Lo dejamos por imposible...

Lo dejamos por imposible...
...y nos mudamos a un edificio moderno.

¿Has cerrado la puerta del sótano? Desde aquí veo la casa, sí, pero no puedo decir si está cerrada. Aguarda ahí sentada y distráelos un poco, que no descubran el cadáver.

¡Para esto hemos quedado! ¡Carnaza de ojo vicioso! ¡Jes´s!

viernes, 11 de junio de 2010

Doble personalidad (microrrelato)

Definitivamente, me voy a hacer las ingles brasileñas. Luego solo se trata de hacerle ojitos, atraerle al cuarto de la fotocopiadora con la punta de la lengua asomando y, cuando esté bien cachonto, degollarlo con un filo roñoso. Así aprenderá a respetarme. Ya no me dirá más eso de: "Alfonsito, hijo, haga algo útil: tráigame un café", ni mucho menos aquello de: "Vaya mierda de yerno me ha caído". Carolina tiene razón. Me lo recordaba en la cama ayer, después de hacer el amor como perros rabiosos: Si alguien tiene que ser fuerte, ese tengo que ser yo. Además que yo soy un veterano aquí en el sanatorio, y él, como aquel que dice, acaba de llegar. Una crisis de ansiedad y ¡hala!, al manicomio. A mí me costó mis oposiciones, ¿qué se ha creído ese mamarracho? Además que Carolina, su mujer, me cuenta que lo de este hombre, este piernas, fue un braguetazo. Poco más o menos lo que puede ser lo mío con su hija. Con su hijita... Su hija pequeña, Sara, que aún va a la escuela pero tiene ya más experiencia amorosa que la mayor, mi cruz, Alvarita, que con eso de que su padre abusó sistemáticamente de ella nos tiene a Sandra y a mí totalmente agotados: se presenta a cualquier hora del día o de la noche, gimiendo, gritando, asustando a los niños, queriendo meterse en nuestra cama... Y un día está bien, de vez en cuando un trío con hermanas es estimulante; ¡pero todos los días...! Ya me decía mi psiquiatra que no me juntara con esta familia, que iría derechito del sanatorio a la prisión. Cuando ya, de un día para otro, tuve con Sandra los 5 hijos, aparte del de Sara, me dijo que la única solución para que llegara a vivir una vida normal era matarlos a todos, o dejar el juego. Pues yo, ni una cosa ni la otra: sigo con el rol del desastre de Alfonsito y monto otro avatar un poco más sano. De monja o así.

jueves, 10 de junio de 2010

Cuestión pendiente (microrrelato)

Cuando tenía dos años, me atravesaron con un hierro de parte a parte. Sangré. Me causaron mucho dolor sin razón alguna, pues yo era inocente (ya no lo soy, he oído demasiadas mentiras). Yo esperaba que me lo sacasen y me curaran; pero solo combatieron la hemorragia. Dejaron dentro el hierro. Durante estos años, lo han ido sustituyendo por otros de distinta forma y material. Han pasado cincuenta años, y sigo con el metal dentro de mí. Y el agujero se hace cada vez más grande y obsceno.
Por otro lado, sé, o creo saber, que tengo una hermana, aunque no sé cómo lo sé. A veces pienso en ella, y temo que corra la misma suerte que yo. Quizá ella piense en mí, y me compadezca sin conocerme. Así lo ansío sinceramente; tal vez para no sentirme tan sola.
En ocasiones creo verla en los espejos, pero sospecho, dado que es idéntica a mí pero con los rasgos simétricamente opuestos, que es un espejismo de mi ansiedad.
Lo peor es que, pues tal vez no exista, ni siquiera en la muerte estaremos juntas, mi hermana oreja y yo.

viernes, 4 de junio de 2010

Y le llaman amor... (microrrelato)

Tenían 16 años; él estudiaba mecánica y ella llevaba brackets. Se amaban locamente. Al año de conocerse, ella tenía ya los dientes perfectos y se quitó el aparato. Él perdió interés.

viernes, 12 de marzo de 2010

Los puentes subterráneos (fragmentos)

(...) De pronto llamaron quedamente a la puerta. Y se asustó. Había formulado, junto al arrepentimiento, el deseo retrospectivo de haberla invitado. No era un compromiso, no había nadie allí para hacerle cumplir su palabra, ni para afearle su inconstancia, pero su seguridad se tambaleó. ¿Qué podía hacer ahora? Era parte de la profesión de ella saber cuando un tipo se iba a desmoronar, pero ¿cuál era su parte, la de él? ¿Quién iba a ser? Le invadió una profunda indecisión, una trágica sensación de haberse roto; y este tipo de cosas no es de las que gusta descubrir. Ni aun en la intimidad del fuero interno. Llamaron otra vez, con algo más de apremio; tanto que le cupo la esperanza de que no se tratara de una renovación de la oferta, sino de otra cosa (un aviso, una disculpa, un incendio, un accidente). Con este comienzo de alivio, fue a abrir.
Había una mujer negra, joven, que miraba hacia la recepción y el restaurante del otro lado con aprensión. Le brillaba la piel. Lo miró. Volvió a mirar con miedo hacia el lado iluminado, haciéndole esperar. Se arrimó a la puerta entreabierta y, por fin, hablo bajo.
- Chupar, follar, por el culo, por el coño, vamos. Todo lo que quieras por veinte euros, sin condón, con condón, las veces que quieras, beso negro, meto la lengua, mira – dijo, y sacó una lengua enorme y roja, puntiaguda, gorda. Seguía lanzando miradas furtivas al otro lado, como si temiera que la viesen. - Te la meto por el culo… Diez euros, tócame… Te corres en mi boca y me voy; rápido o despacio. ¿Sí? Sin problemas, solo chupo y me voy; y a dormir. ¿Sí? Me pagas después, ¿sí?...
Y entonces se apartó para dejarla entrar.
Había hecho su ruego y, desde el infierno, había sido escuchado. También sabía que el diablo es más humano, más transigente; y en su trato no exige tantas mentiras. Viéndola sentarse en la cama, pensó: “pero también más traicionero, más aleve y más vil”.
- Págame.
- Has dicho que después.- De pronto, estar descalzo y en calzoncillos no le resultaba tan agradable. Ella calzaba unas botas altas, de punta afilada y raída, y con tanto tacón que le doblaba los tobillos, le abría las piernas: si se inclinase le vería las bragas bajo la minifalda casi de cinturón, y debajo de las bragas, lo negro, lo rojo.
- Págame-, repitió, se puso en pie y con desenvoltura, ya sin miedo, se sirvió un largo trago de whisky y se lo bebió. Él le dio la espalda y se dirigió hacia el mueble del televisor, abrió el cajón, y mientras sacaba de la cartera los diez euros (había otros cuarenta, se alegró de no tener que gastarlos), preguntó en voz alta: “¿De qué tienes miedo?”. Al levantar la cara y vérsela a sí mismo (seria, pálida, aterrada en el fondo blanco de los ojos) en el reflejo del cristal de un cuadro costumbrista que colgaba sobre la tele y tenía ahora delante se hizo en su fuero interno, sin palabras, una pregunta semejante. Cuando se volvió con el billete en la mano, la mujer, inclinada hacia delante, había abierto el ordenador portátil, que estaba sobre la cómoda, y tecleaba sin ton ni son. No acudió al billete, ni aparentemente tampoco a lo que le decían, atenta solo al juego de colores y pantallas que producía con dos dedos escrutadores, romos, imprecisos, con toda seguridad muy sucios.
- Deja eso. Toma-, dijo él en un tono suficientemente cortante, pero la mujer siguió sin hacerle el menor caso. En cambio, dijo: “No le tengo miedo a nadie, ¡a nadie! ¿Te enteras? Pero aquí tienen sus putas y no dejan trabajar a las negras; porque si dejan trabajar a las negras, se quedan sin clientes, ¿entiendes?”.
- Toma, anda, y deja eso.
- ¡Cállate!-, le contestó. Él comprendió de súbito la auténtica razón, u otra más, por la que no las dejaban trabajar allí, o por la que no deberían dejarlas trabajar por allí, y también que aquella situación incómoda era, en parte, culpa suya, y que tenía que echarla de allí cuanto antes. Estaría llena de droga, o vacía teniendo que estar llena. Estaría loca. Pero de todo aquel desastre (la veía parpadear y obstinarse, sobajando, mancillando, envileciendo el delicado teclado sorprendido), lo que más le incomodaba y producía incertidumbre y desazón era no comprender qué esperaba del aparato sometiéndolo a aquel absurdo maltrato manipulativo. Y aunque lo más probable sería que no le causase ningún daño (al menos permanente o grave), podría bloquearlo, podría incluso borrar algo, y ni siquiera ella misma sabría qué había hecho ni qué buscaba. Tecleaba brutalmente, con cierto ritmo, como si esperase, cada vez más frustrada, oír un sonido melódico que no llegaba ni llegaría nunca –solo lo hacía el tono predeterminado que delata un error o una orden incorrecta, gritos desesperados del procesador como peticiones de ayuda que no podía considerar. Era el mono del cuento manipulando su violín. La imaginó intentando apropiarse de la misma manera de los conocimientos sobre el mecanismo de uso de un revolver. Se volvió rápido, abrió el cajón, sacó la cartera y agitó los cincuenta euros yendo hacia ella.
- Toma esto y lárgate. Vamos. Ahora mismo. (...)



(...) Yo estaba en el pueblo de mis padres con mi amigo Juan. Él había nacido sin un brazo. Era igual que todo el pueblo; algunos no tenían un trozo de oreja, o le faltaba alguna otra cosa de su cuerpo.
Entonces los niños que iban naciendo, nacían con todas las partes de su cuerpo, eso era muy extraño. Entonces Juan y yo fuimos a una montaña que era muy extraña porque nacían muchos árboles que eran muy altos y anchos, era como una selva, nosotros descubrimos una gran roca con forma de persona.
También descubrimos una fruta extraña que era muy dulce, pero te producía cortes en la cara; esos eran los efectos secundarios de la fruta. Al cabo de una hora vimos una casa abandonada que tenía muchas imperfecciones. Fuimos a ver cómo era por dentro y era muy extraño porque estaba encendida la chimenea y no había señal de alguien que viviera ahí. Entonces salimos y vimos a un perro con seis patas y tres ojos, y era muy extraño, porque nos tenía miedo. Entonces el perro huyó, y nosotros seguimos nuestro camino y nos encontramos con un pueblo pequeñísimo y había mucha gente pequeña. Al final todo quedó detrás por salirnos del bosque para irnos con nuestra familia.

El día siguiente Juan vino con dos amigos suyos que les faltaba una pierna a cada uno y fuimos a la casa donde el perro pero ya no se asustaba de nosotros y nos ladró y nos persiguió. Nos escapamos y nos perdimos en la selva hasta llegar al mar. Era muy extraño porque no se movía y era amarillo.
Cogimos una barca que había entre los cuatro, uno de cada lado, y la echamos al mar y llegamos a una isla. Nos gustaba mucho pero los amigos de Juan y Juan querían volver para que no les regañaran sus madres. Y cogieron la bici de la barca y se fueron. Fue muy raro que después de irse seguían allí. Decían que no sabían el camino. Y Juan y yo vimos que no les faltaba una pierna sino que la tenían escondida. La sacaron y no era humana. Nos hicimos amigos.
Entonces ya pudimos volver y los amigos nos llevaron en sus bicis, y al llegar a la roca con forma de persona Juan propuso ir al pueblo de la gente pequeña. Era muy extraño porque no se veía a nadie, solo una niña rubia que estaba atada a un árbol.
Le preguntamos por qué estaba atada. Por nada, dijo, unos ogros tienen secuestrada a la gente de mi pueblo y me han atado porque dicen que si no trabajo porque soy demasiado pequeña, me comerán para que sirva de algo. Y cuando estábamos intentando desatarla, llegaron los ogros. Y era muy raro que nos tenían miedo pero el perro no, así que tuvimos que salir corriendo. Luego volvimos y la niña rubia ya no estaba y había sangre. Se la habían comido. (...)




(...) La escalera estrecha, pina, con el mismo olor de madera enterrada, la puerta frágil, de pomo fino. A la izquierda, el armazón de la cama con el colchón bulboso doblado y atado, a la derecha el armario oscuro con dos espejos biselados, y de frente, en el suelo, bajo la ventana, un baúl de madera que no conoce. Lo abre: naftalina y tela. Quita el paño que cubre lo demás: pilas de ropa de niño plegada en posición fetal, de zapatos paralizados en rictus de desuso, de libros de texto inactuales y cuadernos de aquellos del obligatorio azul de la orden religiosa. Al fondo, unos cuantos juguetes, y entre ellos un cofre de madera: canicas, piedras de colores, un escarabajo seco deshecho y una tira de cuero de la que cuelga un casquillo de bala. Casi había estado decidido a no encontrarlo, a estar equivocado y no saber más. Aclarar cosas era complicarlas a veces. Pero no, no era un recuerdo apócrifo. Él vio los cuerpos y huyó con los demás. Tampoco quería encontrar el viejo magnetófono de mesa regalo de su madre para el curso de inglés que aquella maestra tan persuasiva se empeñó en que hiciera, pero allí estaba. Seguro que su padre responsabilizó en parte a esa profesora, siquiera inconscientemente, de su desvío, pues ¿qué niño escuchaba cintas de hombres hablando? ¿Qué decían aquellas cintas? Ya era imposible saberlo. No había ninguna en el baúl. Él sí tenía una. No quería seguir buscando y alzando recuerdos como codornices agazapadas. Se guardó la gargantilla elaborada de cuero y de casquillo y, con aquel otro aparato colgando, pedigüeño, inútil y servil, de un asa diminuta, descendió otra vez, en medio de un intenso olor a estofado, al cuarto de labor. Se oía a lo lejos el siseo de una hoya a presión.
- Me voy, madre.(...)





(...)Un día ya nublado de principios de invierno, vencida la mañana, pasó junto a una verja y un alto seto, y tras la cancela vio una piscina cuya superficie verde se veía llena de hojas caídas de los árboles que la circundaban. Ni siquiera pensó. Simplemente descorrió el cerrojo, subió una breve escalinata y estuvo junto a la piscina. Nada se movía bajo el cielo de plomo. Era maravilloso. La superficie del agua era un abandono de éxtasis adensados, una bruma verde con el fuerte olor de la tierra y el agua ascendiendo en su cuna. Se descalzó, se quitó el pantalón de algodón suelto y la camisa y se sumergió en el agua. Estaba fría, pero una vez pasado el primer momento, la sensación de reanimación le exigió bucear un poco bajo aquella capa de hojas que, hijos muertos que colgasen de ramas, impedían que pasara mucha luz al fondo de baldosines blancos, ahora pardos en la sombra funérea. En el fondo del agua, frío y en penumbra, asistió la compañía de El Otro, pero esta vez sus movimientos se sincronizaban con los suyos. Él buceaba como un sapo bajo las aguas y el otro secundaba sus movimientos por abajo, pegado al brillo atenuado del esmalte. Sacaba la cabeza por entre las hojas de la superficie y El Otro la sacaba. Le vino a la cabeza la palabra tritón y se hizo un largo a braza apartando las hojas. El frío le penetraba como una caricia salvaje.
Él la vio a ella antes de que ella lo viera a él. Salió abriendo la puerta cristalera de la cocina. Volvió a agacharse para coger la cesta de ropa y avanzó, negra de uniforme y blanca de cofia, con el canasto en la cadera hasta que lo vio y se le cayó a la hierba. Retrocedió dos pasos al ver su cabeza moviéndose como la de un caimán a flor del agua, lento, mirándola, acechante. Él entonces sacó la cabeza y le pidió tranquilidad. Mientras salía por la escalerilla (brillante, delgado, desnudo, moreno y lento), le iba diciendo que no temiese. No puede estar aquí, señor. Váyase. Sí, señora, pero cálmese. Cómo entró. Por la puerta. Me van a regañar si lo ven aquí. Solo quería darme un baño, pero ya me voy, decía él quitándose hojas del cuerpo, tratando de escurrirse el agua limosa y verde con la mano, saltando un poco (el pene colgante) para secarse. Ella miró con pudor para otro lado. ¡Ay, tápese!, coja una de esas toallas de las butacas. Con permiso, dijo, y cogió una toalla blanca para secarse el agua y hacerse un pareo. Váyase, por favor, ¿quiere una limosna o comida o algo? Se lo doy y se va, ¿sí? No, señora, no (ella se asombra y se asusta, da un paso atrás); quiero decir que no necesito nada; solo entré a bañarme; tengo dinero, dice, y, recogiendo el pantalón del suelo, saca y le enseña un fajo de billetes del bolsillo, un fajo que él sabe que es el último, pues el dinero se está acabando. ¿Cómo se ha atrevido así, sin más?, ¿no sabe que se puede meter en un lío? Verá, señora, dice acercándosele mientras se viste y se calza. Ella se aleja la misma distancia que él se aproxima, tienen la pileta por medio. Verá, pasé por delante y se me antojó, venía sudado de andar y me pareció como un río, una charca, con tantas hojas… ¿Nunca le ha apetecido a usted bañarse? Ni loca. ¿De dónde es usted…? De donde usted sea… ¿no se baña la gente en el río o en el mar? No señor, y menos si no es de uno. ¿De dónde es?, si me hace el favor. De América. Sí, pero ¿de dónde? De Iquitos. ¿Y no está eso en la selva? Pues sí. ¿Y no se ha bañado usted nunca en el río? Jamás, señor, contestó con una risa como de escándalo o de burla, como si aquella idea fuese descabellada. ¿Por qué? Hay anacondas, señor, una se llevó a mi ahijado. La acompaño en el sentimiento. Y entonces… no sabe nadar. Para qué, dijo ella mirando su reloj. Si se cae aquí un día, se va a ahogar. Ya la van a vaciar (quédese ahí quieto, señor); yo tengo cuidado cuando paso por aquí, y usted debería tener cuidado de no meterse en casa ajena, váyase ahora, dijo, desandando la vuelta a la piscina para inclinarse a coger la cesta, pero él se adelantó y diciendo, permítame, la levantó hasta el pecho y preguntó dónde se la llevaba. O mejor, rectificó, vaya usted cogiendo las prendas. Yo se la sujeto. Ella no se acerca, mueve la cabeza negativamente y solo se preocupa de que suelte la cesta, de que se vaya. Se lo repite azorada. Déjeme ayudarla, por el susto. Ella duda aún y no se acerca. Ya vio que no llevo ningún arma en la ropa, dice todavía con la cesta haciéndole sombra a la cintura. ¿Qué ladrón va a robar y se baña primero? Uno necio, contesta ella. Mire, dice, deja la cesta en el suelo, se saca el puñado de dinero del bolsillo y lo tira a la piscina. Los billetes, de cien euros, alguno de quinientos, revolotean un momento alarmados y enseguida se rinden y caen, naturalizándose casi inmediatamente, relajándose amodorrados entre sus familiares del campo, camuflándose, cambiando de color, doblándose coquetos o tímidos en búsqueda imprevista de otro destino que ya no será quizá la manipulación constante y el desprecio o el aprecio impersonales y extremados. La hipotermia es un anuncio bien recibido. Hay uno extendido en mitad de lo verde, exhibido, obscenamente abierto no se sabe si por la satisfacción, el asombro o la muerte civil, o por las tres cosas a un mismo tiempo. El hombre no los mira más, recoge la cesta y se planta frente a ella, que mueve la cabeza. ¿Ve como acerté? Todo un necio, dice, pero se va acercando hasta tomar del cesto una camiseta. ¿Vive usted por aquí? No, en la playa. ¿Y qué hace aquí? Pasear. No trabaja. No, ahora no. Es rico. No, tampoco. Si se lo parezco con esta ropa… ¿quiere una nuez? No, ahora no, contesta y sigue llevando la ropa de la cesta a la cuerda. Los dos se abandonan por un momento a la labor. Es bonito este jardín. Ella hace silencios siempre antes de contestar, como si reflexionase bien o pensara que debe dejarse notar el tiempo que pasa, o quisiera tardar en conceder conversación como si esa reserva mantuviese de algún modo las distancias entre ellos. Ahora está descuidado, dice la mujer ya sin mirarlo, atenta al trabajo. Mire…, añade señalando con el mentón toda la extensión del jardín más allá del rincón de la piscina, un rectángulo que bien pudo ser huerta, lleno de hojas secas, …con todo eso por recoger. No encuentro tiempo para hacerlo. Es una invitación tal vez, una sugerencia que él no desaprovecha. ¿Que le parece si se lo limpio, si recojo las hojas? ¿Por qué? Pues por el susto. No puedo dejarle campar por el jardín sin vigilancia, es parte de la casa. Pues vigíleme; yo creo que el destino me ha traído hasta aquí, que he venido hasta aquí sólo para eso. ¿Para limpiar? Sí; tenga, dijo alargándole la mano. Al abrirla había otro fajo fino; eran también billetes de cien euros; una bonita cantidad. Al sacar los billetes, había notado un frío nuevo en el bolsillo. ¿Qué es eso? Dinero; en prenda. ¿Y si es robado? No lo es. ¡Claro!, si usted lo dice… En todo caso, ¿quién va a darle…-calcula mirando lo que exhibe- mil euros para luego robarse el dinero de la compra, o una escalera de mano, o un rastrillo o…? No señor, guárdelo, podría ser para tenerme distraída mientras entra en la casa y me coge desprevenida. ¿Para hacerle qué? Ella se ruboriza, se avergüenza de lo que piensa. Pues entre y cierre bien. (...)

Sudencia (fragmentos)


(...) Había dos hojas plastificadas sobre la mesa. La primera era la que buscaba: nada del otro mundo; nunca le había gustado la carne de monte, y el pescado sería congelado. Entonces se puso delante lo que en principio pensó que era la carta de vinos o de postres, y después algún tipo de declaración o texto literario barato sobre la solera del restaurante, su historia, su fundación, o sobre la cofradía o sobre una peña...
Tardó en comprender lo que ponía en el texto mecanografiado. Luego se puso a leerlo con crecientes asombro y atención.


EXAMEN DE CONCIENCIA
La confesión no es un desahogo, sino “un arrepentirse de todo pecado grave”.
Debes recordar, cuándo hiciste la última Confesión, si “fue una buena confesión” de no ser así; debes confesar todos los pecados graves, cometidos EN TODA LA VIDA.
Para hacer una buena confesión, debe haber cinco condiciones:
1º EXAMINAR LA CONCIENCIA: Recorriendo con la memoria, todo el Mal que hice.
2º DOLOR: Sentir pena en el alma de haber ofendido a Dios. Querer “no haberlo hecho” pensar que si se volviese a presentar ese “momento”, no lo haría. Es la “voluntad de no querer pecar nunca más”.
3º ARREPENTIRSE: Es el paso más importante, de este Sacramento, porque “ si no hay arrepentimiento de nada serviría la confesión”
Hacer el PROPÓSITO de cambiar mi vida; poniendo yo los medios, para “No volver a Pecar” en lo futuro.
4º CONFESIÓN: Decir al Sacerdote todos los pecados graves, con sencillez y sinceridad, “sin callar NINGUNO por vergüenza o temor” diciendo NÚMERO Y ESPECIE.
5º CUMPLIR LA PENITENCIA: Esta es dada por el Sacerdote. Se debe reparar el daño causado, y dar Gracias a Dios por el Perdón recibido.
¿Cuándo se comete pecado mortal? Se peca, mortalmente, cuando hay “materia grave” (de pensamiento, deseo, obra u omisión).
El haber “conocimiento y advertencia”, darse cuenta de que es ASÍ.
Y una “ completa libertad de hacerlo o no”
Isaías exclamó: “Te doy gracias Señor, porque estabas airado contra mí, pero ha cesado Tu ira y me Has consolado” (Is. 12,1).
Primer mandamiento: “AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS” ¿Amo a Dios de verdad? ¿Rezo todos los días? ¿Odio a Dios? ¿Obedezco a Dios, como lo enseña la Santa Madre Iglesia? ¿Trato de ser mejor cada día? ¿Practico la Superstición? ¿He consultado curanderos? ¿He maldecido deseando con odio en mi corazón, el mal a otra persona? ¿Practico brujerías, espiritismo? ¿He consultado adivinos; magia, maleficio; practico el esoterismo? ¿”Me he visto la suerte”? ¿Horóscopo, yoga, control mental, tarot, religiones orientales, culto Satánico? ¿Hice Pacto con el Diablo? ¿He “tirado mal”? ¿Practico el Ateísmo, es decir “abandonar la Fe” (no practicar la Religión)? ¿Comulgo en pecado grave? ¿No me gusta confesarme?
Cuando me voy a confesar ¿MIENTO o ME QUEDO CALLADO o CULPO a otros, ante una falta grave? ¿Callo esperando que, con mi silencio, el pecado “no sea”? ¿Soy soberbio? ¿Soy orgulloso? ¿Tengo vanidad? ¿Reconoces que todo lo que tienes, y eres, te lo ha dado Dios?
Segundo Mandamiento: NO JURAR EN VANO.

Estaba tan enfrascada en la lectura que no reparó en el camarero que ya esperaba junto a ella hasta que le preguntó con tono hosco y por segunda vez.
- ¿Cómo?
- ¡ Si va usté a comer! – el tipo miraba con reprobación o celo aquellas instrucciones plastificadas, como si lamentara que hubieran llegado a sus manos, o como si dudase de que ella pudiera llegar a entender por qué estaban allí y para qué servían. Luego compuso un gesto altivo: no daría explicaciones a una forastera, por supuesto que no.
- Sí, sí.
Tenía ya un plato vacío debajo del papel; los de la otra mesa comían con aplicación y en silencio algo que parecía una crema. Pidió un menú con pescado y una botella de tinto de Ribera del Duero.
- ¿Tinto?
- Sí.
- Vale... Hay que pagarla aparte.
- Sí, sí, ya lo sé. Pero tráigame también la cerveza del menú... Gracias.
Cuando se hubo ido, ella volvió a la lectura. Estaba de un mediano mal humor.
¿Por dónde iba?.........
Segundo mandamiento: NO JURAR EN VANO... ¿Te has burlado o criticado a los buenos católicos?...
... Estaba segura de que aquello era perfectamente ortodoxo, totalmente correcto desde la más aquilatada doctrina sacramental... y, sin embargo... le parecía tan marciano, tan en verdad esotérico, tan retorcidamente rebuscado, tan invasivo o cruel, tan obsceno... y qué decir de ese lenguaje insistente, de interrogatorio policial, articulado por esa puntuación tan entrecortada y espasmódica... mecánica... con pausas considerativas sorprendentes, como para atrapar el descuido del feligrés... las comas para pillar en falta... el punto y coma para descubrir un... disimulo... un error...
Tercer mandamiento: SANTIFICAR LAS FIESTAS. ¿Has sido culpable, que otros no vayan a misa?... ¿He “obligado” a otros a trabajar?...
... y esas elipsis violentas, que obligan al lector a buscar el sentido y acarrearlo él mismo, y esas comillas de resalte como las cejas admonitorias del curita... del curazo... del canalla que se cree con derecho a regañarte como a una niña, y además según unos criterios... rancios... desconocidos... que a veces no se pueden sino desoír o rechazar deliberadamente de puro estrambóticos y arcaicos... un repugnante cotilla que te pierde el respeto, que te mete la mano en el almario para sacarte la basura que abona la tierra de las flores de tu compasión y tu más amable comprensión y transigencia con los demás...
Cuarto mandamiento: HONRAR PADRE Y MADRE. ¿Respeto y obedezco a mis padres?... ¿Cuido y enseño a mis hijos, “como Dios quiere”, en la formación Católica, moral y buenas costumbres?...
... esas comillas acusadoras y malvadas... ese uso de las mayúsculas falsamente neutro, ferozmente objetivo... y, a pesar de todo...
Y a pesar de todo parecía un texto tan ortodoxo, tan templado... que tal vez...
Tal vez se había equivocado.
Vino el camarero con la cerveza y una cesta de pan. Ella dejó la hoja; pero cerca, para continuar leyendo una vez se hubiera marchado.
Tal vez se había equivocado. Quizá sólo fuesen gente muy religiosa, pertenecientes a alguna congregación de laicos comprometidos; uno de esos grupos ultras o radicales con nombre latino... fidelis, fidelia, gratia orbis... catecúmenos de base, más papistas que el Papa, que casi rigen su vida por las horas canónicas, tienen reuniones para preparar Pentecostés, van a Roma y Santiago de viaje, estudian y comentan las homilías firmadas por el Santo Padre y terminan pareciendo, todos ellos, sacristanes o caballeros de la Orden de Calatrava, y ellas hermanaprimacuñadatías del cura, o sus viudas... Aunque, bien es verdad que en la hoja todo figuraba en masculino.... sería el masculino genérico: EL PECADOR- EL PENITENTE... porque La Iglesia no necesita los votos de los ciudadanos y las ciudadanas, ni la cuota de los compañeros y las compañeras, ni el concurso de padres y madres a las reuniones de las asociaciones de padres y madres de alumnos y alumnas... Tal vez no hubiera feligresas ni compromisarias... casi mejor: en los coros parroquiales las beatas siempre quieren manifestar su entrega voceando en falsete de ángeles verduleros y barrigones. Los hombres son más comedidos mostrando su devoción vocal, los coros de hombres... pero... ¿de que iba todo eso?... ¡no se trataba de un orfeón ni de un monasterio, sino de un pueblo!... Quizás, al fin y al cabo, sí que hubiera entre ellos algo más que amor entre hermanos en religión... tal vez fuesen monjes mariquitas expulsados o no confirmados que no habían tenido el valor ni la ocasión de montar otro Palmar de Troya..., qué curioso eso del Palmar... con esos manteos y túnicas curiales que parecen adoptados para dar más herético morbo al alcohol sodomita y golfo... y esa ceguera obscena y táctil... y esas viejas celebrando entre curas afeminados... ¿dónde irán por las esquinas al sol de esa basílica de relapsos? ¿a beber quina Santa Catalina hasta tener boceras amarillas y tocar, por debajo del hábito, la tranca dura de los curas excomulgados, en trance mientras recitan borrachos el Trisagio?... Imaginó entonces una capilla en penumbra (¿no consagrada o directamente profanada?) con sólo velas iluminando las columnas y un sagrario de oro, y en el altar, rodeado de viejas de rodillas, un cura cincuentón con cara de notario invertido rezando con las manos alzadas, la cabeza abatida hacia atrás, los ojos entornados y fulminados por la belleza del caleidoscópico vitral del trascoro..., y con el cipote asomando recto y gordo por un ojal practicado - como en los camisones puritanos, tan caros a la Iglesia – en el centro de la sotana y bordado en oro igual que el resto de la prenda, cual parte integrante natural de esta liturgia sacrílega y blasfema...
...Ya se acerca el momento, el final del rezo; las viejas no pierden el miembro de vista y lo rozan con delicada unción, no vaya a perder el padre la concentración en los misterios. Lo tocan con los dedos rugosos como si fuera una reliquia...
...Ya se acerca el instante; el oficiante hace descender la enjoyada mano derecha, empuña el pene y se masturba con fuerza; luego baja la otra mano y agarra sin miramientos por el cogote frágil a la primera vieja de la izquierda, que abre la boca desdentada y gime; las otras se arriman y forman una fila de fauces comulgantes, juntándose mucho unas caras a otras para no perder una gota; el curángano jadea una vez, agacha y dirige la cabeza roja del rabo, y un chorro blanco, controlado por la presión de la mano, cae medido en la boca de la primera; luego da un poco a la segunda...
¿Cómo lograría el cura excitarse con esas momias? (eyacula en el pómulo de la tercera y la de al lado le relame la cara) ¿cómo...? Pensando... en otra cosa. Recordando... recordando las imágenes pornográficas con las que trafican... ¡Eso contienen las cajas blancas!: bajo el inocente rótulo de JUGUETES se distribuyen cintas de vídeo pornográficas que graban los mismos miembros de la Satánica Congregación de Monjes Homosexuales, o Diócesis Luciferina de Legos Calzapollas, o Productora de Videos de Sacroporno Gay... Lo de la corrupción y explotación económica de las ancianas habría sido un buen negocio. Hasta que se había muerto la última. Sólo entonces habrían recurrido a filmar sus ceremonias secretas... ¿Habría transexuales ocultos en gineceos con olor a mazmorra? ¿Harían sacrificios humanos? ¿Recibirían visitas de representantes de sectas homosecretas orientales? ...
... Buscó en la hoja... allí estaba todo: habían unificado el sexto y el noveno: No fornicar y No desear a la mujer (resultaba irónico) de tu prójimo en un único epígrafe:
¿He tenido pureza en la mirada, pensamiento, y en mi manera de ser? ¿Me he dejado llevar, provocando con mi coquetería, erotismo, pornografía? ¿Tuve relaciones sexuales antes de mi Matrimonio? ¿He tenido relaciones sexuales, o afectivas, fuera del Matrimonio? ¿Me he masturbado? ¿Sólo o con otros? ¿Hice algún acto homosexual? ¿He cometido INCESTO (relación sexual con familiar o pariente)? ¿Intenté o cometí VIOLACIÓN? ¿He hecho ACOSO SEXUAL o cometido ABUSO SEXUAL(esto es con niño o niña, o con ancianos indefensos o enfermos mentales)? ¿Seduje a alguien? ¿Cometí algún acto deshonesto con Sacerdote o Religiosa, ya sea coqueteando o provocándole? ¿He manoseado o excitado a otra persona? ¿Me visto indecentemente para provocar, con ropa ajustada, transparente, escotes o sin ropa íntima, etc.? ¿He cometido algún acto inmoral con animales? ¿Te complaces de conversaciones deshonestas y graves? ¿Vas a sitios de perdición? ¿Llevas a otros? ¿Has “deseado” a otra persona que no sea tu esposo?
¿Sería esa su diabólica actividad, su reto demoniaco y herético...? ¿Cometer todos los pecados del decálogo, con todas las variantes ‘de número y especie’? Desde luego, si su ídolo era el anticristo, no tenían sino que seguir en sentido opuesto las recomendaciones de la Iglesia. Siguió leyendo: No robar, no codiciar los bienes ajenos... Eso ya lo habían resuelto: habrían sacado a las viejas hasta el oro de los dientes, y a los demás les harían pagar cara la satisfacción de sus vicios e inclinaciones; lo justificarían todo, lo perdonarían todo, allanarían todos los caminos, alisarían todos los lechos, permitirían todas las aberraciones, y cobrarían cada una de ellas... No mentir: ¿qué se sabía de ellos? ¿no fingían ser lo que no eran?
¿Qué le quedaba?... No matar.

- ¿Qué quiere de postre?
- ¡...!
- Hay tarta de chocolate tarta de limón tarta de Santiago natillas flan flan de huevo de la casa cuajada de la casa queso con miel macedonia de frutas mousse de limón bombón helado tarrina de helado de sabores sorbete de limón y fruta del tiempo.
- Café – repuso, viendo cómo le recogían el plato con el pescado casi intacto. Bebió otro trago de vino. Sin advertirlo, había mediado la botella. Miró hacia la derecha y no vio ya a los cuatro hombres; sólo la urna del retrato. (...)


(...) “Se oía música de baile americana. Era la última vez que se oiría música en aquella cabaña. Ya no estaban los fardos de ropa en el porche, junto a la escalera. Continuaba habiendo la luz difusa de las velas, pero la cocina, cuyo ventanal daba al extremo norte, se hallaba muy iluminada. Me acerqué entre las palmeras hasta un alto montón de hojas de palma recogidas, desde detrás del cual pude ver allí a tres de las mujeres atareadas con la comida, bromeando, siguiendo el compás del jazz americano con las caderas. Tenían los dientes muy blancos. Estas no eran negras del todo. Eran las dos mulatas y la mestiza. Eran las menos negras, como si dijéramos. Faltaban la más negra, la que tradujo a voz en grito lo que les contaba el viejo, y Talita. Ignoraba si Senabre estaba aún por llegar o estaba ya dentro, ultimándole la faena a la negra tetuda en presencia de Talita, o empeñado con esta en presencia de aquella, o acostado con las dos.
“En esto se abrió la puerta lateral y, desplazándome por detrás del montón de hojas, retrocedí justo a tiempo de ver salir el perfil de un hombre de la casa. Salía fumando y se apoyó en la barandilla. Era Senabre, con el torso desnudo y una manta de flecos anudada a la cintura como un pareo. Por el camino de arriba pasó un automóvil (alguien se iba de la casa), y por un momento iluminó las copas desflecadas del palmeral.
Le oí expulsar el humo, y luego salió Talita y se abrazó desnuda a su espalda.
- Quédate.
- ...
- Quédate, amor.
- Te he dicho que no puedo. Se lo he prometido. Por la niña. Además, hay mucha gente arriba... ¿Tienes los papeles que te he dado?
- ¡Pero si no te va a pasar nada! ¡Fue por abusar!
- Guárdalos y no le digas a nadie que los tienes. Si pasa algo ya sabes lo que debes hacer.
- Sí amor, pero quédate un rato, te tenemos una sorpresita. Verás...
“No pude escuchar nada más porque mi oído acababa de percibir un murmullo de hojas detrás de mí. Volví la cara y vi a la negra dirigiéndose justo hacia donde yo estaba. Venía componiéndose la falda. Nunca se me había ocurrido que el retrete no estuviera en la casa. Entonces caí en la cuenta de haber visto una caseta viniendo del canal. O me veía o me pisaba. Al levantar la mirada de su ropa me vio y se detuvo. No se asustó ni dijo nada. A la luz de la casa la vi sonreírse: negra, opulenta y brillante. Yo estaba de cuclillas tras el parapeto de hojas. Se acercó y se puso en cuclillas frente a mí. Iba descalza y sus pies eran anchos y gruesos. Estaba un poco gorda, pero su postura era elegante, y se la veía cómoda. Me miró por toda la cara antes de tocarme el pómulo, la boca... y, mientras, hablaba bajo con murmullo profundo: “Así que eras tú, ratón.... Querías ver a las negras, ¿eh, rufián?”. Llevaba un vestido ligero estampado de flores que en la sombra parecía de ramaje. Sin dejar de mirarme a los ojos, sonriendo, sin dejar tampoco de tocarme las orejas, el pelo... se desabrochó con la mano izquierda los dos botones altos de la ropa y se sacó, uno a uno, los dos enormes pechos, que quedaron, grávidos, pendulantes y gordos, colgándole entre las rodillas. Luego cogió mi mano derecha y me hizo tocarlos. Tenía las tetas tersas, blandas y calientes, y eran enormes y pesadas. Olía fuerte. Me pregunté si llevaría bragas. Usé también entonces la otra mano. Cuando apreté los dos duros pezones, se estremeció y, apartándome las manos y abrochándose, murmuró: “Ven a verme una tarde de estas, galán; porque si no vienes, voy yo a decirle a la señorita que su guapo enamorado es un sucio mirón y tocón”. Se levantó y se fue. (...)



(...) Ante cada columna de sustentación, casi adosada a ella, se levantaba una columna trunca, un pedestal o basa, de unos dos metros de altura, sobre cada una de las cuales había una imagen de piedra erosionada. Había en este lado una fila de cinco pedestales, con una figura cada uno, uno por cada columna de sustentación, y otros cinco al otro flanco de la nave; diez pedestales y diez figuras, todas distintas entre sí, pero, como resultaba asimismo evidente por la factura, por el grado y modo de erosión, por el tamaño y hasta por lo homogéneo de las diferencias, las diez pertenecientes a un mismo conjunto o grupo escultórico.
Ahora se encontraba justo delante y debajo de la primera de ellas. Tendría como medio metro de altura, a partir de los dos de la peana. Se veía el poro de la piedra arenisca erosionada, los ángulos rebajados por la acción de los elementos (¿qué elementos? no lo sabía, sin duda se lo habían dicho y estaba distraída) y del tiempo, la superficie como dulcificada, y sin embargo era posible distinguir todavía la caída y los pliegues de la ropa: no se trataba de un sayal de monje, pues el ropón estaba ceñido a la cintura y sólo llegaba hasta por debajo de la rodilla. De aldeano o siervo tal vez (¿pajes? ¿esclavos? ¿esclavos que merecen estatuas a la manera griega?). Nucio seguía hablando, diciendo que las obras de nivelación y allanamiento del terreno para el polígono se habían estancado durante meses mientras se las ingeniaban para sacar los arcones que no habían sido pulverizados por las excavadoras, pero que había sido imposible recuperarlos porque la madera podrida se desmenuzaba al solo contacto de la mano. Por lo menos, y salvo las inevitables filtraciones, los arcones habían protegido bastante las figuras, que habían podido ser recuperadas como las veía.
- ¿De qué época son? – Preguntó Diana en voz alta.
Su presencia había llamado la atención de los que se inclinaban bajo la luz de las lámparas de oficina, y un hombre joven con barba rubia y jersey de lana gruesa y marrón, tras observarla largamente con torpe carencia de disimulo, había recogido unas carpetas y había abandonado la nave por detrás del retablo, por el ábside.
- No se sabe. Se pensó en los lares y penates romanos, pero son demasiado grandes y forman una colección. Tampoco son evangelistas ni apóstoles ni padres de la Iglesia. Se ha llegado a la conclusión de que nunca hubo más de diez, además no tienen emblemas, símbolos, signos, nombres ni rastro alguno de a quién o qué representarían. Por eso mismo se sabe que tampoco son santos. También lanzó alguien la teoría de que eran las diez potestades o virtudes herméticas, algo relacionado con el ocultismo; pero se rechazó de plano: aquí la gente es muy católica. Ni fenicias ni etruscas tampoco, si lo estaba pensando. Lo más probable es que sean visigodas; pero... A falta de cosa mejor, la gente empezó a llamarlas ‘ángeles’. Lo que impide una datación más exacta es, además de la falta de indicios ni rasgos, esas extrañas posturas que adoptan. Son... insólitas. Este – dijo señalando la primera figura, que se llevaba una mano de piedra a la frente inclinada -, como ve, es el Ángel del Cansancio, o así han dado en nombrarle. También se la denominó del Arrepentimiento y de la Tristeza, pero ha prevalecido el agotamiento.
Aunque el resto de la estatua era rígido, hierático, muy románico, la pose conservaba la frescura y la impronta del ademán vivo cazado por una instantánea fotográfica de un modelo que ignora que lo es. Aquel hombre atribulado (porque todos eran varones, tal vez el mismo hombre, con seguridad ataviado con el mismo atuendo) transmitía una sensación de intimidad y realismo a pesar, o tal vez gracias a la sobriedad en el gesto: el púdico (aunque irrefrenable) echarse la mano a la frente cansada de un hombre solo en cualquier esquina del mundo y aun del tiempo. Nada monacal ni severo, acaso sólo humilde, sabiamente humano, había en la modesta, pudibunda rigidez de la cintura, los pies y el brazo izquierdo; nada teatral en la frente vencida un poco hacia el lado del brazo y la mano parcialmente abierta que la sostienen. Y era sorprendente, inexplicablemente fiel a la anatomía invisible (bajo el manto de piedra igual que bajo la máscara de los desempeños sociales y civiles) de la preocupación familiar cotidiana, del súbito cansancio o dolor por sobrecarga de preocupaciones o trabajo del hombre doliente que ha de parar (puede parar) solamente un instante para reconstruir el presente y poder soportarlo. Todas las tareas y pesares del hombre corriente estaban condensadas en la mano entreabierta que sustenta; con los dedos levemente combados para así con las yemas llevarles un contacto sedante a los senos del lóbulo frontal, dedos que regalan certeza y compasión, y que secreta, discreta, modestamente dicen: “Lo sé. Calma. Yo estoy aquí para reconfortarte. Yo estoy aquí para el consuelo fugaz de este duro trance de la labor para la muerte”. Su rostro, invisible en la sombra de los dedos, era precisamente aquella mano que soporta y consuela. Diana compartió sin querer algo de aquella pesadumbre.
Nucio la rozó suavemente en el hombro y ella se dejó conducir unos metros hasta hallarse bajo la siguiente columna, el siguiente pedestal con su estatua. (...)


(...) La penumbra olía a cáscara de limón. Se despojó del bolso, los zapatos y la falda antes de arrojarse sobre la sábana. Estaba fresca. Justo frente a la cama, al otro lado del cuarto, se veía el vano oscuro de la puerta del baño. Sintió un escalofrío de humedad y baldosines, y también algo más intenso que no identificaba. De pronto, reconoció unas agudas ganas de orinar. Se levantó y corrió al aseo a sentarse. Dejó la puerta como la había encontrado. No había encendido ninguna bombilla, pero veía un poco gracias a la difusa luz procedente del dormitorio, de la persiana mal cerrada. Desaguó largamente. Por la puerta de par en par veía la ventana con ranuras de luz contra las cortinas blancas con flores color mostaza, y al pie de la ventana, con el respaldo iluminado a contraluz, un sillón sencillo de terciopelo rojo, aunque la poca claridad y el contraluz hacían, en realidad, rojos solamente los perfiles de los brazos y del respaldo. Las bragas le entorpecían los tobillos y se desprendió con gusto de ellas. Hacía un calor húmedo allí dentro. Se quitó la blusa y la arrojó volando sobre una banqueta de la sombra. A su izquierda, a la altura del hombro, encontró el frescor de la loza del lavabo. Levantó ese brazo y lo apoyó.
Había acabado. Sentía el habitual prurito mínimo en la vulva, pero no buscó con la mano el rollo higiénico. Frotó superficialmente el sexo con la mano derecha. Cuando notó la humedad ya era tarde para el papel, porque había cerrado los ojos y colocado la frente sobre el antebrazo izquierdo.
Aun así, siguió viendo el sillón rojo; un poco más rojo, tal vez. Estaba ocupado por una mujer casi desnuda. Era ella misma; estaba allí sentada mirándose en el baño. Pero mirándose con los ojos abiertos. Se trasladó mentalmente al sillón y desde allí se veía sentada en la taza del váter, con el brazo siniestro apoyado en el lavabo y la frente oculta en el hueco de ese brazo. Y la mano diestra entre los muslos. La mujer del cuarto de baño, como ella, sólo llevaba puesto un sostén blanco.
Sin abrir los ojos, la del retrete vio que la otra también se lo quitaba: el broche de la espalda, una hombrera, la otra. Descargaron entonces cada una dos senos naturales y pesados, aunque no grandes en demasía. “El sujetador es un arco mágico que sujeta y ciñe el Universo”, recordó Diana de los juegos lésbicos de la universidad, y sonrieron las dos. Con los ojos cerrados, la Diana del baño vio cómo la otra, igual que ella, se pellizcaba un poco los pezones, pero enseguida recuperó la otra postura corporal (el brazo siniestro apoyado, la cabeza caída, los ojos cerrados, la diestra en la entrepierna, presionando con suavidad), y la del sillón de color guinda también llevó la mano derecha al mismo lugar y se presionó.
Su muñeca conocía bien los movimientos, sus dedos se volvieron audaces, por eso se entregó aún más confiadamente a la visión de la que estaba sentada en el sofá, quien giró la cabeza a la derecha y vio abrirse la puerta a la luz roñosa del pasillo. Cuando se cerró, había tres hombres dentro, aún en la zona oscura. El primero que se acercó, entrando su cuerpo bajo el claror de la ventana, fue Nucio. Iba completamente desnudo salvo el bigote lacio. Su cuerpo era delgado, con el vientre bajo y redondo ensombreciendo más el vello púbico. Desde el baño, Diana, con los ojos cerrados, vio interponerse a Nucio entre ella y la Diana del sillón. Las nalgas de Nucio eran sumidas, las caderas escurridas y tan huesudas como la espalda, marcada de costillas y vértebras.
Con su mano derecha seguía explorándose, y supo que debía conceder más todavía a su ‘yo’ del sillón, y trasladarse a ese yo para poder ver el pene de Nucio, a quien la del sofá tenía justo delante. Su escroto colgaba repleto, par y desigual, como la bolsa de canicas de un escolar mirón, pero su pene no aumentaba de tamaño con suficiente rapidez. Ella sintió la obligación y el reto de estimularlo.
- Ya estás aquí, perro... ¿Te ha visto subir alguien, impotente borracho? – Nucio sonrió y negó con la cabeza, como ese escolar tímido y mirón gozosamente cogido en falta lúbrica. Dio la vuelta por detrás del asiento y se colocó a su costado izquierdo; así, la Diana del cuarto de baño podía ver (con los ojos cerrados contra el brazo siniestro) a la otra sentada y con un hombre muy blanco y muy desnudo a su lado que (¡hasta eso podía distinguir!) se tomó el falo largo y flojo por la base y lo agitó hasta que el apéndice adquirió bastante grosor. Luego comenzó a golpear con él el hombro izquierdo de Diana: Plas, Plas, Plas, Plas. Ella lo sentía como si la golpease con un pescado, con una trucha babosa y de sangre caliente, con una bacaladilla, una japuta, una cría de marrajo o una de aquellas anguilas que vio una vez, cortadas y muertas, que se movían. Para no encontrarse todavía el miembro de Nucio enfilado a su boca, tan cerca de sus labios (algo que, más temprano que tarde, tendría que suceder), no volvió la cabeza hacia ese lado cuando el hombre comenzó a hablar.
- Llamarme perro es decirme que me humillo, que carezco de dignidad y de valor, (Plas, Plas), pero entre los hombres... (¡Mira para adelante! ¡Mírate allí meando en el retrete y metiéndote el dedo, guarra! ¡Y cállate!) ...entre los hombres, el humillar la cerviz tiene otras lecturas... Antaño, el jefe guerrero no temía a sus hombres (Tú tampoco me temas; tampoco me tengas miedo, zorrita... ¡Ya chuparás!), pues había obtenido su puesto por sus méritos en el combate, y podía enfrentarse a cualquiera de ellos y matarlo, por eso no necesitaba humillarlos: los dejaba permanecer de pie y armados ante él (Plas, Plas), y mirarlo a los ojos. A medida que el príncipe fue haciéndose menos militar y más cortesano, más poderoso también y, paradójicamente, más débil de cuerpo y de coraje, a medida, pues (Plas, Plas), que se fue volviendo más vulnerable, hasta llegar casi a la indefensión, más temió de sus súbditos, (Plas, Plas, Plas, Plas), más miedo le daba su presencia, más riesgos entrañaba su cercanía y su contacto visual, pues, como todo el mundo sabe (Plas, Plas) ver una pieza durante una partida de caza es ya casi haberla despellejado (Plas, Plas). Por eso, si el príncipe tiene suficiente poder para imponerlo (Plas), impone una postura que haga imposible el tiranicidio. Las formas de sumisión simbólica (Plas, Plas) responden, más que a la devoción o al respeto, a la seguridad del sátrapa. Conque, (Plas), en función de esa peligrosidad, (Plas, Plas), se fueron creando por un lado las reglas de protocolo palaciego y por otro las atribuciones divinas del soberano. Cuanto más aumentaba la delicadeza del regente, (Plas, ¡Mira para adelante, bonita, o te caliento!), mayor era la humillación a que debían someterse los súbditos en su presencia. Ante el emperador más frágil, el súbdito ha de mantener la frente contra el suelo, y así ¿cómo va a poder atentar contra su vida... ¿eh?...(Chupa un poco... Así... ¡Déjalo!... Plas); si tiene que permanecer postrado, con la nariz en el polvo y las palmas extendidas igual que un reo, ¿cómo podría agredirlo? La suprema humillación del sujeto es el supremo reconocimiento de su potencial peligrosidad para la integridad física (la única que cuenta, cerdita, Plas) del principito (Plas, Plas... Ahora sí, ahora mira hacia aquí y toma mi polla con la boca.. así... sin dientes... ¡basta! Plas). Ese miedo ritual reconoce, pues, la fuerza hostil virtual de cualquier muerto de hambre. La crueldad del príncipe, por su parte, da a esta situación realismo y contendido moral. Algunos monarcas (¡lámela un poco!... Assíí... ¡ya!) comprendieron el origen de la necesidad de la ficción de la devoción de los súbditos (No te distraigas, cerda, Plas), y cuanta mayor devoción se empeñaban estos en mostrarles, mayor sensación de mentira, de miedo y soledad sentían ellos (Plas, Plas). El rey con la paranoia de persecución más acusada, que llegó hasta la locura y tuvo que abdicar, fue aquel que sintió con certeza que el corazón de uno de sus cientos de millones de siervos conocía el secreto de tanta humillación protocolaria (Plas... lame los huevos, puta... hasta el ojete... a ver si se calienta ya tu amiga la zorrita frígida del baño... asssííí... ¡basta!... ahora para adentro), aquel que sintió que un mierdecilla conocía el secreto de tanta divinización de gerifaltes y monarcas, y que, por tanto, se sabía más fuerte que él... No necesitaba ir a verlo ni mandarle cartitas como ese cagón del personaje de Kafka... Anda, mira a tu derecha; quiero presentarte a más perros.
Dejó de sentir el relieve del glande entre los labios y la lengua y movió la cabeza hacia la derecha, como le habían indicado. Ya estaban dentro, y eran muchos.
La Diana del retrete, con los ojos cerrados y la cadera ya tensa de excitación vio que a la otra, sentada en el sillón de perfiles rojos, la rodeaban hombres desnudos con ingles oscuras y bultos gordos: músculos, escrotos y pollas. Más atrás, junto a la pared del fondo, vio penumbras de hombres gordos masturbándose. Dos de ellos se lo hacían recíprocamente. Vio cómo la otra alargaba la mano izquierda.
Y la del sillón tocó el pene erecto y rojo de un hombre un poco grueso. Levantó la mirada y reconoció el brillo de las gafas y el corte de pelo elegante de don Roberto. Olía a goma de borrar y tinta de fotocopiadora. El otro cuerpo a su derecha era delgado y tenía las manos a la espalda. Este, el tío Zomín, la miraba lampiño y abacial, recogido y paciente, con el cuello tronchado en una curva resignada. Pero movía la pelvis, y el saco genital, fláccido, le golpeaba contra los muslos pálidos y peludos. Por entre el uno y el otro (Nucio seguía a lo suyo: Plas, Plas, Plas) vio cómo el hueco de la puerta se llenaba con la presencia del hombre joven y rubio de la melena. Era muy hermoso, y dejó la caja blanca en el suelo antes de entrar bajo la luz. Se acercó con sonrisa de golfo (y de la sonrisa sólo eran visibles los bordes colorados), y al plantarse frente a ella sacudió para atrás la cabeza y se movieron las guedejas doradas. Se sujetaba el falo descomunal y nervudo con la mano derecha, apretándolo por la base. La Diana del sillón, con la polla de don Roberto ahora en la boca y estimulando la de Zomín con la mano derecha (la del baño seguía tocándose con esa derecha, y había sentido ya los primeros húmedos heraldos), temió y deseó a un tiempo que el joven la obligase a tragarse aquel miembro enorme, pero no lo hizo: le separó las piernas, se arrodilló ante ella y le pasó dos veces la lengua de perro por la vulva. Luego otra vez, y la del retrete vio, con los párpados abatidos, cómo la del sillón giraba los ojos y ponía la espalda tensa a medida que la boca del propietario de la melena se encarnizaba con su coño. Y sintió un breve espasmo que la avisaba y parecía poner en conexión sus ovarios con los riñones. Una gota de su líquido cayó en el agua y vio, con los ojos cerrados, cómo el joven de culo prieto y ancha espalda de perfil colorado levantaba las piernas de la otra y la penetraba brutalmente.
La del sillón dio un grito (como pudo, con un pene en la boca) y sintió primero dolor y al poco fuego. El rubio habló al ritmo de su cintura.
- VOY a prepaRARte para BALdo SeNAbre... aaaSÍ... aaaSÍ... aaaSÍ... puTÓN... guaRRÓN...
Y así continuó unos minutos, perfoRANdo, horaDANdo, martiLLANdo, y Diana saboreando carne latiente, tocando carne de pulpo, viendo sombras y bultos blanqueninos, oliendo anos y sudores, sintiendo ya salpicaduras en la cara.
- Ya viene - oyó
- Ahora conocerás el secreto de Senabre.
Se apartan todos menos el rubio, que sigue bombeANdo; y la Diana del sillón ve asomar por la puerta el cuerpo luciente de Senabre.
“¿Qué Senabre?”, le pregunta la del cuarto de baño a la otra sin dejar de frotarse, con los ojos cerrados, con la boca sellada. “Los dos, que son el mismo”, se le responde. “¿Cómo es?” “Tiene el cuerpo del Moisés de Miguel Ángel y la cabeza de Sean Connery. Es inmenso y hermoso” “¿Y la polla?” “La polla es como la de Rocco Siffredi” “¿Qué hace?” “Brilla caminando hacia mí. Es una aparición, un ectoplasma. Es un espectro: su cuerpo se transparenta un poco... se pasea por delante de mí y... ahora te veo a través de su vientre cristalino, te veo agitarte en el inodoro. Ya está aquí... Rodeando todo su cuerpo, a un centímetro de su piel hay como un aura luminosa y azul que sólo se ve interrumpida por su pene perfecto, que atraviesa esa aura provocando que la energía mude su color en la zona de contacto: su falo santo atraviesa el aura azul desgarrándola a través de un ojal con el borde de luz amarilla, como bordado en oro. Y al salir fuera del aura protectora, la polla no irradia ya esa luz azul (ahora es fluorescente y blanca como un cetro bendito), pero manifiesta su secreto.” “¿Cuál es el secreto de Senabre? No lo veo desde aquí” “El aura de luz permite ver su carne de cristal antiguo, y a través de ella te veo convulsa en el retrete, pero su sustancia fantasmal me deja distinguir además su esqueleto de fósforo, que ríe y que danza, que se pavonea marionético y petulante, medieval y lunático, y también me permite vislumbrar su secreto...” “¿¡Cuál es!?” “... un hueso liso y alargado dentro del falo.” “¿Cómo?” “Tiene un hueso longilíneo a lo largo del cipote que presta solidez a la uretra cuando esta lo haya menester; y cuando no..., tal vez se repliegue, eso ya no lo sé.” “Pero ¿qué dices?” “No es tan raro. Algunos animales lo tienen.” “¿Es calcáreo y rígido o cartilaginoso?” “No sé, será cartilaginoso, le pega más... ¿Te corres?” “No sé. ¿Qué te hacen ahora?”
La Diana del sillón siente que don Roberto por un lado, de un brazo y una corva, y Zomín y Nucio por el otro la levantan en volandas mientras se dispone Senabre. Al rubio le suda el pecho duro y sigue que te sigue, ahora de pie, empuJANdo y meTIÉNdole aquel prodigio hasta que Baldomero, que sonríe desde atrás, transparente y heroico, tétrico y cachondo, famoso y lúbrico, le toca el hombro para que le deje ese sitio. El rubio entonces saca lo suyo húmedo y brillante con los perfiles rojos, de color de picota, le abre a ella el sexo con la mano (con la misma que lo hace también la mujer del retrete, sintiendo ya el principio del fin) y escupe dentro, dos veces, antes de apartarse definitivamente y ponerse a sujetarla en vilo junto con los demás, al lado de don Roberto, para que Senabre pueda acoplarse con ella así de pie.
Por fin se acerca, y el aura azul entra en contacto (una frescura eléctrica) con la cara interna de sus muslos de bordes de color encarnado. La Diana del retrete ha descargado la cisterna, y como el breve frescor que asciende no es bastante, hunde la mano en el agua que baja por la loza y con ella se embadurna la vulva: es la punta del pene frío la que hace entonces contacto, como una barra de metal o un caño de agua viva, con los labios que se mueven como gusanos enloquecidos, con la vagina que se contrae haciendo ventosa. Un estremecimiento premonitorio comienza a recorrer el vientre de la del retrete y... entonces sonó un timbre. (...)

jueves, 11 de marzo de 2010

El maletín de Edipo y otros cuentos

El maletín de Edipo

“Ahora que voy a emprender una nueva vida (dijo el hombre mientras le desnudaban), ha llegado el momento de las confesiones. Y son los tuyos, mi ama, los únicos oídos que han de conocer lo que fui y cómo llegué a ser en lo que he de convertirme, para que así puedas cerrar la puerta de ese ciclo agotado y abrir de par en par el acceso al nuevo hombre que soy, aunque ese nuevo yo haya iniciado su liberación de manos del azar y de las de un oficial del juzgado administrativo.
Tampoco él dio trascendencia al pequeño error en mi apellido. La dirección del sobre era la correcta, y si bien el requerimiento de pago, redactado en términos de ultimátum, me hacía deudor de una suma considerable, la conciencia de haber defraudado a Hacienda pequeñas cantidades en los últimos ejercicios -aunque siempre por consejo del por entonces mi abogado- provocó mi sonrojo y me hizo pusilánime. El reciente reajuste del sistema fiscal y las consecuentes revisiones habían destapado, dijo aquel hombre con generosidad, algunas irregularidades que convenía subsanar antes de afrontar la próxima declaración del I.R.P.F.. Estuve de acuerdo y acepté el documento, el débito y la culpa.
Llamé a aquel abogado y le insulté; después proyecté un plan de emergencia para enjugar el descubierto, del cual mi esposa me hizo único responsable. Fui pagando como pude, adquiriendo nuevas deudas con amigos y bancos, desestabilizando la economía del hogar... hasta que un día aparecieron mis etiquetas identificadoras en el buzón. El nombre figuraba correctamente, y yo había podido saldar para entonces mi obligación con el erario público. Lo sentí como una devolución de identidad.
Cuando una mañana me encaminé a la Delegación de Hacienda con el pliego cumplimentado, quien lo hacía era un contribuyente escrupuloso y remozado. Quise regodearme en mi inmaculada condición civil y pregunté (por puro gusto beato) por mi estado de cuentas: sin novedad... desde el ejercicio anterior. Esto era raro: nadie le supone tal discreción al fisco. Me interesé entonces por los pagos que había ido haciendo efectivos y apunté, para facilitar la búsqueda informática, que el requerimiento y los ingresos se habían realizado a mi nombre pero escrito incorrectamente. No había en mi expediente registro alguno de tales pagos, dijo, pero existía un individuo cuyo nombre era el mío inscrito con errata, y a cuenta de cuya deuda se habían ido efectuando los ingresos que yo me atribuía. Era tan grave que no cabía ni siquiera la desesperación: había estado pagando penitencia por otro, o tal vez era mi propia y atolondrada penitencia al hipócrita dios de la vergüenza.
Con astucia obtuve el número de teléfono del azaroso beneficiario de mi error (lo cual fue el primer acto de audacia de mi vida) y me puse en contacto con él. Mi voz al otro lado del hilo telefónico debió de sonar muy apocada, aunque sólo lo comprendí cuando, con un tono de arrogante desprecio, aquel sujeto me negó la justicia de la restitución. Cuando pasé del asombro a la indignación ya era tarde, y aquel tipo decidió, sin ahorrarme la mofa, que era él quien había pagado y que yo estaba loco.
Interpuse inmediatamente una denuncia y esperé aborreciéndole. Le hice todavía algunas llamadas humillantes de las que no tardaba en arrepentirme, pues ya únicamente encontraba su risa o zafias amenazas. Sólo una estúpida confianza en la inminencia del cumplimento de la ley reflotó temporalmente mi ilusión.
Le conocí durante la vista del juicio: era elegante, rico, obeso; se mostró engañosamente circunspecto y razonable, repugnantemente correcto, y la juez, a quien los ujieres tuteaban y que lucía un mechón verde y ropa informal (y que tantas, tantas esperanzas había despertado en mí al principio, y tantas sospechas al final) falló a su favor al no encontrar otra evidencia de anormalidad, dijo, que mi naciente obcecación.
Yo no comprendía nada y me enfurecí. Tienes que comprenderme: decía la verdad, tenía la razón, y ellos se empeñaban en que estaba ofuscado (llegaron a hablar de mala fe). Cuando me expulsaban de la sala alcancé a ver..., estoy seguro de haber visto cómo la juez y aquel sujeto cambiaban una mirada de entendimiento y hasta burla soez. No puedo explicarlo mejor. Cuando más tarde paseaba fumando (irresoluto, solo, abrumado) por el vestíbulo de los juzgados, esperando que el tipo bajase para encararle, creí verlos salir en un coche, juntos, del aparcamiento del edificio; pero de esto no estoy seguro.
La palabra de aquel opulento canalla no podía valer tanto como la de un hombre justo, no en este mundo, y recurrí. En investigadores y letrados fui perdiendo nuestro patrimonio, mi salud y, ya casi definitivamente, a mi mujer. Ella no quería comprender (tal vez no pudo) que la risa infame de aquel sujeto me obligase a gastar diez veces la cantidad burlada.
A veces se me ocurre pensar que el contenido de la deuda que yo le exigía satisfacer no era tanto el dinero como el haber yo hecho el ridículo cuando creía estar comportándome como en ciudadano ejemplar. Dicen que la virtud no es el medio, sino la recompensa. En mi caso la redención constituyó el castigo; pero no concibo mi obstinación sin el acicate de su risa. El dinero era apenas el emblema diabólico de la sevicia de esa risa, y sentí que si lograba al fin forzarle a la restitución, todo volvería al equilibrio como era en un principio, y por tanto al descanso del olvido.
Mi mujer insistió débilmente, con ocasión de la firma de una segunda hipoteca sobre la casa, en que abandonase antes de la ruina absoluta, en que me estaba obsesionando, en que debía aceptar la pérdida como precio de la lección; pero no le hice caso. Me dejó. También se resintió mi trabajo. Comencé a percibir cómo la desconfianza y la piedad reptaban y medraban a mi alrededor. Tuve que soportar consuelos y consejos. El día en que recibí la llamada del secretario del nuevo bufete abandoné mi puesto a mitad de jornada. No dar explicaciones fue una alegre anticipación.
Me comunicaron que el funcionario de Hacienda que había confundido la dirección del sobre que contuvo el requerimiento estaba dispuesto a testificar a mi favor. Es imposible decir la satisfacción que me invadió. También me informaron de que habían solicitado y se les había concedido fecha para la vista, de que se pediría una cuantiosa y segura indemnización, de que ya tenían redactada la citación y de que los trámites serían rápidos, dado que aquel sujeto, gerente de una gran empresa, era de costumbres monótonamente burguesas, con una sola excepción. Ese único hábito insólito y reciente era que, desde el mes del juicio, había empezado a viajar, cada semana, a una ciudad de Europa o el norte de África. Y lo hacía solo, pese a tener mujer, de nombre Clara, y dos hijos, Jacinto y Jorge, de tres y nueve años respectivamente. Cogía el avión el viernes por la noche, permanecía donde fuera el fin de semana y regresaba el domingo. El bufete sugirió que el procedimiento más oportuno consistía en que un propio se acercase a su domicilio y le hiciese entrega, allí mismo, del documento de aviso; pero eso no era suficiente para mi codicia de restablecimiento. La venganza tenía que condecir, en todos sus detalles, con el agravio.
Ese mismo viernes por la tarde me presenté temprano en el aeropuerto y aguardé paseando. Mi mano, en el bolsillo del abrigo, empuñaba el papel como si fuese un arma. La idea de entregarle cara a cara la citación cuando emprendía, tal vez con júbilo, un viaje de negocios o de placer (ya sé que de placer, ama mía) me agarrotaba de exaltación la boca del estómago. Había recorrido tres veces los multitudinarios pasillos cuando lo vi hojeando la prensa en un kiosko. No me precipité. La impunidad de observador anónimo y secreto me pareció un digno preludio del asalto final. Le vi sonreír a la dependienta, llamar por teléfono, moverse con la soltura de la costumbre y el dinero entre los viajeros atareados. Sólo llevaba un maletín y parecía muy relajado. Disfrutaba de ser él y de estar allí. Miraba a las mujeres. Era elegante. Casi producía admiración. En un momento me vi mezquino con mi citación arrugada bajo el loden barato, casi como un delincuente rapaz o un usurero que se acercase, con reverencia, miedo y un pagaré, a un magnífico príncipe del Renacimiento.
Le vi sentarse en la barra de una cafetería y, no sin precaución, evitando ser reconocido, me senté en el otro extremo para observarlo con aprensión y odio a través del espejo. Pidió un whisky sonriendo y lo probó. Yo pedí una cerveza. Me sabía futuro agente de un fracaso menor en la trayectoria de sus éxitos, y ni aun así, a punto de ejercer en mi beneficio aquel poder, me sentía libre de la ponzoña de la envidia.
De pronto, una mujer que estaba sentada a su otro costado compuso un gesto de éxtasis, cabeceó, abatió con estrépito la frente contra el mostrador y cayó al suelo inconsciente. Él saltó de su banqueta y se arrodilló solícito a su lado. Tal vez la curiosidad, quizá la envidia, acaso la súbita posibilidad de causar un trastorno mayor en el destino de aquel hombre (o quizá en el mío) me empujaron a ejecutar un nuevo acto de audacia. Me levanté y, al pasar a su lado, tomé su maletín y me alejé incógnito hacia los ascensores. Entré temblando en el primero que llegó y, mientras esperaba solo a que se cerrasen las puertas, intenté abrirlo infructuosamente. Oí en esto su carrera por el pasillo y tuve tiempo apenas de ocultar el objeto en la papelera del ascensor antes de ver aparecer su rostro descompuesto. Sin comprender qué ocurría miró mis manos. Las miré yo también: allí estaba la citación.
Se dio la vuelta e intentó alejarse, pero me arrojé sobre él gritándole, insultándole, tratando de obligarle a agarrar el papel...; mas era inútil, se zafaba. Además, aquello no era importante para él, nunca lo había sido, apenas le resultaba molesto, inconveniente. Tan solo quería huir para correr en busca del maletín. Fui insistente, le retuve, le agarré de la manga, y entonces se volvió y me golpeó la cara con el puño. Una vez, dos, pero sin conseguir que lo soltara ni que dejara de gritarle ofensas y amenazas. Se volcó sobre mí, me derribó y me golpeó con el codo en la boca. Sentí a la vez el sabor de la sangre, su insulto y una alegría demente al ver aparecer a su espalda a una pareja de agentes de la ley. Le injurié delante de ellos mientras esgrimía la citación como causa de la agresión y le esposaban. Exigí que le detuvieran, que le arrastraran a la comisaría, que me tomaran declaración. Mi gozo era feroz. Su comportamiento cambió súbita y asombrosamente: quería negociar (me lo rogó) y, sin mencionar el robo del maletín, se mostró arrepentido y melifluo en tanto sacaba la chequera. El muy canalla creía que todo se resolvería con algunas monedas. Me pidió en público una cifra para olvidar el asunto de la deuda y de la agresión, y yo le escupí una cantidad desproporcionada que nadie en su sano juicio aceptaría pagar. Pero lo hizo. Ante mi incredulidad y la de los dos policías, extendió un cheque (de cuyos fondos respondió con un documento bancario que llevaba consigo) por siete millones de pesetas. Yo mismo había fijado la cifra, de modo que tuve que aceptarla. Le quitaron las esposas y se alejó fugitivo, buscando con los ojos; yo di las gracias y retrocedí hasta el ascensor. Sin mirar el contenido de la papelera pulsé el piso más alto.
Al llegar arriba extraje el maletín y salí. Ante mí, un largo ventanal se abría sobre las pistas. Tomé a la izquierda y anduve por un interminable pasillo desierto y silencioso. Crucé ante un control de policía cuyo ocupante me vio pasar sin prestarme la menor atención y continué caminando entre oficinas acristaladas tras las que se escuchaba apenas crepitar algún fax. Sería incapaz aún ahora de poner nombre a las razones de aquel acto insensato; pero sabía que para entonces mi vida había cambiado por completo. ¿Por qué me sentía tan bien, tan vivo?. Ni por un momento pensé en que aquello me permitiría recuperar mi existencia anterior, aunque así fuera; en cambio, experimentaba la sensación de que había recobrado, mediante una brutal descarga de riesgo y loca audacia, una faceta negada de mí mismo, un campo fértil y salvaje que mi nombre me había estado ocultando hasta que el odio puro había fragmentado lo que pensaba sólido. La rectitud, la moral, el decoro, el sentido común habían saltado hechos añicos, y esto había hecho posible el afloramiento de un sujeto multiforme, ambiguo, prensil, resolutivo.
No me reconocí en el sangriento espejo del lavabo, pero tampoco me detuve mucho en supersticiones más propias de mis antiguos yos. Entré en un retrete, me senté sobre la tapa y forcé el maletín no recuerdo con qué. Lo abrí. Su contenido no desdijo de mis acciones. Con manos sudorosas fui examinando un paquete fajado de diez mil euros nuevos en billetes de cien, una bolsita con lo que resultaron ser unos gramos de cocaína, ese enorme consolador plateado, un estuche con productos de aseo que arrojé por allí, un billete de ida y vuelta a Colonia y una breve nota manuscrita con el nombre de este hotel, el número de esta habitación y tus palabras: “Rómpeme el alma, cerdo”.
Leí y releí el mensaje una y otra vez. Contemplé los objetos, palpé el dinero y el metal frío del consolador, lo puse en marcha y sentí su vibración contra la palma de la mano. El avión salía dentro de dos horas. Tomé una pizca de cocaína. El efecto casi inmediato de la droga me ayudó a naturalizar la situación y mi relación con todo aquello. El sujeto nuevo que era yo se reconocía en el contenido del maletín, y aún más que en él, en el mundo del que había sido recuperado y del que se constituía en señal, hito de un cosmos nuevo pero tangible, diseñado con veloces aristas de peligro y placer. Eché en falta un revolver.
El antiguo propietario de aquel maletín me había arrojado de mi vida reglada y gris. Nada más justo, pues, que yo ocupara su lugar en este nuevo mundo (mundo, no olvidemos, que él había comenzado a frecuentar al poco de arrancarme del mío); nada mejor que yo viviera la aventura que le había pertenecido, y le devolviera a él a su casa, a su familia y a su trabajo, todo lo cual había yo perdido por su culpa.
No me cupo ninguna duda de que iba a tomar aquel avión que me trajo hasta ti. Esa certidumbre era la mayor decisión de amor a la vida nueva que había adoptado nunca, ni creía que pudiera ser superada por acto ninguno de que los hados me hiciesen, a partir de ese momento, ejecutor eventual. ¿Matar, mentir, estafar? No podrían prevalecer sobre lo que ya había logrado.
Pero has llegado tú, ama, a señalarme el último gesto de aceptación. Una vez probada la soberbia, el postrer obstáculo siempre es la dignidad, la entrega suprema. Abre, ama, la puerta del camino sin retorno, rompe los diques de estas aguas de la vida sin culpa y remordimiento, abre de par en par la vía de acceso al superhombre que reside en mi interior.”
Esto había ido diciendo el sujeto desnudo, en decúbito prono, mientras aquella mujer le esposaba a la cama por las muñecas y tobillos y le colocaba dos almohadas bajo la pelvis, antes de amordazarlo. Después el tipo, mudo, sólo pudo ver de refilón cómo la mujer, que vestía un tanga de cuero y calzaba a la cintura un arnés que sostenía el consolador plateado, se quitaba la máscara tachonada (que dejó suelto un largo mechón de pelo verde) y, sentándose en la mesilla de noche, le decía que bien podría haber sido ella quien le abriese una vía de conocimiento hacia la otra cara de la realidad,
- Pero (añadió la juez encendiendo un cigarrillo y cruzando las piernas) no nos parece... correcto ni ajustado a derecho. Quien le debe abrir esa vía que usted dice de acceso a ese otro mundo (“y que además -murmuró con lujuria inclinándose sobre su cara- tiene la polla como una porra eléctrica y está deseando hacerlo”) es otra persona.
Mientras hablaba, había sonado una cisterna, y al mirar, forzando mucho el cuello, hacia ese lado, aquel hombre vio cómo se abría la puerta del baño y por ella salía, desnudo, grande, ventrudo y sonriente, con un collar de perro y una enorme erección blanca, el dueño del maletín.
Al sentirse penetrado, el agudo dolor le hizo cerrar los ojos y entonces vio el rostro de su mujer, el de su madre muerta, todos y cada uno de los rostros que había conocido en su vida, su casa y todas las casas con detalle, su silla de la oficina y cada átomo de la madera de su mesa y todas las mesas y todos los números de teléfono de los antiguos clientes y los de las cuentas de resultados con claridad y sin mezcla, y el sol y cada una de sus llamas, y la luna y todos los astros a la vez y con precisión dentro de un universo negro en que estaban contenidos todos los agujeros negros del espacio y todos los agujeros, por pequeños que fueran, de la tierra.


Arúspice


Hoy, diecinueve de junio de mil novecientos noventa y nueve, poco antes de abrir la ventana para suicidarme, poco antes de tomar el pañuelo blanco para hacer la prueba definitiva, he leído en el periódico una noticia terriblemente triste: “El conductor de un autobús de transporte escolar (y aquí va el nombre, que omito por respeto), de 40 años de edad, atropelló mortalmente a su esposa (y aquí el nombre de la fallecida), de 32, cuando ésta acababa de dejar a sus tres hijos en la escuela”. Después explica que los testigos no pudieron hacer nada, que ella tropezó y cayó al suelo ante las ruedas,... terrible y fatal casualidad, etc.
Es aterrador el modo como la desgracia se ceba con el destino de algunos individuos. Una desgracia tan desproporcionada que solicita a la imaginación que la misma muerte venga acompañada de un mensajero del infierno, tan horrorosa que sólo puede aceptarse como una maldición de manos del propio Lucifer, hecho presente allí en cualquiera de sus formas. Pero algunos aún tratamos inútilmente de huir por el camino del olvido.
Y aunque resulte increíble, yo había logrado olvidar la desgracia de Silvia durante meses; hasta que una noche, al estar utilizando el inodoro, la orina cambió repentinamente de color y comenzó a salir entreverada con una sustancia más densa y pegajosa que se adhería a la porcelana. Era color gris antracita, y salía de mi cuerpo, que desde su muerte venía yo cuidando con rigor aprensivo y escrupuloso; de mi cuerpo limpio y joven..., y me eché a llorar por segunda vez en silencio. Por mí; por ella.
Nos amábamos; y yo alimenté, para explicar su muerte, la versión del accidente fortuito, aparentando desde entonces un dolor intenso pero normal, accesible a los demás. Creé una ficción que vino siendo válida, en su compartimento de la memoria o del olvido, hasta esa noche en el cuarto de baño. A partir de la comprobación, chorreante en la loza sanitaria, de que el horror no me había dejado de su mano, mi carácter se contrajo definitivamente como una flor carnívora, y volvieron los espantos secretos y las interminables especulaciones circulares, que rendían en teratológicas conjeturas víricas y una sorda tiniebla moral. No concebí la ingenua posibilidad de realizar una discreta consulta clínica hasta ayer.
Con objeto de aportar una prueba compré el pañuelo más blanco que pude hallar (¿por qué no un bote estéril como los de los análisis de excrementos? No sé, tal vez el pañuelo contuviese una mejor dimensión metafórica de la limpieza que yo ambicionaba conseguir) y me he masturbado pensando en Silvia, quizá con la idea de que mi auténtico amor por ella y su recuerdo obraría el milagro.
Éste no se ha producido, y una abundante emisión de líquido negro y brillante ha inundado el pañuelo. Los últimos espasmos, como vómitos agónicos de una diminuta bestia moribunda, me has manchado con su vergüenza el dorso de los dedos. La repulsión que me ha causado ha sido tan violenta, que he estado a punto de refugiarme de nuevo en el olvido; pero esto ha durado poco. Cuando he sentido el aleteo tras la ventana he sabido al instante mi deber.
Silvia fue la única mujer con quien tuve relaciones íntimas. Fue una época de tanteo y deslumbramiento, y nos invadía una curiosidad sin límites. Así como yo encontraba en el tacto de su carne esa sensación de seguridad que acoge al hijo en contacto con su madre, así ella adquirió pronto una forma de curiosidad afín a la inquisitiva mirada del niño al contemplar de cerca la simetría polícroma de unas alas de mariposa. E igual que ese tierno interés infantil acabará, en muchos casos, y sin mediar malicia, arrancando las alas de colores, así terminó la curiosidad de Silvia con la calidad de mi semen.
Nuestro método de anticoncepción era el preservativo. Al mes de iniciadas nuestras relaciones, Silvia comenzó a observar con detenimiento el líquido que depositaba mi amor por ella en el recipiente de goma como un biólogo estudiaría un cultivo a través del cristal de un tubo de ensayo. Yo asistía a sus comprobaciones tratando de no mostrar interés, pues ella respondía con evasivas cada vez que le preguntaba, humilde y tímido, por el objeto de aquella singular consulta; pero terminé por participar en aquel rito erótico y supersticioso. Comencé a notar, al principio con ojo torpe, mas poco a poco con mayor agudeza, diferencias de matiz entre distintas emisiones. Advertía descensos de nivel por los que me arrepentía como si fueran efecto de una falta que desconocía. Esta nueva expectativa me tenía colgado de su rostro cuando ella levantaba el objeto. Registraba preocupado cualquier ademán de desaprobación como si se tratara de un dictamen pericial sobre el estado de nuestro amor, de mi amor por ella, tan grande.
Insensiblemente fui dejando de entregarme a la unión amorosa como si me arrojase al cálido mar y comencé a preocuparme por el momento de zambullirme, la temperatura del agua y el estilo de braceo. Concentré la atención en mi desarrollo físico y técnico, y la primera consecuencia de este programa fue una moderada pero perceptible mejora de la calidad de mi fluido amoroso, lo cual, paradójicamente, pareció alegrarme sólo a mí. Estaba satisfecho y orgulloso como un tirador de florete; pero ella no mostró conmoverse ante la opacidad nacarada del líquido, que testimoniaba, creía yo, la salud de mi amor. Por el contrario, cuando este proceso estaba en su apogeo y mi vanidad de varón nos bañaba a ambos en una lechosa claridad, Silvia empezó a manifestar desconcierto. La observaba, no sin irritación, tratando de colocar el globo bajo diferentes incidencias de luz como para tener certeza de lo que veía. Finalmente fue desviando las miradas y teniendo períodos de abatimiento melancólico. Yo enloquecía preguntándome la causa, y llevé al máximo mi dedicación. Inútilmente: cuanto mejor era la calidad de mi esperma, mayor era su desapego.
El que sería último día de nuestro amor me había entregado de tal modo, tenía el alma tan reblandecida y ardiente, que mientras ella observaba el condón con avidez extraña, dije: “Te doy lo mejor de mi”.
Ella seguía mirando hacia el depósito en alto, pero sus ojos ya no lo veían. Estaban más allá de la ventana, como si mi semen uniforme y purísimo actuase de lente, acercándole una presencia invisible que flotase fuera de la casa. Entonces se echó a llorar mansamente y, al preguntarle yo, gimió con pena: “¿Es que no lo ves?”. El líquido, que tomaba en el recipiente la forma de una peonza, desprendía una sólida opacidad y gravitaba con la certeza probatoria de un péndulo. De pronto, emergiendo del interior y movida por un lerdo impulso autónomo, una sombra gris lo cruzó de izquierda a derecha y lenta, muy lentamente, frotándose contra la pared de látex, volvió a lo profundo.
Me quedé atónito por un largo momento.
Al oír que se abría la puerta me sobresalté. Ella estaba allí, con el pomo en la mano, dispuesta a irse. “Aunque aún no lo sepas”, dijo, “ya no me quieres. Adiós.”. Me precipité ciego de lágrimas hacia ella y el siguiente recuerdo que conservo es el vuelo desarticulado de su vestido cayendo escaleras abajo y el maniquí roto en el descansillo de sangre.
He sido hoy, viendo el pañuelo sucio y brillante, tentado nuevamente por el olvido, pero al oír los aletazos he sabido lo que ella vio a través del presagio de mis entrañas. Y no me ha sorprendido, al levantar la persiana, ver al monstruo mirarme aleteando inmenso y pesado a dos metros de la ventana, con su torso de hombre velludo, sus garras de rapaz, su cabeza carnívora y voraz, su abdomen de reptil. El mensajero ha venido, generoso y leal, a indicarme el camino correcto. Tiene dos ojos de brasa y no se puede describir su ansiedad carroñera.
Mientras alzo el pie y lo apoyo en la jamba, le rezo: “Ángel de la mañana, ángel del horror, cuídala allí donde quiera que esté, y llévame a mí donde quiera que me corresponda”. Creo que me ha entendido, porque lo oigo abatirse tras de mí.



LaPromesa


. Me sorprendió su llamada la otra noche. Después de tantos años pasados desde la muerte de nuestros padres, sólo había rozado mi vida en ráfagas inconexas, llenas de contestadores con voz de mujer y ruidos de aeropuesto internacional. Mis hijos conocían a su tío por los extemporáneos y sofisticados regalos que hacía llegar a casa de temporada en temporada y que alimentaban un prestigio cuya elegancia se acendraba en la lejanía. Pero el silencio entre estos contactos, a lo largo de veinte años, era tan opaco y tan dilatado como el trasfondo que se escondía tras las brillantes expresiones y gestos mundanos que exhibía en sus apariciones de cometa. Tal vez yo fuese ya la única persona en el mundo que lo conociese; que conociese su profundo desvalimiento. Su alegría inocente y sus engaños. Y por eso supe que no me alarmaba vanamente el humilde tono de su voz al teléfono. Yo me iba apenando mientras él pergeñaba un largo preámbulo oscurecido de laberínticas razones y una inusitada preocupación por la salud de toda la familia. Finalmente me pidió que nos citáramos anoche en la estación de Atocha. El lugar y la hora acabaron de confirmar que no me preocupaba sin motivo.
¡Cómo lloraba en el entierro de nuestra madre! Él, que había venido rehuyendo sistemáticamente los funerales que iban despoblando la familia, se deshacía en lamentos sentidos; y yo, que poco antes había prometido a la moribunda, más por aturdimiento y respeto que por convicción, que cuidaría de él, sin entender muy bien cómo un individuo mediocre y con el destino hipotecado por la aceptación debía cuidar de un astro rutilante, comprendí entonces y recordé.
Esperando en el vacío andén se me encendió anoche la imagen de aquellas vacaciones en lo que llamaban una colonia de verano, una residencia con jardines en que Miguel y yo pasamos quince días de un agosto de nuestra infancia, y aún veo su carita roja, congestionada por el llanto, llamando a su mamá mientras los monitores y yo tratábamos inútilmente de confortarle. Y así como para mí entonces era casi incomprensible su terrible dolor porque nuestra madre no estuviese allí para calzarlo, o lavarlo, o para plegarse a sus caprichos (no comió apenas nada, y los mosquitos...¡pobre niño!), así su necesidad de una vida huracanada de sobresaltos y delicias, de emoción y carreras, no ha sido para mí hasta hoy sino objeto de tibia recriminación, oculta envidia y prudentes asombro y distancia.
Me estaba reprochando no haber cumplido bien la promesa hecha a nuestra madre cuando le observé apeándose del tren. Las pocas veces que, en los últimos años, le había visto, su traje era impecable y su presentación cinematográfica, pero en esta ocasión vestía pantalón y chaqueta disímiles, y ninguno parecía de su talla. Iba sin afeitar y su gesto al abrazarme fue deferente y lento, lejos de su arrogancia habitual, que, sin dejar de ser correcta y educada, conseguía siempre que me avergonzase de mis jerséis baratos. Pero anoche no era el mismo hombre. Caminamos hablando de naderías hasta uno de los bares de la estación y nos sentamos. Entretanto venían las cervezas, evitamos mirarnos y fingimos, en silencio, una súbita curiosidad por el local. Cuando las trajeron, dimos un sorbo y comenzó a hablar en el mismo tono de la conversación telefónica. Pero todavía no quería sentir completa su derrota, y su ilusión tuvo que pasar por unas inversiones erróneas en las Islas Vírgenes, por la mala suerte “que por fin me ha cazado”, y por los manejos de un socio estafador: “Tú no lo conociste, claro. Nos tuvo a todos engañados, ¡a todos!, durante meses”. Utilizaba siempre la primera persona del plural para sentirse miembro de una corporación comercial de la que siempre, indefectiblemente, era el alma mater, el hombre de la idea, lo que tal vez significase el socio pobre, el inventor que nunca se beneficia de la patente de su genio, lo cual, sospecho, era otra máscara bajo la máscara, la del obrero del traje, las adulaciones y los martinis.
Al fin lo soltó: estaba arruinado. Es más, no percibía ingresos desde hacía cuatro años, durante los cuales había sobrevivido del producto de la venta de un par de apartamentos que en época de bonanza había comprado en una urbanización de lujo de Marbella. “Qué fiestas, tío. Y con los apartamentos se fueron las mujeres, y, lo que es peor, los contactos”. Y aunque él había desayunado con algún jeque árabe y también sacaba de la chistera del recuerdo los nombres de pila de navieros famosos, yo le imaginaba solo, repasando con aprensión su único traje decente en alguna oscura fonda de turistas e ignorando los comentarios que, tal vez en aquellas últimas fiestas, se harían a sus espaldas, asombrándose los banqueros de la extraña locuacidad de aquel hombre acabado. Los últimos tiempos había estado viviendo en Toledo, ocupando, para evitar su derribo, una vieja casona propiedad de un conocido suyo que le debía algunos favores. La humillación de verse desalojado por la policía había terminado con él.
Y entonces, mientras con piedad reparaba yo en la maleta que antes había escapado a mi atención y me decía, quizá egoístamente, que todavía tendría ocasión de cumplir la promesa, sonó un teléfono.
Con soltura, detuvo la conversación, se echó mano al costado, abrió un diminuto móvil y se lo aplicó al oído. “Miguel Molinos al habla”, afirmó, y, retrepándose en el asiento, comenzó a sonreír: “¡Hombre, Bárcenas, en ti estaba pensando ahora mismo!”. Su tono se encumbraba de nuevo. Se sacudió el pantalón. Comenzaron a desfilar firmas famosas y cacerías de cochinos. Cuando contempló la punta del cigarrillo negro y barato que yo le había proporcionado y encendido, con la complacencia con que se debe considerar la larga ceniza de un habano, supe que yo había dejado de existir y que me sería imposible cumplir la palabra dada a una muerta. Le dejé pagar (¿cómo negarse?), firmé el cheque y me alegré de volver a casa.
(Cuento premiado por EL PAÍS DIGITAL)



LA CUEVA DE ERICTO

El despertador sonó a las siete cuarenta y cinco de la mañana, y Juan Pablo Monje se despertó evocando a María Cervantes, a quien volvería a ver en su Curso para Resucitar. Se dirigió a la ducha oyendo el ubicuo rebullir inquieto de su perro Kazán y el canturreo de su mujer alrededor del lecho. Abrió el grifo y se fue desnudando. Cuando ya el vapor invadía todo el cuarto de baño, su mujer Magdalena entró para preguntarle qué iba a desayunar. La vio a través del espejo, entre la niebla de agua, despeinada, hermosa y sonriente, cubierta apenas con un camisón color canela que dejaba adivinar su cuerpo terso y generoso.
- Sólo café, dijo, después se sumergió bajo el chorro caliente y cerró la mampara. La caricia del agua le hizo pensar en María Cervantes otra vez, y en la diferencia de edad que mediaba entre ellos. La había conocido en la academia donde asistía al Curso para Resucitar, cuya asignatura de poética y horticultura recreativa era impartida por un enjuto profesor de solemne perfil clásico y humor recóndito y pedante. El aburrimiento de la clase había hecho que un día dejara errar la mirada por el aula. Así se había encontrado por primera vez con sus ojos. ¿Qué haría allí? ¿Qué secreta penuria la había ido empujando hasta agolparla contra esa tropa de ruinas de que él formaba parte?. Allí había otros jóvenes, pero todos tenían la infamia a flor de piel, no como ella. De habérsela encontrado por la calle, concluyó, cualquiera habría pensado que era normal.
Salió de la ducha y eligió la ropa que su esposa ya había elegido para él. Tuvo que perseguir el rastro de Kazán, que ladraba escondido y había estado jugando con uno de sus calcetines. Encontró la prenda abandonada en medio del pasillo y desde allí mismo amenazó a Kazán, que como elemento del juego o de la prudencia prefirió no salir. Bajó a la cocina y tomó el café ya frío de la cafetera escuchando cómo su mujer regañaba al perro en el piso de arriba. Se le hacía tarde, así que gritó una despedida y salió de la casa. Al llegar a la acera oyó que su mujer lo llamaba y se volvió. Estaba en el jardín a contraluz. No vio más que la figura, pero disfrutó del trasluz de su camisón. También la diferencia de edad entre él y Magda era notable. Aunque no había sido así siempre. Levantó la mano para despedirse y se alejó hasta la parada del autobús, que efectuaba un recorrido circular. Desde allí veía ir encendiéndose y apagándose ventanas a través de la casa a medida que su mujer recogía, limpiaba y se iba arreglando. El autobús llegó al poco rato. Él subió y se sentó junto a la ventanilla. Fue viendo pasar las casas y al rato contempló los rascacielos del centro. Pronto estaría con María Cervantes.
Aquella noche, Juan Pablo Monje tuvo una horrible pesadilla.
Estaba sentado en el salón, con la cabeza gacha, viendo como sus propias lágrimas caían sobre sus manos, que colgaban inertes entre las piernas. Tosieron a su lado y levantó la vista. Era un policía de paisano que le decía que nadie había oído nada y que ya no le molestarían más si no tenían novedades. De pronto el agente se fue afeando y encogiendo (las facciones se le iban alargando y el traje se desintegraba en hilachas parduzcas) hasta quedar transformado en Kazán, grande, peludo y expectante. El Juan Pablo del sueño se limpiaba las lágrimas y se dirigía al perro lleno de odio.
- No ladraste, cabrón - mascullaba entre dientes. “Perro hijo de puta, inútil perro de mierda; no ladraste”. El perro le atendió y salió después en silencio al jardín para meterse en su caseta. Pasaron varios días en el tiempo del sueño, y Monje salía a menudo al jardín con el solo propósito de decirle bajito al perro que era un perro asqueroso y que más le habría valido haberse hecho matar. La última vez que iba a ver a Kazán, el perro se le adelantó. Salió de la caseta y avanzó lanudo hasta la carretera. Desde allí le echó una mirada muy tranquila, le dijo: “Y tú tampoco ladraste, mamón”, y cuando el circular pasaba por delante del jardín, se arrojó bajo la rueda y fue aplastado sin un quejido, pero repitiendo desde el propio pellejo ensangrentado: “Y tú ni abriste la boca, so cagón”.
Juan Pablo Monje se despertó de golpe, empapado en sudor. Miró el reloj. Era casi hora de levantarse, pero cerró los ojos otra vez y murmuró: “Joder, qué pesadilla”. Un rumor le indicó que Magdalena, Madi, estaba ya despierta; y así, con los ojos todavía cerrados, le contó el sueño que acababa de desvelarle. Sintió el peso de ella rodar sobre el colchón y su aliento al oído diciéndole que ya pasó, que Kazán no hablaba en serio y que eso era su propio sentimiento de culpa por no llevar al chucho al parque más a menudo, cariño.
- El domingo lo llevo, y que corra lo que quiera para que se nos pase el cabreo a los dos - dijo él con un rencor no del todo falso. Sintió a su mujer levantarse riendo. Mientras bajaba al piso de abajo, ella le iba contando la de amiguitos que había hecho Kazán en el parque. Después oyó la puerta de la cocina que daba al jardín y las uñas del animal en las baldosas.
- ¿Verdad, Kazán? - preguntaba su mujer al chucho, que contestó ladrando, feliz de estar dentro de la casa. “Puto perro”, pensó Monje. Salió de entre las sábanas y fue yendo adormilado hacia el lavabo.
Cuando aquella mañana Monje se subió al circular, sintió un escalofrío culpable. Miró hacia su casa y vio moverse las cortinas de la cocina. Una mujer que se preocupa de verte, cada mañana, instalado y seguro en tu asiento del autobús no merece que se le sea infiel; pero Monje ya pensaba en rascacielos y en que hablaría con María Cervantes.
La clase de religión había dejado hacía semanas de interesar a nadie, aun a los desahuciados, así que a Juan Pablo no le costó trabajo convencer a María Cervantes para ir a tomar un café a media mañana. Ella lo pidió acompañado de una ensaimada, que allí, dijo al sentarse, las hacían muy ricas. Desde la cristalera de la cafetería se veía el tráfico y fachadas de altísimos edificios de oficinas cuyos últimos pisos estaban envueltos en perpetua neblina. Cuando se reía, a María Cervantes se le abrían dos hoyuelos en las mejillas. Parecía aún más joven, y más normal. Le hacía mucha gracia la imitación que Monje hacía del amanerado y frailuno profesor de mística. El propio Juan Pablo se creía mágicamente de vuelta en el colegio de su infancia, cuando hacían burla de los maestros.
- ¡Podríamos solicitar un cambio del curso de religión por el de cocina! - dijo Juan Pablo emocionado, como si aquella fuese una idea fabulosa, y disfrutó viéndola reír a carcajadas y sujetarse el pecho como si le fuera a dar un ataque. “¡O por el de aerobic!”, gritó, y ella no puedo más, para, para, basta, me muero... armando un alto alboroto de pájaros de cristal con su risa, una risa que le agitaba la media melena rubia y ponía en su piel una adorable coloración rosada. También él estaba disfrutando al cabo de tantos años; aunque al imaginarse a sí mismo vestido con un chandal, maduro, pesado y torpe junto a ella, joven y esbelta, una punzada de amargura le nubló el espíritu, cerró su boca y dio paso, además, al recuerdo de su mujer, también de risa luminosa como María Cervantes, y casi tan joven como ella, si bien de formas más rotundas. Trató de no dejar entrever este cambio en su estado de ánimo, pero María Cervantes le tomó de la mano y dijo: “Será mejor que regresemos”. El divertido debate sobre quién debía hacerse cargo de la cuenta aligeró el ambiente y restituyó un poco la alegría de aquel desayuno de primavera.
Al volver a casa anduvo por las habitaciones trasteando en cosas prescindibles o insólitas, poniendo en hora los relojes, tratando de distraer la inquietud, hasta que la voz de su mujer a su espalda le preguntó qué tal iban las clases.
- Bien - dijo. “Aburridas”, añadió, “ya sabes...”.
- Sí, ya sé - murmuró, con una mezcla de tristeza y alivio, con trasfondo de sobreentendidos, la voz de Madi, como si de verdad supiera. Él se volvió enseguida alarmado, pero su mujer ya no estaba allí. La escuchó diciendo desde la alcoba que tenía sopa de marisco en la cazuela, que se la calentara, que ella se iba a echar un rato porque las piernas la estaban torturando.
Monje bajó a la cocina abrumado por el remordimiento y encendió el fuego oyendo a su mujer conversar arriba con Kazán. Sorbiendo la sopa ante el televisor creyó haber tomado una decisión. Al terminar fregó los platos y subió lentamente las escaleras. Escuchó un momento tras la puerta del cuarto, pero no se oía nada.
- Será mejor que deje las clases - dijo mirando hacia la calle por la ventana del rellano. Fuera, una vieja de luto arrancaba una lila de su jardín. “Es inútil”, afirmó; “lo que tengo que hacer es cuidarte y dejarme de experimentos. Esto te perjudica.”. Desde lejos, las palabras de su mujer le pidieron que no dijera tonterías. “ Sabes que es necesario” decían, “ Y yo lo deseo. No tengas miedo. A veces no sabes lo que quieres... Yo quiero dormir...”. Y aquel eco: “...sólo dormir...” acabó difuminándose en el ruido del tráfico lejano.
Juan Pablo bajó a la sala para dejar descansar a Madi. Se tumbó en el sofá y, bebiendo vino directamente de la botella, se fue adormilando ante el televisor. En las últimas imágenes que vio antes de quedarse totalmente dormido, un zombi verdoso daba caza a un rubio adolescente y comenzaba a desventrarlo con manos ávidas.
Se despertó llorando de madrugada. Había soñado que era de día y que, al escuchar abrirse la puerta de la cocina que daba al jardín, había saltado a cuatro patas, se había estirado y había caminado así, cómodamente, hacia el alto umbral que daba a la escalera y al zaguán. Desde allí había visto cómo un hombre fétido y de negro husmeaba por la cocina. A él se le erizó la piel del occipucio y estuvo a punto de gritar, o de ladrar más bien, pero una picazón súbita e intensa le había hecho sentarse en el suelo para poder, torciendo el espinazo, lamerse el sexo en procura de alivio. Al alzar la cabeza, el desconocido le miraba y le hacía sonriendo la señal del silencio. Él se sentó sobre el trasero y lo vio comenzar a subir furtivo la escalera. Su ama lo llamó desde arriba y él, moviendo el rabo, fue subiendo tras el hombre, expectante sin saber por qué, dispuesto sin comprender a qué. Entonces la vio aparecer en el rellano, asustarse, gritar su nombre y volver la espalda para huir. Él quiere arrojarse sobre el hombre, pero éste le da una fuerte patada en el hocico que le aturde y tal vez le hace caer y chillar y correr lleno de miedo a esconderse mientras sigue oyendo sus propios aullidos o los de la mujer, su mujer; y finalmente el sueño le devuelve vertiendo lágrimas y gañendo contra un almohadón del sofá de la sala.
Monje, totalmente despierto ya, siguió gimiendo y llorando mansamente hasta que se calmó. Era alta madrugada, pero decidió no volver a dormirse. Sentía una intensa aprensión; así que alargó la mano a tientas y dio un largo trago de la misma botella.
De cuando en cuando, los faros de un vehículo tardío iluminaban un rectángulo del techo y la lámpara oblonga.
Atrapado en un insomnio de fósforo, imaginó el sueño tranquilo de su esposa y el de María Cervantes. Madi dormía boca arriba, con las manos unidas como castas palomas en la ingle, y nunca se sabía si liviana o profundamente, pues tanto podía seguir sumergida en un hondo sopor, desconectada, a pesar de la luz o del bullicio, como abrir los ojos de pronto, totalmente despierta, cual si hubiera estado esperando un momento preciso para pasar, sin el protocolo de la modorra, al estado de la vigilia. María dormiría en camiseta y bragas, boca abajo, machihembrada a la almohada y con los labios entreabiertos (tal vez roncase un poco), inmersa en un magma de sueño casi táctil de cuya ebriedad le costase largo tiempo apartarse.
Cuando oyó risas frescas de niños atravesar, entre ladridos del perro, su jardín madrugado, se incorporó pesadamente, fue a lavarse la boca y comenzó a ascender la escalera. Entró en el dormitorio en penumbra y, sin mirar la cama, abrió el armario y dijo a media voz que no iría más a la clase de revivir. Eligió un pantalón que le gustaba a Madi y una camisa casi nueva y volvió a repetir, esta vez en irritado tono imperativo, que no pensaba aparecer más por allí, que le parecía ridículo y humillante. Cuando se estaba poniendo una corbata a juego con la tela de la camisa, la voz de su mujer surgió del lecho para tranquilizarle y consolarle. Parecía que había estado aguardando toda la noche.
- Vas a ir – dijo -, ánimo; pero antes lávate la cara, aféitate y toma café, que se te quite el aliento ese que tienes de borracho.
Monje se puso los zapatos, los lustró expeditivamente y se dirigió a la puerta. Desde la cama, cuando ya Juan Pablo cerraba desde fuera, su mujer dijo que abriese al perro.
- Puto perro - murmuró él, pero bajó y abrió la puerta, aunque el animal no estaba allí. Se lavó y afeitó oyendo a su mujer levantar las persianas; fue a la cocina, puso el café a hervir y esperó sentado en una banqueta, mirando el fuego. Alcanzó a escuchar las uñas de Kazán en las baldosas y el parqué, subiendo los peldaños, y, sin transición, los oyó a los dos jugando por allá arriba. No comprendía el cariño que Madi profesaba a aquel perro cobarde. De buena gana lo habría matado.
Tomó el café con leche fría y sin decir nada salió de casa. No se volvió al llegar a la acera, aun sabiendo que ella lo espiaba desde detrás de la cortina del rellano. Con esa venganza mínima, aunque cruel, le hacía pagar a ella su propia debilidad y su obediencia, y Monje lo sabía. Cuando ya divisaba desde el circular los primeros edificios de cristal, decidió no asistir a ninguna clase y derrochar la mañana en el cine o echando maíz a las palomas; mas vio a María Cervantes a la puerta de la academia, esperándole, y su corazón, a su pesar, saltó de la alegría. Al descender del autobús la tomó del brazo y ambos fingieron divertidos el incógnito de una fuga.
Monje estaba aquella mañana especialmente hablador y ocurrente. Se había propuesto, sin saberlo, entretenerla toda la mañana, y soltaba chismes y bobadas sin ton ni son, que eran recibidos con alborozo juvenil y tal vez algo excesivo por parte de María Cervantes. Ambos parecían querer disfrutar de la situación al precio que fuera.
Desayunaron chocolate con churros y vieron escaparates de la mano. Entraron en un centro comercial donde él le compró y regaló un libro superventas de Pablo Neruda, con una dedicatoria chistosa (en la que Monje hacía un juego de palabras con el apellido de María y las faltas de ortografía que les corregían en la academia) y otra seriamente tópica y cursi que no se lo pareció a ninguno de los dos. María hasta hizo pucheros. Dieron vueltas parloteando hasta llegar a un parque y, después de provocar un silencio, Monje le dijo cómo estaban las cosas. Ella se hizo cargo; y aún hizo más. Le aseguró que no le importaba que estuviese casado, que respetaría siempre a su mujer, que sería elegante; “pero no me puedes pedir que olvide nuestro amor”, le imploró pegando su cuerpo blando al de Juan Pablo. Se mantendría en la sombra pero debía tomarla, dijo, como su esclava. Se apartaría de sus padres y recogería en su interior, “como un sacramento”, dijo también, las migajas de cariño o pasión que le sobrasen. Siempre sería cómoda y ardorosa sin pedir nada a cambio. Sólo estar presente en sus ilusiones, en su debilidad y en sus vicios y secretos. Monje no se había atrevido a desear eso, ni tan deprisa, y se asustó. Por primera vez ideó conscientemente conocer aquel cuerpo tan ofrecido. Esto le hizo torcer la cara de ansia y culpa, pero María no estaba dispuesta a dejarlo escapar y buscó su boca con egoísmo carnívoro de virgen. Juan Pablo Monje sintió su lengua urgente, la escuchó jadear, y no tuvo otro remedio que apartarse bruscamente de ella. Pidió excusas, tiempo, comprensión, y salió corriendo.
Cogió el autobús circular adrede en sentido opuesto (aunque a la postre hacía el mismo circuito pero al revés) al que tomaba cuando iba a su casa, para poder calmarse durante el trayecto más largo, y lo fue consiguiendo a medida que el vehículo dejaba el centro vertical y recorría zonas residenciales con guarderías y paseos arbolados. Su decisión de no regresar nunca a aquella maldita academia era ahora inquebrantable, tanto como la de no confesárselo a Magdalena. Le haría creer que seguía asistiendo a las clases: saldría todos los días de casa en dirección al centro, pero invertiría las horas oculto en cines y museos, leyendo prensa en lo más intestino de bodegas acurrucadas en barrios recoletos, memorizando anécdotas falsas y lecciones apócrifas y componiendo en el espíritu modulaciones de la conformidad, la aflicción o la esperanza que ofrecieran, a su vuelta al hogar, la verosimilitud de la rutina o la disciplina de la escuela.
Cuando el autobús enfiló su calle ya lo tenía todo resuelto. Podía descansar la cabeza en la ventana y, tal vez, dormitar, mas en una última mirada vio algo raro a los lejos: un individuo merodeaba por su jardín y miraba la casa.
Al detenerse el circular al otro lado de la calle, Monje descendió rápido y, todavía con más inquietud que alarma, lo vio entrar sigiloso por la puerta de la cocina. Cruzó a buen paso el asfalto, pasó junto a la frondosa lila y entró en el cuidado césped sin aún percibir seña alguna de conmoción ni concebir (y esto le extrañó a él mismo) sospechas de peligro en la actitud furtiva de aquel sujeto; pero entonces se le fue abriendo un recelo que era como recordar una conjetura o conjeturar un recuerdo, y un súbito sentimiento de amenaza y certeza le asaltó al tiempo que oía el grito de su mujer, el aullido del perro y alcanzaba por fin la puerta. Al abrirla vio al perro huyendo hacia la sala y oyó la caída de un cuerpo en el piso de arriba. Comenzaba a subir lenta, fatalmente, los peldaños de la escalera, cuando el sujeto de negro salió de la alcoba, se cruzó con él sin siquiera mirarle y abandonó la casa.
Monje ya estaba llorando al entrar en el cuarto, aun antes de ver a Madi tendida sobre el charco de sangre. Al arrodillarse a su lado, ella parpadeaba y Monje le bajó con pudor el camisón canela.
- No te vayas - decía gimiendo -, no volveré a las clases, pero no te vayas otra vez.
Madi sonrió. “No seas tonto”, dijo, “has hecho bien besándola. Eres un buen hombre. Llévame a la cama.”.
Juan Pablo Monje obedeció, tratando de no pisar la sangre. Fue por una toalla y le cubrió el vientre rojo de las heridas.
“Túmbate a mi lado, Juan Pablo”. Monje le hizo caso.
“Y ahora duerme, mi amor”. Y se quedó dormido.
A la mañana siguiente, Juan Pablo Monje se despertó temprano. Estaba vestido y solo en la cama deshecha. Bajó a la cocina sin lavarse, vertió agua caliente del grifo en un vaso con dos cucharadas de café soluble, lo tomó y salió a la calle por la puerta del jardín, que había permanecido abierta toda la noche. Atravesó el jardín inculto, cubierto a trechos con la rala hierba de la incuria e invadido de arbustos sarmentosos; cruzó la calle y se apostó a esperar el autobús. En aquel sentido, el circular llegaba también, como sabemos, al centro vertical de la ciudad, pero realizaba el trayecto más largo; un camino que antes pasaba por zonas residenciales, por el parque donde jugaba Kazán antes del atropello y por el cementerio donde ella estaba. Era sábado y no había clase.