a quien conocí de niño y me unía una tierna amistad, envió desde su destino educativo en Preston Hights. Ni yo mismo, hoy día, casi cincuenta años después de su desaparición, comprendo lo que ocurrió, y como temo que a mi muerte, ya no muy lejana, se olviden aquellos acontecimientos, me he decidido a redactar unas palabras para que mi sucesor en este despacho comprenda las raíces del aparente absurdo de ese enterramiento vacío y expectante y sepa cumplir las obligaciones que corresponden a la relación más de honor y palabra que comercial que une a la firma Bloston & Cuterly con la familia Clayton Lord.
“Y como los extraordinarios hechos que dieron lugar a tan insólitas medidas comenzaron a la recepción de la increíble y de todo punto extravagante primera misiva que remitió el muy original Archibald Clayton a un su hermano en Boston, comenzaré este inaudito pero auténtico relato de los luctuosos e increíbles hechos de la vida de Archi Clayton con la mencionada y extraña carta.
Aquí dejó de hablar para beberse el café que le había traído Franz hacía un rato, y que ya sería poco menos que alquitrán. Cortázar, con el dedo puesto como una varita mágica en el renglón por donde iba leyendo cuando fue interrumpido por la novedad, se había quedado serio escuchando el relato, y murmuró para sí (y para el lector atento): “Pucha el Zebulón, y que ha granizado diez de una andanada. Diez adjetivos por banda, viento en popa, a toda vela; nos va a dejar en el puro cuero verbal a los demás. Ya estoy sabiendo quien es: el de la maña amorosa, nada menos.” Alejandro también lo sospechaba, pero tuvo que volver a prestar atención porque el de negro se estaba aclarando la garganta.
- R. F. D. 2, Preston Hights, Wilborough 475, Vermont. 27 de abril de 1927. Querido y añorado hermano. Primero de todo quiero pedirte disculpas por no haberte escrito desde hace meses. Válgate saber que pensé hacerlo en numerosas ocasiones, pero que lo iba posponiendo para ver de informarte de ciertos hechos y experimentos científicos con sus resultados y consecuencias correspondientes, una vez hubiera comprobado que, más allá de supersticiones, sospechas o apariencias, tenía en mi poder pruebas irrebatibles de lo que, como comprenderás enseguida, si no fuera asombrosamente cierto no serían más que sandeces, imaginaciones o fábulas con las cuales no me atrevería a hacerte perder el tiempo, ni siquiera ofreciéndotelas como lectura fantástica o curiosa. Ni a ti, ni a nadie. Ahora, sin embargo, estoy en posición de afirmar que todo lo que voy a relatarte en esta y sucesivas epístolas es rigurosamente veraz.
“Junto a esta carta va un sobre. No debes abrirlo bajo ningún concepto. Guárdalo bajo llave y espera. Cuando llegue el momento oportuno, yo te daré instrucciones de cómo manipular y usar su contenido para hacer una prueba que te permita comprobar de todo en todo que lo que te voy a contar a partir de ahora y vas a leer, supongo con extrañeza, pasmo y admiración, se ajusta a la más pura y auténtica verdad con precisión alucinante. Hasta ese momento, atesóralo como el más maravilloso secreto que guarda la naturaleza, pero también como un peligro mortal en manos desconocedoras, desaprensivas o inexpertas.
“Como sabrás, siguiendo mi vocación docente me trasladé a Preston Hights para impartir en su escuela preparatoria las materias de física, química y astronomía. El equipo magistral me recibió con desconfianza, tanto por mis orígenes británicos, como por pertenecer a una familia acaudalada, o, como alguno de ellos se ha atrevido a decirme con cierto exceso de confianza, podrida de dinero, pues no comprendían que un hombre con tal fortuna de nacimiento se abajase al trato con estudiantes rurales de segunda enseñanza, y que además lo hiciera de grado, y aun por gusto; pero poco a poco fueron viendo la sinceridad de mis intenciones pedagógicas y me terminaron aceptando en su círculo más íntimo. De este círculo formaba parte Jhon Malgrade, conservador del museo local y experto cazador. En su compañía, Arthur Clark, a quien ya conoces de tu anterior y única visita hasta hoy, otros profesores y yo mismo hemos realizado memorables jornadas cinegéticas, y te asombrarías de las piezas que tu hermano pequeño ha sabido cobrar con una simple carabina Pinkerton. Pues bien, en una de esas partidas que se prolongó más de lo que debía, me perdí.
“Por una quizá estúpida insistencia, un afán algo primitivo y, he de reconocerlo, nuevo en mí, se me hizo de noche persiguiendo un hermoso ciervo por unas quebradas que no había frecuentado anteriormente.
“Ahora voy a entrar en detalles de aquel último lance de la cacería que te parecerán excesivamente minuciosos, pero que he de consignar por la importancia que, punto por punto, tendrá más adelante cada detalle mínimo, y solo aparentemente intrascendente, de ese postrer… me atrevo a llamarle trascendental acontecimiento.
“Siguiendo una trocha que partía del bajo monte, me había internado en una floresta tan tupida que todo el sotobosque permanecía en penumbra. Divisé más adelante un poco de claridad y me dirigí hacia ella. Desemboqué en un claro al borde de un precipicio que daba cenitalmente al río, y desde allí, mirando al este, creí divisar, en un pico a como cien metros, treinta por encima de mi cota, la impresionante cornamenta del orgulloso macho. Fue inútil apuntar y esperar que se moviese lo suficiente para ponerse a tiro y poder desde allá abajo hacerle blanco en la testa. Finalmente decidí acercarme más y fui ascendiendo lentamente, procurando hacer el menor ruido posible, hasta que llegué (tarde) al supuesto pico, que no era más que un recodo de la trocha, la cual, después de llanear contorneando aquella prominencia, volvía a ocultarse tras un roquedo y, presumiblemente, a empinarse para subir hacia las cumbres de la sierra.
“En el recodo, que tenía forma de ‘U’, había un tocón que no vi y con el que tropezó mi pie izquierdo. Maldije al hincar la otra rodilla en tierra y caer esta sobre un palo con forma de ‘Y’ griega cuyos dos extremos cortos partí a la misma altura. A la vez vi salir proyectado de una hoja roja y venir a colocarse sobre mi solapa siniestra un saltamontes verde que, al saltar de nuevo con intención de huir, se dejó una pata enganchada en el ojal. Cambié de mano la carabina, desprendí la pata con los dedos índice y pulgar de la mano derecha y la levanté para observar sus curiosos movimientos reflejos. Al estar observando aquella anca de saltamontes contraerse una, dos, tres veces, oí un ruido y alcé los ojos. En la esquina de aquella prominencia, entrando tras el roquedo, distinguí las ancas del macho. Lo había perdido.
“Un halcón gritó tres veces y, acercándose a mi posición desde el abismo, cruzó el aire por occidente, de manera que su sombra se proyectó fugazmente en la pared. Al girar la vista para seguir esa sombra por la roca, descubrí lo que estaba haciendo el ciervo en ese borde cuando lo vislumbré desde el claro de abajo. Del filo cáustico caían varios hilos líquidos en una pequeña concavidad natural que se veía llena de agua transparente y que al inclinarme para beber, reprodujo mi cara. Allí había abrevado el ciervo. No sé aún si por respeto reverencial o simple repugnancia, renuncié a apagar mi sed con aquel líquido impoluto. Continué la búsqueda, pero cuando doblé el roquedo había perdido el rastro y a partir de ahí no hice más que enredarme y confundir las referencias hasta extraviarme.
“Con el crepúsculo encima, hice algunos disparos al aire, confiado en que los otros participantes en la batida los oyesen e hiciesen a su vez algún disparo cuyo sonido pudiese orientarme para encontrar la ruta correcta y así regresar a los caballos, pero no contestó nadie.
“Ahora he de remontarme unos años atrás para que la explicación sea todo lo completa que debe ser. No sé si te acordarás de aquellos campamentos infantiles de verano con los exploradores. Si lo haces, recordarás tan bien como yo que la recomendación en casos como en el que me encontraba era buscar siempre y seguir el curso de los ríos, pues es en sus márgenes donde suelen ubicarse las poblaciones humanas. Así lo hice: guardé silencio, escudriñé las tinieblas con el oído, localicé un curso de agua y lo seguí con un resto de luz del día.
“Quiso la suerte, y nunca mejor dicho que en este caso, como comprobarás, que a poco de avanzar no sin dificultad por la margen arbolada de un arrollo que discurría tranquilo y rápido hacia el norte, divisara no lejos una fuente de claridad, que en llegando reveló pertenecer a la luz que salía por la ventana de una cabaña de tramperos.
“Llamé, me invitaron y entré. El interior no difería mucho de lo que puedas imaginar: leña ardiendo en el hogar, muebles de madera sin desbastar, decenas de pieles puestas a secar en bastidores que colgaban de todos lados, herramientas y un hombre de pelo color ala de cuervo inclinado sobre lo que parecía un pellejo de marmota que estaba tendiendo y sujetando sobre un rudimentario pentágono de madera. Me excusé, me presenté, agradecí su hospitalidad y expliqué mi situación sin que levantara siguiera la cabeza de la tarea, aunque con un gesto sucinto me indicó el puchero y un banco. Agradecí su ofrecimiento y, tanto por cortesía como por hambre, me eché en una escudilla algo de aquel guiso. No sabría decir de qué carne se trataba, pero sí que me pareció sabroso y me reconfortó después de todo el día perdido caminando.
“El hombre seguía trabajando y yo, mucho me temo, seguía maldiciendo y quejándome de haber malgastado el día en balde, de haber perseguido a aquel valioso trofeo totalmente en vano, y afirmando a quien me oyera (que no parecía ser el caso de aquel trampero silencioso, en lo cual me equivocaba de parte a parte, como sabrás enseguida) que si aquel día volviese a empezar, abandonaría aquella avidez depredadora, aquel apetito desmedido de autoafirmación y triunfo sobre el pobre animal, y aceptaría dejarlo marchar con tal de regresar sin novedad con el resto de la partida. Que aprendería la lección, porfiaba yo mientras daba cuenta del guiso y abusaba de la paciencia de aquel silencioso individuo, y renunciaría a aquella y a cualquier otra forma de persecución de animales en libertad.
“- Eso haría-, me aventuré a confirmar con más ligereza de la que debiera, -si el día volviese a empezar.
“En ese instante el hombre se levantó, colgó el bastidor de una viga y me miró. Entonces, aunque ya tenía mis barruntos por aquel color negro patinado del hermoso cabello liso, confirmé que era un nativo americano. Tenía el rostro extraordinariamente rugoso y atezado, tanto que su grave gesto era inescrutable. Otra característica notable era su envergadura. Era más alto y más robusto que cualquier hombre que yo haya visto jamás, y tanto, que mientras aquella faz hablaba de vejez, aquel cuerpo solo podía pertenecer a un hombre en la plenitud de su vigor y poseedor de toda la fortaleza viril de la juventud. Cuando todavía me duraba el asombro de aquella estampa, habló con una voz rotunda y antigua.”
“- ¿Es verdad eso que dice? ¿Si tuviese la oportunidad de volver atrás, dejaría marchar al ciervo y no volvería a cazar?
“Su voz y su pregunta, casi un desafío, me dejaron estupefacto. Tanto fue así que, siendo una conjetura absolutamente absurda (o eso creía yo entonces, y creerías tú y cualquier hombre moderno y razonable que se viera expuesto a tal cuestión), dudé un instante antes de aceptar el lúdico envite.
“- Por supuesto que lo haría. Si eso fuera posible.
“Afirmó con la cabeza y, volviendo tan inesperadamente a su mudez como había salido de ella, se puso a trastear por la cabaña mientras yo daba cuenta del resto de la comida y encendía un cigarro que él rechazó con un movimiento de cabeza.
“Mientras disfrutaba del tabaco, el indio vino a sentarse en el suelo frente al fuego portando un pequeño saquete de cuero del que extrajo diversos objetos y algunos talegos más pequeños. Del caos de objetos eligió un almirez, lo colocó ante sí y fue vertiendo en su interior sustancias y hojas que fue sacando de los talegos en pequeñísima cantidad, y que luego fue moliendo concienzuda y pausadamente a la vez que de su boca salía una especie de salmodia repetitiva y apenas audible. Le observé con curiosidad por un lado química, pues tenía curiosidad por aquel compuesto que mixturaba, y por otro antropológica, ya que siempre me ha atraído el folklore de los primitivos habitantes del continente, y si no me atreví a preguntar qué plantas y productos eran aquellos, de lo cual no tardaría ni dos días en arrepentirme, fue porque el rítmico sonido de la mano del mortero cayendo y arañando, cayendo y arañando, cayendo y arañando en el almirez de piedra, a la vez y al tiempo que sonaba aquel su cántico o tarareo, llegó a tener cierta calidad hipnótica o sedante.
“Cuando terminó lo que estuviera haciendo, vertió aquel polvo gris en un vaso, lo mezcló con un poco de whisky y me lo dio a beber. No aceptó preguntas ni negativas, y como se había portado conmigo como un anfitrión amable y atento, aunque raramente silencioso, acepté el brebaje, que, como me indicaba por señas, era para mejor dormir o conciliar el sueño o descansar, convencido yo de que aquel bebedizo no me haría más daño ni me induciría mejor al sueño que el solo y propio licor, y bastante seguro también, pues en todo pensé, de que no trataba de administrarme un tóxico para desvalijarme, pues bien poco beneficio podría obtener de envenenarme, como no fuera robarme la carabina, que desde luego no lo valía, y que no sería difícil de identificar por su dueño durante una presunta batida que se organizase y llegase hasta la cabaña tras mi desaparición; un arma, por otra parte, que yo mismo, si no fuera porque no era de mi propiedad, estaría dispuesto a regalarle en premio de su generosidad y buen trato. En definitiva, que me tomé aquella pócima.
“Tuve una de las noches de descanso más satisfactorias y reparadoras que recuerde. Me desperté donde me había recostado, con el vaso aún sujeto con la mano sobre el pecho. Me sentía francamente bien, y me incorporé enseguida. El indio no estaba en la cabaña, pero fuera se oía el inconfundible sonido del hacha cortando leña. Salí al exterior y a una mañana espléndida, me refresqué con el agua del arroyo y cuando iba a iniciar el discurso de agradecimiento y despedida, dejó lo que estaba haciendo, se acercó a mí imponente, me dio en voz baja unas indicaciones sencillas y claras para salir de aquellas cárcavas y volvió a su quehacer. No tenía nada más que esperar, así que tomé la carabina, di las gracias y me puse en marcha.
“A medida que ascendía por el camino que me había indicado, fui dejando de oír el rumor del arroyo, e incluso los golpes del hacha. Quería regresar cuanto antes, para que tanto mis amigos como la patrona de la casa donde me alojaba no se preocuparan en exceso ni llegaran al extremo de organizar una batida por el monte del todo innecesaria, y por eso no me detuve hasta que de verdad necesité un respiro en mi caminata.
“Nunca hubiera imaginado que el tiempo se me estuviera yendo tan deprisa, pues cuando me quise dar cuenta ya era mediodía y el sol caía totalmente vertical. Seguí subiendo, siguiendo las instrucciones del indio, y el día avanzando a una velocidad incomprensible. Hasta que de pronto vi el arco de piedra. Tenía que cruzar el arco de piedra y seguir a la izquierda por una trocha que descendía. En dos horas desde allí estaría a vista de las primeras casas del poblado.
“Llegué al arco, lo crucé, pero en lugar de torcer a la izquierda según las indicaciones dadas, giré a la derecha. Entonces tropecé. A decir verdad, mi pie izquierdo tropezó con el tocón y, sin preverlo, sin poder evitarlo, de una manera espontánea, originaria, inaugural, maldije al hincar la rodilla derecha en tierra y romper a la misma altura los dos extremos cortos de un palito con forma de ‘Y’ griega, al tiempo que un saltamontes verde que procedía de una hoja roja se aferraba a mi solapa izquierda y al saltar para escapar se dejaba enganchada un anca en el ojal. Con asombro propio, con incredulidad creciente, cambié espontáneamente (no lo pude evitar, casi se cambió sola, pero de hecho lo hice yo) la carabina de mano para desprender la pata con la derecha y verla contraerse una, dos, tres veces, y entonces oír un ruido sabiendo ya que, al levantar la vista, iba a ver las ancas del macho perdiéndose tras el roquedo. El halcón no faltó a la cita. Chilló tres veces, seguí su sombra por la pared y me acerqué a la concavidad que había ido formando el manantial y que al mirarme dentro reprodujo, con todo lujo de detalles, con hasta las ondas provocadas por las salpicaduras de unas gotas de agua, la cabeza de un ciervo que abrevaba.
Todos en el bar guardaron el preceptivo silencio valorativo durante unos instantes. En los casos de Franz y Julio, tras la pausa de respeto volvieron a lo que estaban haciendo antes de iniciarse el relato. Álex permaneció sentado a la mesa del hombre de la cara alargada, y ya se sentía obligado a agradecérselo.
- Es un… interesante comienzo.
El hombre negó con la cabeza antes de intervenir.
- Es una narración acabada, joven. He aprendido algo desde entonces. Yo lo dejaría ahí. Que el lector haga el resto previsible, o lo que quiera.
- Entonces, ¿de qué me sirve?
El hombre del sombrero en la mesa y los labios fruncidos como un ojete miró a Alejandro indignado.
- Es usted un impertinente, jovencito. Se le ha mostrado cómo se relee creativamente una fábula clásica. Haga usted el esfuerzo de hacer su relectura. Invente algo. Y si no sabe, pregúntele al señor Cortázar, pregúntele por Circe. Buenos días.
La conversación se había acabado. Álex miró para la mesa de don Julio, y lo vio otra vez enfrascado en su libro, pero algo en su actitud, un dejarse-ver-enfrascado-en-la-lectura que se enroscaba en su postura y la hacía más hierática y estatuaria si cabía, de hecho sutilmente autoparódica, le hizo preguntarse si Cortazar no estaría secreta, resignada o anhelante, o vergonzosamente aguardando que él le abordase, y si el no hacerlo con aquella consulta podría llegar a parecerle a don Julio una ofensa que nunca, jamás, podría confesar haber sufrido, y que por eso mismo nunca podrían sacarse de encima ninguno de los dos, el uno como herida y el otro como culpa. Se estremeció al pensar en tal cuenta pendiente.
- Don Julio, perdone que le interrumpa-, dijo con rendimiento, aunque ya había comprobado que los ojos de don Julio no se movían siguiendo las palabras, -ha oído lo que… ¿eh?
Aun esperándolo, quizá sabiendo de antemano que ninguno de los dos podría resistirse, Cortázar tardó en fingir que regresaba del volumen para atender sus disculpas, su ruego humilde, su pregunta.
Miró algún baldosín roto, el marco de una puerta, prendió un cigarrillo, lo apartó.
- En los ejercicios de pintura figurativa que hacían en el colegio, los colores con que Valentina rellenaba los contornos eran siempre insólitos, como desafiando, como preguntándole a la realidad qué hacía imposible que la copa de un árbol fuera azul y las caras verdes. Su rebeldía infantil era franca y curiosa. En cambio, su hermano Miguel respetaba la composición colorista de las cosas. Eran niños, pero no hacían ya preguntas ni se esperaba que las hicieran. Vivían con su abuela desde que sus padres murieran en un accidente de automóvil. Se salieron de la pista en una zona sin complicaciones y cayeron por un barranco. Nunca se supo qué pasó, aunque los niños, que por entonces ya tenían seis y cuatro años, guardaban memoria de las acaloradas discusiones que mantenían su papá y su mamá antes de que ocurriera aquello. Pero, dentro de la tragedia, habían tenido suerte, o eso les recordaba siempre, pasado el justo luto, su abuela Menchu. La vida la había hecho madre y viuda cuando otras mujeres estaban pensando aún en salir por ahí o en cómo gustarle más al esposo, por primera vez desatento. Era, por tanto, todavía, relativamente joven y dinámica. Ahora la muerte la hacía a la vez abuela, madre, padre, albacea e institutriz. Y tal vez por aquellos acelerones de su vida, tuvo que ser resuelta y decidida. Decidió cuáles serían las habitaciones de los chicos cuando se los llevó a su casa con tanta rapidez, con tanta prisa desalada y como rellena de eficacia, como había vendido todas las pertenencias de los muertos y puesto el producto pecuniario a rentar para pagar los futuros estudios de Miguel, porque a Valentina le tenía reservado un destino más tradicional, más doméstico y sordo. Como los niños estaban acostumbrados a la vida más relajada y participativa de cuando vivían con sus padres, a veces tenían lo que ella primero llamaba antojos o caprichos, y que despachaba de un plumazo con un: “Tú en realidad no quieres eso. Te parece, pero no”. Y que cuando pasaban a una segunda fase voluntariosa y terca, no eran más que cabezonadas que resolvía con un golpe de autoridad incontrovertible: “Y se acabó”. Si los empeños de los mocosos, de uno u otro, o de los dos, se hacían persistentes, lloraba y se iba a sus labores de vieja, que nunca realizaba si no era entonces, y los chicos, anegados en remordimientos, tenían que subir al rincón de la mecedora a pedir perdón y a prometer que ya nunca, pero nunca, volverían a desear, decir, pensar o hacer eso, lo que fuera. También conocía a la perfección qué colores y patrones y géneros les acomodaban para su ropa, y qué alimentos eran los convenientes para su medro, y en qué cantidad exacta. Y así todo. Pero hasta aquí, normal: no podía escapar ni esconderse de aquella responsabilidad, aunque no la había deseado ni buscado. Se había propuesto entonces hacerlo bien (según la idea que ella atesoraba de qué implicaba eso) por el futuro de sus obligaciones, que solo por un azar indiferente resultaron ser unos niños.
“Cuando llegaron a la adolescencia y se significaron las primeras rebeldías profundas, ella seguía utilizando aquel método en tres pasos que tan bien conocían y tan buenos resultados le había dado. Pero ya no funcionaba igual de bien. La materia de sus obligaciones y responsabilidades ya no era tan dúctil. No fue fácil convencer a Valentina de que usara gasitas limpias en lugar de compresas comerciales, ni a Miguelito para que desechara la idea absurda de los pantalones largos; pero es que llegó a enfermar de los ojos a fuerza de no cesar de llorar, y a tirarse días enteros balanceándose en la mecedora, con actitud autista, con una labor de punto entre las manos y sin saber qué hacer con aquel hilo largo y aquellas agujones, ya que nunca lo había hecho de verdad, pues era solo parte del atrezzo de su disfraz doliente. Así logró y creyó que le funcionaba el chantaje, pero Valentina se cambiaba el protector íntimo nada más llegar a la escuela, y Miguel utilizaba el cobertizo para alargar los pantalones antes de ir al liceo.
“La vocación es una cosa arbitraria fruto de un reparto azaroso, pero el tocado por la gracia la considera necesaria, una exigencia. A Miguel le llamaban los números y su tata dijo que era un capricho, y que se sintiera agradecido de que ella hubiera estado guardando su dinero para pagarle la matrícula en la escuela de leyes. Se mostró inflexible, y a falta de un año para el ingreso, ya había decidido en qué bufete entraría a hacer las primeras prácticas de pasante. A Valentina, en cambio, sí que le tiraba la abogacía, y a la abuela le daba una risa loca de aquella niña fantasiosa mientras, sorda a sus súplicas de que quería estudiar, le hacía vestidos largos y la apuntaba a bailes que parecían de máscaras donde ella encontraría un buen marido al que en seguida se pondría a dar hijos redondos y rosados.
“Los dos, con los años, habían seguido yendo a clases de pintura. Era casi su único escape de la casa y de los planes de la abuela, y a pique uno de los dieciocho y la otra de dieciséis, sus estilos respectivos habían comenzado bruscamente a cambiar. Valentina, que había hecho de la alteración cromática un verdadero arte silenciosamente subversivo, nunca fue cuestionada por los sucesivos profesores de dibujo, y todo porque el psicólogo del centro les había ido explicando, a medida que pasaban los años, que aquella especie de daltonismo o alteración cromatográfica era una reacción de rechazo de la realidad que se había llevado a sus padres. Por eso su profesor de sexto curso se alegró cuando los cielos de sus pinturas dejaron de ser rojos para ser, por vez primera, azules y profundos, así como el sol amarillo, las hojas verdes y la carne más o menos rosada. Solo los caminos seguían siendo de azul celeste sin ser ríos, le comentó al psicólogo el maestro de las artes pictóricas, pero eso, como bien comprendía, no debía preocuparles ya, pues se trataba no más de una nostalgia, de una desviación menor si lo comparaban con el notable avance de los colores naturales. Ambos estuvieron de acuerdo en que Valentina comenzaba a superar el fallecimiento de sus padres y empezaba a estar dispuesta a mirar cara a cara al mundo tal cual era.
“En sentido opuesto, el adecuado cromatismo de las pinturas de su hermano Miguel empezó por adquirir un rasgo de aquella disfunción que había sido característica de las obras de su hermana. Para el concurso de final de curso, entregó una composición de óleo y acrílico sobre tabla. Un ciervo a tamaño natural que de puro hiperrealismo parecía temblar bajo el silencioso sol del bosque, pero que estaba bebiendo en un remanso que empezaba, desde el morro del animal en contacto con la superficie del agua, a ser rojo en ondas discontinuas. Un remanso o charco que parecía ir volviéndose sangre. No quedaba del todo claro. Hasta podía estar bebiendo agua después de una depredación. Miguel sostuvo que se trataba del reflejo del sol poniente; pero ni él ni su hermana se llamaron a engaño. Quedaba por decidir cómo y cuando.”
Se hizo el silencio ritual. Alejandro levantó las cejas. Cortázar se atusó el flequillo rebelde tras la oreja, fumó y dijo (todo a la vez, aunque parezca cubista o imposible): “Aquí sí que le cuadra la fórmula canónica y cromática española para darle matarile a los cuentos: ‘Y colorín colorado, este cuento se ha acabado’.” Entonces reflexionó como para sí: “¿Será solo por la consonancia, o el colorado es siempre la sangre con que acaban los cuentos?”
- Pero, ¡no se ha acabado!
- Claro que sí. Ya lo oyó al Lovecraft: “Que el lector haga el resto previsible, o lo que quiera.”
Sin saber qué pensar. Decepcionado a medias con aquellas sugerencias abiertas, pero comprometidas y alicortas, Alejandro miró el reloj y se acordó de que tenía que ir a la librería en cuyo sótano se ganaba la vida impartiendo un taller de escritura creativa.
Mientras caminaba por Ayamonte recordó que le habían informado de que desde ese día habría algunos nuevos alumnos. ¿Qué les diría hoy? ¿De qué les hablaría? De los mecanismos del suspense y la intriga, de los trucos del narrador, del modo en que los novelistas construyen ese embargo del alma en que nos sumergen o del que nos cuelgan típicamente los best-sellers, y que en su origen procede de la misma entraña del arte de narrar: la necesidad de saber más, de saber qué pasó después y qué le pasó a alguien. ¿Y de dónde procede modernamente?: De la novela decimonónica, del folletín y la novela negra, sea esta policíaca o civil, de la novela de misterio y la de aventuras, del thriller. Les hablaría de la prolepsis, el aviso luctuoso, la anticipación, los propósitos ominosos de los personajes, sus motivaciones declaradas y secretas, las pistas dejadas aparentemente sin darnos cuenta pero que hacen verosímil lo que no lo sería sin ellas, de los caracteres que, sabiéndolo o no, se dirigen como trenes nocturnos hacia la catástrofe por los callejones sin salida de la tragedia, y que para los lectores son, cual sueños de Casandra, expectativas por cumplir. Solo falta el cómo. Y hablaría de la regla de oro de estas técnicas a menudo despreciadas por los “literatos”: no destruir una expectativa hasta el final o hasta haber creado una nueva, o jugar con varias expectativas de diferente densidad: unas acompañan toda la novela, como un motor lento pero seguro, y otras crean ansiedades más cortas, más intensas, que exigen una satisfacción más rápida y sirven para reanimar el generador de la trama central si este decae. En cualquier caso, si se activan esas virtualidades, si se crean esas necesidades en el lector, hay que satisfacérselas de un modo proporcional, si no, se sentirá defraudado y lo achacará, con razón, a torpeza por parte del novelista. O también, como catarsis alternativa de esa tensión, cabe sorprenderle con un brusco cambio de timón. ¿Qué habría pasado? Se habría sustituido un generador de suspense por otro, descargando la energía del primero en el segundo, o se habrían cruzado dos líneas de suspense, resolviéndose las dos primeras tensiones en una tercera. Pero la ley de la satisfacción seguiría siendo la misma: la purga ha de ser conforme al veneno. O sea, queridos alumnos, les diría, si se ponen en juego esas fichas, hay que respetar las reglas hasta el final. Lo que significa que estas técnicas tienen un lado oscuro que si el novelista acepta, el literato repugna: los compromisos, la inflexibilidad, ‘usar’ el lenguaje, y no solamente ‘hacerlo’. Si eres un escritor que tiende a lo experimental, a la esgrima verbal, a la búsqueda de modos nuevos de expresión, a querer ser profeta de tu generación, a lo lúdico, cuidado; estas cargas te explotarán en las manos o se aguará la pólvora. Ensayemos, queridos alumnos, les diría, un cuento con suspense.
Alumnos nuevos… Presentía que iría ella, la gran esperada, aquella que él conocía desde siempre. Qué bonito eso de decirle a una chica: ¿dónde has estado metida estos últimos veinte años? O: Te amaba aun antes de conocerte. O: Te espero desde que era un niño. Sentía que sería justamente ese día. Y también, tristemente pero sin drama, tenía la percepción casi intuitiva de que cada día se repetía esa misma esperanza, “una misma esperanza multiplicada por la noche”, como la fama eterna de los héroes que sucumben jóvenes (antes quizá de tener 25), cuya gloria y belleza se ve multiplicada por la muerte. Y tampoco ignoraba lo que había dicho o escrito alguien: que sentir el flechazo, enamorarse al primer golpe de vista, sucumbir de amor ante un preciso tipo de persona (“es mi tipo”, “soy tu tipo, “¡qué felicidad, ha encontrado alguien de su tipo!”), no es el signo de predestinación que esperamos, el heraldo de la felicidad amorosa, sino el instinto de conservación que nos avisa de que aquella persona es justo la que puede dañarnos, la que de hecho ya está empezando a hacerlo. ¿Encontraría hoy a su exterminadora? Presentía que sí. Y ese presentimiento era tan intenso, tan fiable, como un recuerdo, como una costumbre que regresa a nosotros después de haber pasado un tiempo en coma, un tiempo del lado de la muerte.
[1] - Magno, siempre tan ocurrente. Siempre el primero en la academia.
- Decían que habías muerto.
- No les faltaba razón. ¿Qué buscas por aquí?