El maletín de Edipo
“Ahora que voy a emprender una nueva vida (dijo el hombre mientras le desnudaban), ha llegado el momento de las confesiones. Y son los tuyos, mi ama, los únicos oídos que han de conocer lo que fui y cómo llegué a ser en lo que he de convertirme, para que así puedas cerrar la puerta de ese ciclo agotado y abrir de par en par el acceso al nuevo hombre que soy, aunque ese nuevo yo haya iniciado su liberación de manos del azar y de las de un oficial del juzgado administrativo.
Tampoco él dio trascendencia al pequeño error en mi apellido. La dirección del sobre era la correcta, y si bien el requerimiento de pago, redactado en términos de ultimátum, me hacía deudor de una suma considerable, la conciencia de haber defraudado a Hacienda pequeñas cantidades en los últimos ejercicios -aunque siempre por consejo del por entonces mi abogado- provocó mi sonrojo y me hizo pusilánime. El reciente reajuste del sistema fiscal y las consecuentes revisiones habían destapado, dijo aquel hombre con generosidad, algunas irregularidades que convenía subsanar antes de afrontar la próxima declaración del I.R.P.F.. Estuve de acuerdo y acepté el documento, el débito y la culpa.
Llamé a aquel abogado y le insulté; después proyecté un plan de emergencia para enjugar el descubierto, del cual mi esposa me hizo único responsable. Fui pagando como pude, adquiriendo nuevas deudas con amigos y bancos, desestabilizando la economía del hogar... hasta que un día aparecieron mis etiquetas identificadoras en el buzón. El nombre figuraba correctamente, y yo había podido saldar para entonces mi obligación con el erario público. Lo sentí como una devolución de identidad.
Cuando una mañana me encaminé a la Delegación de Hacienda con el pliego cumplimentado, quien lo hacía era un contribuyente escrupuloso y remozado. Quise regodearme en mi inmaculada condición civil y pregunté (por puro gusto beato) por mi estado de cuentas: sin novedad... desde el ejercicio anterior. Esto era raro: nadie le supone tal discreción al fisco. Me interesé entonces por los pagos que había ido haciendo efectivos y apunté, para facilitar la búsqueda informática, que el requerimiento y los ingresos se habían realizado a mi nombre pero escrito incorrectamente. No había en mi expediente registro alguno de tales pagos, dijo, pero existía un individuo cuyo nombre era el mío inscrito con errata, y a cuenta de cuya deuda se habían ido efectuando los ingresos que yo me atribuía. Era tan grave que no cabía ni siquiera la desesperación: había estado pagando penitencia por otro, o tal vez era mi propia y atolondrada penitencia al hipócrita dios de la vergüenza.
Con astucia obtuve el número de teléfono del azaroso beneficiario de mi error (lo cual fue el primer acto de audacia de mi vida) y me puse en contacto con él. Mi voz al otro lado del hilo telefónico debió de sonar muy apocada, aunque sólo lo comprendí cuando, con un tono de arrogante desprecio, aquel sujeto me negó la justicia de la restitución. Cuando pasé del asombro a la indignación ya era tarde, y aquel tipo decidió, sin ahorrarme la mofa, que era él quien había pagado y que yo estaba loco.
Interpuse inmediatamente una denuncia y esperé aborreciéndole. Le hice todavía algunas llamadas humillantes de las que no tardaba en arrepentirme, pues ya únicamente encontraba su risa o zafias amenazas. Sólo una estúpida confianza en la inminencia del cumplimento de la ley reflotó temporalmente mi ilusión.
Le conocí durante la vista del juicio: era elegante, rico, obeso; se mostró engañosamente circunspecto y razonable, repugnantemente correcto, y la juez, a quien los ujieres tuteaban y que lucía un mechón verde y ropa informal (y que tantas, tantas esperanzas había despertado en mí al principio, y tantas sospechas al final) falló a su favor al no encontrar otra evidencia de anormalidad, dijo, que mi naciente obcecación.
Yo no comprendía nada y me enfurecí. Tienes que comprenderme: decía la verdad, tenía la razón, y ellos se empeñaban en que estaba ofuscado (llegaron a hablar de mala fe). Cuando me expulsaban de la sala alcancé a ver..., estoy seguro de haber visto cómo la juez y aquel sujeto cambiaban una mirada de entendimiento y hasta burla soez. No puedo explicarlo mejor. Cuando más tarde paseaba fumando (irresoluto, solo, abrumado) por el vestíbulo de los juzgados, esperando que el tipo bajase para encararle, creí verlos salir en un coche, juntos, del aparcamiento del edificio; pero de esto no estoy seguro.
La palabra de aquel opulento canalla no podía valer tanto como la de un hombre justo, no en este mundo, y recurrí. En investigadores y letrados fui perdiendo nuestro patrimonio, mi salud y, ya casi definitivamente, a mi mujer. Ella no quería comprender (tal vez no pudo) que la risa infame de aquel sujeto me obligase a gastar diez veces la cantidad burlada.
A veces se me ocurre pensar que el contenido de la deuda que yo le exigía satisfacer no era tanto el dinero como el haber yo hecho el ridículo cuando creía estar comportándome como en ciudadano ejemplar. Dicen que la virtud no es el medio, sino la recompensa. En mi caso la redención constituyó el castigo; pero no concibo mi obstinación sin el acicate de su risa. El dinero era apenas el emblema diabólico de la sevicia de esa risa, y sentí que si lograba al fin forzarle a la restitución, todo volvería al equilibrio como era en un principio, y por tanto al descanso del olvido.
Mi mujer insistió débilmente, con ocasión de la firma de una segunda hipoteca sobre la casa, en que abandonase antes de la ruina absoluta, en que me estaba obsesionando, en que debía aceptar la pérdida como precio de la lección; pero no le hice caso. Me dejó. También se resintió mi trabajo. Comencé a percibir cómo la desconfianza y la piedad reptaban y medraban a mi alrededor. Tuve que soportar consuelos y consejos. El día en que recibí la llamada del secretario del nuevo bufete abandoné mi puesto a mitad de jornada. No dar explicaciones fue una alegre anticipación.
Me comunicaron que el funcionario de Hacienda que había confundido la dirección del sobre que contuvo el requerimiento estaba dispuesto a testificar a mi favor. Es imposible decir la satisfacción que me invadió. También me informaron de que habían solicitado y se les había concedido fecha para la vista, de que se pediría una cuantiosa y segura indemnización, de que ya tenían redactada la citación y de que los trámites serían rápidos, dado que aquel sujeto, gerente de una gran empresa, era de costumbres monótonamente burguesas, con una sola excepción. Ese único hábito insólito y reciente era que, desde el mes del juicio, había empezado a viajar, cada semana, a una ciudad de Europa o el norte de África. Y lo hacía solo, pese a tener mujer, de nombre Clara, y dos hijos, Jacinto y Jorge, de tres y nueve años respectivamente. Cogía el avión el viernes por la noche, permanecía donde fuera el fin de semana y regresaba el domingo. El bufete sugirió que el procedimiento más oportuno consistía en que un propio se acercase a su domicilio y le hiciese entrega, allí mismo, del documento de aviso; pero eso no era suficiente para mi codicia de restablecimiento. La venganza tenía que condecir, en todos sus detalles, con el agravio.
Ese mismo viernes por la tarde me presenté temprano en el aeropuerto y aguardé paseando. Mi mano, en el bolsillo del abrigo, empuñaba el papel como si fuese un arma. La idea de entregarle cara a cara la citación cuando emprendía, tal vez con júbilo, un viaje de negocios o de placer (ya sé que de placer, ama mía) me agarrotaba de exaltación la boca del estómago. Había recorrido tres veces los multitudinarios pasillos cuando lo vi hojeando la prensa en un kiosko. No me precipité. La impunidad de observador anónimo y secreto me pareció un digno preludio del asalto final. Le vi sonreír a la dependienta, llamar por teléfono, moverse con la soltura de la costumbre y el dinero entre los viajeros atareados. Sólo llevaba un maletín y parecía muy relajado. Disfrutaba de ser él y de estar allí. Miraba a las mujeres. Era elegante. Casi producía admiración. En un momento me vi mezquino con mi citación arrugada bajo el loden barato, casi como un delincuente rapaz o un usurero que se acercase, con reverencia, miedo y un pagaré, a un magnífico príncipe del Renacimiento.
Le vi sentarse en la barra de una cafetería y, no sin precaución, evitando ser reconocido, me senté en el otro extremo para observarlo con aprensión y odio a través del espejo. Pidió un whisky sonriendo y lo probó. Yo pedí una cerveza. Me sabía futuro agente de un fracaso menor en la trayectoria de sus éxitos, y ni aun así, a punto de ejercer en mi beneficio aquel poder, me sentía libre de la ponzoña de la envidia.
De pronto, una mujer que estaba sentada a su otro costado compuso un gesto de éxtasis, cabeceó, abatió con estrépito la frente contra el mostrador y cayó al suelo inconsciente. Él saltó de su banqueta y se arrodilló solícito a su lado. Tal vez la curiosidad, quizá la envidia, acaso la súbita posibilidad de causar un trastorno mayor en el destino de aquel hombre (o quizá en el mío) me empujaron a ejecutar un nuevo acto de audacia. Me levanté y, al pasar a su lado, tomé su maletín y me alejé incógnito hacia los ascensores. Entré temblando en el primero que llegó y, mientras esperaba solo a que se cerrasen las puertas, intenté abrirlo infructuosamente. Oí en esto su carrera por el pasillo y tuve tiempo apenas de ocultar el objeto en la papelera del ascensor antes de ver aparecer su rostro descompuesto. Sin comprender qué ocurría miró mis manos. Las miré yo también: allí estaba la citación.
Se dio la vuelta e intentó alejarse, pero me arrojé sobre él gritándole, insultándole, tratando de obligarle a agarrar el papel...; mas era inútil, se zafaba. Además, aquello no era importante para él, nunca lo había sido, apenas le resultaba molesto, inconveniente. Tan solo quería huir para correr en busca del maletín. Fui insistente, le retuve, le agarré de la manga, y entonces se volvió y me golpeó la cara con el puño. Una vez, dos, pero sin conseguir que lo soltara ni que dejara de gritarle ofensas y amenazas. Se volcó sobre mí, me derribó y me golpeó con el codo en la boca. Sentí a la vez el sabor de la sangre, su insulto y una alegría demente al ver aparecer a su espalda a una pareja de agentes de la ley. Le injurié delante de ellos mientras esgrimía la citación como causa de la agresión y le esposaban. Exigí que le detuvieran, que le arrastraran a la comisaría, que me tomaran declaración. Mi gozo era feroz. Su comportamiento cambió súbita y asombrosamente: quería negociar (me lo rogó) y, sin mencionar el robo del maletín, se mostró arrepentido y melifluo en tanto sacaba la chequera. El muy canalla creía que todo se resolvería con algunas monedas. Me pidió en público una cifra para olvidar el asunto de la deuda y de la agresión, y yo le escupí una cantidad desproporcionada que nadie en su sano juicio aceptaría pagar. Pero lo hizo. Ante mi incredulidad y la de los dos policías, extendió un cheque (de cuyos fondos respondió con un documento bancario que llevaba consigo) por siete millones de pesetas. Yo mismo había fijado la cifra, de modo que tuve que aceptarla. Le quitaron las esposas y se alejó fugitivo, buscando con los ojos; yo di las gracias y retrocedí hasta el ascensor. Sin mirar el contenido de la papelera pulsé el piso más alto.
Al llegar arriba extraje el maletín y salí. Ante mí, un largo ventanal se abría sobre las pistas. Tomé a la izquierda y anduve por un interminable pasillo desierto y silencioso. Crucé ante un control de policía cuyo ocupante me vio pasar sin prestarme la menor atención y continué caminando entre oficinas acristaladas tras las que se escuchaba apenas crepitar algún fax. Sería incapaz aún ahora de poner nombre a las razones de aquel acto insensato; pero sabía que para entonces mi vida había cambiado por completo. ¿Por qué me sentía tan bien, tan vivo?. Ni por un momento pensé en que aquello me permitiría recuperar mi existencia anterior, aunque así fuera; en cambio, experimentaba la sensación de que había recobrado, mediante una brutal descarga de riesgo y loca audacia, una faceta negada de mí mismo, un campo fértil y salvaje que mi nombre me había estado ocultando hasta que el odio puro había fragmentado lo que pensaba sólido. La rectitud, la moral, el decoro, el sentido común habían saltado hechos añicos, y esto había hecho posible el afloramiento de un sujeto multiforme, ambiguo, prensil, resolutivo.
No me reconocí en el sangriento espejo del lavabo, pero tampoco me detuve mucho en supersticiones más propias de mis antiguos yos. Entré en un retrete, me senté sobre la tapa y forcé el maletín no recuerdo con qué. Lo abrí. Su contenido no desdijo de mis acciones. Con manos sudorosas fui examinando un paquete fajado de diez mil euros nuevos en billetes de cien, una bolsita con lo que resultaron ser unos gramos de cocaína, ese enorme consolador plateado, un estuche con productos de aseo que arrojé por allí, un billete de ida y vuelta a Colonia y una breve nota manuscrita con el nombre de este hotel, el número de esta habitación y tus palabras: “Rómpeme el alma, cerdo”.
Leí y releí el mensaje una y otra vez. Contemplé los objetos, palpé el dinero y el metal frío del consolador, lo puse en marcha y sentí su vibración contra la palma de la mano. El avión salía dentro de dos horas. Tomé una pizca de cocaína. El efecto casi inmediato de la droga me ayudó a naturalizar la situación y mi relación con todo aquello. El sujeto nuevo que era yo se reconocía en el contenido del maletín, y aún más que en él, en el mundo del que había sido recuperado y del que se constituía en señal, hito de un cosmos nuevo pero tangible, diseñado con veloces aristas de peligro y placer. Eché en falta un revolver.
El antiguo propietario de aquel maletín me había arrojado de mi vida reglada y gris. Nada más justo, pues, que yo ocupara su lugar en este nuevo mundo (mundo, no olvidemos, que él había comenzado a frecuentar al poco de arrancarme del mío); nada mejor que yo viviera la aventura que le había pertenecido, y le devolviera a él a su casa, a su familia y a su trabajo, todo lo cual había yo perdido por su culpa.
No me cupo ninguna duda de que iba a tomar aquel avión que me trajo hasta ti. Esa certidumbre era la mayor decisión de amor a la vida nueva que había adoptado nunca, ni creía que pudiera ser superada por acto ninguno de que los hados me hiciesen, a partir de ese momento, ejecutor eventual. ¿Matar, mentir, estafar? No podrían prevalecer sobre lo que ya había logrado.
Pero has llegado tú, ama, a señalarme el último gesto de aceptación. Una vez probada la soberbia, el postrer obstáculo siempre es la dignidad, la entrega suprema. Abre, ama, la puerta del camino sin retorno, rompe los diques de estas aguas de la vida sin culpa y remordimiento, abre de par en par la vía de acceso al superhombre que reside en mi interior.”
Esto había ido diciendo el sujeto desnudo, en decúbito prono, mientras aquella mujer le esposaba a la cama por las muñecas y tobillos y le colocaba dos almohadas bajo la pelvis, antes de amordazarlo. Después el tipo, mudo, sólo pudo ver de refilón cómo la mujer, que vestía un tanga de cuero y calzaba a la cintura un arnés que sostenía el consolador plateado, se quitaba la máscara tachonada (que dejó suelto un largo mechón de pelo verde) y, sentándose en la mesilla de noche, le decía que bien podría haber sido ella quien le abriese una vía de conocimiento hacia la otra cara de la realidad,
- Pero (añadió la juez encendiendo un cigarrillo y cruzando las piernas) no nos parece... correcto ni ajustado a derecho. Quien le debe abrir esa vía que usted dice de acceso a ese otro mundo (“y que además -murmuró con lujuria inclinándose sobre su cara- tiene la polla como una porra eléctrica y está deseando hacerlo”) es otra persona.
Mientras hablaba, había sonado una cisterna, y al mirar, forzando mucho el cuello, hacia ese lado, aquel hombre vio cómo se abría la puerta del baño y por ella salía, desnudo, grande, ventrudo y sonriente, con un collar de perro y una enorme erección blanca, el dueño del maletín.
Al sentirse penetrado, el agudo dolor le hizo cerrar los ojos y entonces vio el rostro de su mujer, el de su madre muerta, todos y cada uno de los rostros que había conocido en su vida, su casa y todas las casas con detalle, su silla de la oficina y cada átomo de la madera de su mesa y todas las mesas y todos los números de teléfono de los antiguos clientes y los de las cuentas de resultados con claridad y sin mezcla, y el sol y cada una de sus llamas, y la luna y todos los astros a la vez y con precisión dentro de un universo negro en que estaban contenidos todos los agujeros negros del espacio y todos los agujeros, por pequeños que fueran, de la tierra.
Arúspice
Hoy, diecinueve de junio de mil novecientos noventa y nueve, poco antes de abrir la ventana para suicidarme, poco antes de tomar el pañuelo blanco para hacer la prueba definitiva, he leído en el periódico una noticia terriblemente triste: “El conductor de un autobús de transporte escolar (y aquí va el nombre, que omito por respeto), de 40 años de edad, atropelló mortalmente a su esposa (y aquí el nombre de la fallecida), de 32, cuando ésta acababa de dejar a sus tres hijos en la escuela”. Después explica que los testigos no pudieron hacer nada, que ella tropezó y cayó al suelo ante las ruedas,... terrible y fatal casualidad, etc.
Es aterrador el modo como la desgracia se ceba con el destino de algunos individuos. Una desgracia tan desproporcionada que solicita a la imaginación que la misma muerte venga acompañada de un mensajero del infierno, tan horrorosa que sólo puede aceptarse como una maldición de manos del propio Lucifer, hecho presente allí en cualquiera de sus formas. Pero algunos aún tratamos inútilmente de huir por el camino del olvido.
Y aunque resulte increíble, yo había logrado olvidar la desgracia de Silvia durante meses; hasta que una noche, al estar utilizando el inodoro, la orina cambió repentinamente de color y comenzó a salir entreverada con una sustancia más densa y pegajosa que se adhería a la porcelana. Era color gris antracita, y salía de mi cuerpo, que desde su muerte venía yo cuidando con rigor aprensivo y escrupuloso; de mi cuerpo limpio y joven..., y me eché a llorar por segunda vez en silencio. Por mí; por ella.
Nos amábamos; y yo alimenté, para explicar su muerte, la versión del accidente fortuito, aparentando desde entonces un dolor intenso pero normal, accesible a los demás. Creé una ficción que vino siendo válida, en su compartimento de la memoria o del olvido, hasta esa noche en el cuarto de baño. A partir de la comprobación, chorreante en la loza sanitaria, de que el horror no me había dejado de su mano, mi carácter se contrajo definitivamente como una flor carnívora, y volvieron los espantos secretos y las interminables especulaciones circulares, que rendían en teratológicas conjeturas víricas y una sorda tiniebla moral. No concebí la ingenua posibilidad de realizar una discreta consulta clínica hasta ayer.
Con objeto de aportar una prueba compré el pañuelo más blanco que pude hallar (¿por qué no un bote estéril como los de los análisis de excrementos? No sé, tal vez el pañuelo contuviese una mejor dimensión metafórica de la limpieza que yo ambicionaba conseguir) y me he masturbado pensando en Silvia, quizá con la idea de que mi auténtico amor por ella y su recuerdo obraría el milagro.
Éste no se ha producido, y una abundante emisión de líquido negro y brillante ha inundado el pañuelo. Los últimos espasmos, como vómitos agónicos de una diminuta bestia moribunda, me has manchado con su vergüenza el dorso de los dedos. La repulsión que me ha causado ha sido tan violenta, que he estado a punto de refugiarme de nuevo en el olvido; pero esto ha durado poco. Cuando he sentido el aleteo tras la ventana he sabido al instante mi deber.
Silvia fue la única mujer con quien tuve relaciones íntimas. Fue una época de tanteo y deslumbramiento, y nos invadía una curiosidad sin límites. Así como yo encontraba en el tacto de su carne esa sensación de seguridad que acoge al hijo en contacto con su madre, así ella adquirió pronto una forma de curiosidad afín a la inquisitiva mirada del niño al contemplar de cerca la simetría polícroma de unas alas de mariposa. E igual que ese tierno interés infantil acabará, en muchos casos, y sin mediar malicia, arrancando las alas de colores, así terminó la curiosidad de Silvia con la calidad de mi semen.
Nuestro método de anticoncepción era el preservativo. Al mes de iniciadas nuestras relaciones, Silvia comenzó a observar con detenimiento el líquido que depositaba mi amor por ella en el recipiente de goma como un biólogo estudiaría un cultivo a través del cristal de un tubo de ensayo. Yo asistía a sus comprobaciones tratando de no mostrar interés, pues ella respondía con evasivas cada vez que le preguntaba, humilde y tímido, por el objeto de aquella singular consulta; pero terminé por participar en aquel rito erótico y supersticioso. Comencé a notar, al principio con ojo torpe, mas poco a poco con mayor agudeza, diferencias de matiz entre distintas emisiones. Advertía descensos de nivel por los que me arrepentía como si fueran efecto de una falta que desconocía. Esta nueva expectativa me tenía colgado de su rostro cuando ella levantaba el objeto. Registraba preocupado cualquier ademán de desaprobación como si se tratara de un dictamen pericial sobre el estado de nuestro amor, de mi amor por ella, tan grande.
Insensiblemente fui dejando de entregarme a la unión amorosa como si me arrojase al cálido mar y comencé a preocuparme por el momento de zambullirme, la temperatura del agua y el estilo de braceo. Concentré la atención en mi desarrollo físico y técnico, y la primera consecuencia de este programa fue una moderada pero perceptible mejora de la calidad de mi fluido amoroso, lo cual, paradójicamente, pareció alegrarme sólo a mí. Estaba satisfecho y orgulloso como un tirador de florete; pero ella no mostró conmoverse ante la opacidad nacarada del líquido, que testimoniaba, creía yo, la salud de mi amor. Por el contrario, cuando este proceso estaba en su apogeo y mi vanidad de varón nos bañaba a ambos en una lechosa claridad, Silvia empezó a manifestar desconcierto. La observaba, no sin irritación, tratando de colocar el globo bajo diferentes incidencias de luz como para tener certeza de lo que veía. Finalmente fue desviando las miradas y teniendo períodos de abatimiento melancólico. Yo enloquecía preguntándome la causa, y llevé al máximo mi dedicación. Inútilmente: cuanto mejor era la calidad de mi esperma, mayor era su desapego.
El que sería último día de nuestro amor me había entregado de tal modo, tenía el alma tan reblandecida y ardiente, que mientras ella observaba el condón con avidez extraña, dije: “Te doy lo mejor de mi”.
Ella seguía mirando hacia el depósito en alto, pero sus ojos ya no lo veían. Estaban más allá de la ventana, como si mi semen uniforme y purísimo actuase de lente, acercándole una presencia invisible que flotase fuera de la casa. Entonces se echó a llorar mansamente y, al preguntarle yo, gimió con pena: “¿Es que no lo ves?”. El líquido, que tomaba en el recipiente la forma de una peonza, desprendía una sólida opacidad y gravitaba con la certeza probatoria de un péndulo. De pronto, emergiendo del interior y movida por un lerdo impulso autónomo, una sombra gris lo cruzó de izquierda a derecha y lenta, muy lentamente, frotándose contra la pared de látex, volvió a lo profundo.
Me quedé atónito por un largo momento.
Al oír que se abría la puerta me sobresalté. Ella estaba allí, con el pomo en la mano, dispuesta a irse. “Aunque aún no lo sepas”, dijo, “ya no me quieres. Adiós.”. Me precipité ciego de lágrimas hacia ella y el siguiente recuerdo que conservo es el vuelo desarticulado de su vestido cayendo escaleras abajo y el maniquí roto en el descansillo de sangre.
He sido hoy, viendo el pañuelo sucio y brillante, tentado nuevamente por el olvido, pero al oír los aletazos he sabido lo que ella vio a través del presagio de mis entrañas. Y no me ha sorprendido, al levantar la persiana, ver al monstruo mirarme aleteando inmenso y pesado a dos metros de la ventana, con su torso de hombre velludo, sus garras de rapaz, su cabeza carnívora y voraz, su abdomen de reptil. El mensajero ha venido, generoso y leal, a indicarme el camino correcto. Tiene dos ojos de brasa y no se puede describir su ansiedad carroñera.
Mientras alzo el pie y lo apoyo en la jamba, le rezo: “Ángel de la mañana, ángel del horror, cuídala allí donde quiera que esté, y llévame a mí donde quiera que me corresponda”. Creo que me ha entendido, porque lo oigo abatirse tras de mí.
LaPromesa
. Me sorprendió su llamada la otra noche. Después de tantos años pasados desde la muerte de nuestros padres, sólo había rozado mi vida en ráfagas inconexas, llenas de contestadores con voz de mujer y ruidos de aeropuesto internacional. Mis hijos conocían a su tío por los extemporáneos y sofisticados regalos que hacía llegar a casa de temporada en temporada y que alimentaban un prestigio cuya elegancia se acendraba en la lejanía. Pero el silencio entre estos contactos, a lo largo de veinte años, era tan opaco y tan dilatado como el trasfondo que se escondía tras las brillantes expresiones y gestos mundanos que exhibía en sus apariciones de cometa. Tal vez yo fuese ya la única persona en el mundo que lo conociese; que conociese su profundo desvalimiento. Su alegría inocente y sus engaños. Y por eso supe que no me alarmaba vanamente el humilde tono de su voz al teléfono. Yo me iba apenando mientras él pergeñaba un largo preámbulo oscurecido de laberínticas razones y una inusitada preocupación por la salud de toda la familia. Finalmente me pidió que nos citáramos anoche en la estación de Atocha. El lugar y la hora acabaron de confirmar que no me preocupaba sin motivo.
¡Cómo lloraba en el entierro de nuestra madre! Él, que había venido rehuyendo sistemáticamente los funerales que iban despoblando la familia, se deshacía en lamentos sentidos; y yo, que poco antes había prometido a la moribunda, más por aturdimiento y respeto que por convicción, que cuidaría de él, sin entender muy bien cómo un individuo mediocre y con el destino hipotecado por la aceptación debía cuidar de un astro rutilante, comprendí entonces y recordé.
Esperando en el vacío andén se me encendió anoche la imagen de aquellas vacaciones en lo que llamaban una colonia de verano, una residencia con jardines en que Miguel y yo pasamos quince días de un agosto de nuestra infancia, y aún veo su carita roja, congestionada por el llanto, llamando a su mamá mientras los monitores y yo tratábamos inútilmente de confortarle. Y así como para mí entonces era casi incomprensible su terrible dolor porque nuestra madre no estuviese allí para calzarlo, o lavarlo, o para plegarse a sus caprichos (no comió apenas nada, y los mosquitos...¡pobre niño!), así su necesidad de una vida huracanada de sobresaltos y delicias, de emoción y carreras, no ha sido para mí hasta hoy sino objeto de tibia recriminación, oculta envidia y prudentes asombro y distancia.
Me estaba reprochando no haber cumplido bien la promesa hecha a nuestra madre cuando le observé apeándose del tren. Las pocas veces que, en los últimos años, le había visto, su traje era impecable y su presentación cinematográfica, pero en esta ocasión vestía pantalón y chaqueta disímiles, y ninguno parecía de su talla. Iba sin afeitar y su gesto al abrazarme fue deferente y lento, lejos de su arrogancia habitual, que, sin dejar de ser correcta y educada, conseguía siempre que me avergonzase de mis jerséis baratos. Pero anoche no era el mismo hombre. Caminamos hablando de naderías hasta uno de los bares de la estación y nos sentamos. Entretanto venían las cervezas, evitamos mirarnos y fingimos, en silencio, una súbita curiosidad por el local. Cuando las trajeron, dimos un sorbo y comenzó a hablar en el mismo tono de la conversación telefónica. Pero todavía no quería sentir completa su derrota, y su ilusión tuvo que pasar por unas inversiones erróneas en las Islas Vírgenes, por la mala suerte “que por fin me ha cazado”, y por los manejos de un socio estafador: “Tú no lo conociste, claro. Nos tuvo a todos engañados, ¡a todos!, durante meses”. Utilizaba siempre la primera persona del plural para sentirse miembro de una corporación comercial de la que siempre, indefectiblemente, era el alma mater, el hombre de la idea, lo que tal vez significase el socio pobre, el inventor que nunca se beneficia de la patente de su genio, lo cual, sospecho, era otra máscara bajo la máscara, la del obrero del traje, las adulaciones y los martinis.
Al fin lo soltó: estaba arruinado. Es más, no percibía ingresos desde hacía cuatro años, durante los cuales había sobrevivido del producto de la venta de un par de apartamentos que en época de bonanza había comprado en una urbanización de lujo de Marbella. “Qué fiestas, tío. Y con los apartamentos se fueron las mujeres, y, lo que es peor, los contactos”. Y aunque él había desayunado con algún jeque árabe y también sacaba de la chistera del recuerdo los nombres de pila de navieros famosos, yo le imaginaba solo, repasando con aprensión su único traje decente en alguna oscura fonda de turistas e ignorando los comentarios que, tal vez en aquellas últimas fiestas, se harían a sus espaldas, asombrándose los banqueros de la extraña locuacidad de aquel hombre acabado. Los últimos tiempos había estado viviendo en Toledo, ocupando, para evitar su derribo, una vieja casona propiedad de un conocido suyo que le debía algunos favores. La humillación de verse desalojado por la policía había terminado con él.
Y entonces, mientras con piedad reparaba yo en la maleta que antes había escapado a mi atención y me decía, quizá egoístamente, que todavía tendría ocasión de cumplir la promesa, sonó un teléfono.
Con soltura, detuvo la conversación, se echó mano al costado, abrió un diminuto móvil y se lo aplicó al oído. “Miguel Molinos al habla”, afirmó, y, retrepándose en el asiento, comenzó a sonreír: “¡Hombre, Bárcenas, en ti estaba pensando ahora mismo!”. Su tono se encumbraba de nuevo. Se sacudió el pantalón. Comenzaron a desfilar firmas famosas y cacerías de cochinos. Cuando contempló la punta del cigarrillo negro y barato que yo le había proporcionado y encendido, con la complacencia con que se debe considerar la larga ceniza de un habano, supe que yo había dejado de existir y que me sería imposible cumplir la palabra dada a una muerta. Le dejé pagar (¿cómo negarse?), firmé el cheque y me alegré de volver a casa.
(Cuento premiado por EL PAÍS DIGITAL)
LA CUEVA DE ERICTO
El despertador sonó a las siete cuarenta y cinco de la mañana, y Juan Pablo Monje se despertó evocando a María Cervantes, a quien volvería a ver en su Curso para Resucitar. Se dirigió a la ducha oyendo el ubicuo rebullir inquieto de su perro Kazán y el canturreo de su mujer alrededor del lecho. Abrió el grifo y se fue desnudando. Cuando ya el vapor invadía todo el cuarto de baño, su mujer Magdalena entró para preguntarle qué iba a desayunar. La vio a través del espejo, entre la niebla de agua, despeinada, hermosa y sonriente, cubierta apenas con un camisón color canela que dejaba adivinar su cuerpo terso y generoso.
- Sólo café, dijo, después se sumergió bajo el chorro caliente y cerró la mampara. La caricia del agua le hizo pensar en María Cervantes otra vez, y en la diferencia de edad que mediaba entre ellos. La había conocido en la academia donde asistía al Curso para Resucitar, cuya asignatura de poética y horticultura recreativa era impartida por un enjuto profesor de solemne perfil clásico y humor recóndito y pedante. El aburrimiento de la clase había hecho que un día dejara errar la mirada por el aula. Así se había encontrado por primera vez con sus ojos. ¿Qué haría allí? ¿Qué secreta penuria la había ido empujando hasta agolparla contra esa tropa de ruinas de que él formaba parte?. Allí había otros jóvenes, pero todos tenían la infamia a flor de piel, no como ella. De habérsela encontrado por la calle, concluyó, cualquiera habría pensado que era normal.
Salió de la ducha y eligió la ropa que su esposa ya había elegido para él. Tuvo que perseguir el rastro de Kazán, que ladraba escondido y había estado jugando con uno de sus calcetines. Encontró la prenda abandonada en medio del pasillo y desde allí mismo amenazó a Kazán, que como elemento del juego o de la prudencia prefirió no salir. Bajó a la cocina y tomó el café ya frío de la cafetera escuchando cómo su mujer regañaba al perro en el piso de arriba. Se le hacía tarde, así que gritó una despedida y salió de la casa. Al llegar a la acera oyó que su mujer lo llamaba y se volvió. Estaba en el jardín a contraluz. No vio más que la figura, pero disfrutó del trasluz de su camisón. También la diferencia de edad entre él y Magda era notable. Aunque no había sido así siempre. Levantó la mano para despedirse y se alejó hasta la parada del autobús, que efectuaba un recorrido circular. Desde allí veía ir encendiéndose y apagándose ventanas a través de la casa a medida que su mujer recogía, limpiaba y se iba arreglando. El autobús llegó al poco rato. Él subió y se sentó junto a la ventanilla. Fue viendo pasar las casas y al rato contempló los rascacielos del centro. Pronto estaría con María Cervantes.
Aquella noche, Juan Pablo Monje tuvo una horrible pesadilla.
Estaba sentado en el salón, con la cabeza gacha, viendo como sus propias lágrimas caían sobre sus manos, que colgaban inertes entre las piernas. Tosieron a su lado y levantó la vista. Era un policía de paisano que le decía que nadie había oído nada y que ya no le molestarían más si no tenían novedades. De pronto el agente se fue afeando y encogiendo (las facciones se le iban alargando y el traje se desintegraba en hilachas parduzcas) hasta quedar transformado en Kazán, grande, peludo y expectante. El Juan Pablo del sueño se limpiaba las lágrimas y se dirigía al perro lleno de odio.
- No ladraste, cabrón - mascullaba entre dientes. “Perro hijo de puta, inútil perro de mierda; no ladraste”. El perro le atendió y salió después en silencio al jardín para meterse en su caseta. Pasaron varios días en el tiempo del sueño, y Monje salía a menudo al jardín con el solo propósito de decirle bajito al perro que era un perro asqueroso y que más le habría valido haberse hecho matar. La última vez que iba a ver a Kazán, el perro se le adelantó. Salió de la caseta y avanzó lanudo hasta la carretera. Desde allí le echó una mirada muy tranquila, le dijo: “Y tú tampoco ladraste, mamón”, y cuando el circular pasaba por delante del jardín, se arrojó bajo la rueda y fue aplastado sin un quejido, pero repitiendo desde el propio pellejo ensangrentado: “Y tú ni abriste la boca, so cagón”.
Juan Pablo Monje se despertó de golpe, empapado en sudor. Miró el reloj. Era casi hora de levantarse, pero cerró los ojos otra vez y murmuró: “Joder, qué pesadilla”. Un rumor le indicó que Magdalena, Madi, estaba ya despierta; y así, con los ojos todavía cerrados, le contó el sueño que acababa de desvelarle. Sintió el peso de ella rodar sobre el colchón y su aliento al oído diciéndole que ya pasó, que Kazán no hablaba en serio y que eso era su propio sentimiento de culpa por no llevar al chucho al parque más a menudo, cariño.
- El domingo lo llevo, y que corra lo que quiera para que se nos pase el cabreo a los dos - dijo él con un rencor no del todo falso. Sintió a su mujer levantarse riendo. Mientras bajaba al piso de abajo, ella le iba contando la de amiguitos que había hecho Kazán en el parque. Después oyó la puerta de la cocina que daba al jardín y las uñas del animal en las baldosas.
- ¿Verdad, Kazán? - preguntaba su mujer al chucho, que contestó ladrando, feliz de estar dentro de la casa. “Puto perro”, pensó Monje. Salió de entre las sábanas y fue yendo adormilado hacia el lavabo.
Cuando aquella mañana Monje se subió al circular, sintió un escalofrío culpable. Miró hacia su casa y vio moverse las cortinas de la cocina. Una mujer que se preocupa de verte, cada mañana, instalado y seguro en tu asiento del autobús no merece que se le sea infiel; pero Monje ya pensaba en rascacielos y en que hablaría con María Cervantes.
La clase de religión había dejado hacía semanas de interesar a nadie, aun a los desahuciados, así que a Juan Pablo no le costó trabajo convencer a María Cervantes para ir a tomar un café a media mañana. Ella lo pidió acompañado de una ensaimada, que allí, dijo al sentarse, las hacían muy ricas. Desde la cristalera de la cafetería se veía el tráfico y fachadas de altísimos edificios de oficinas cuyos últimos pisos estaban envueltos en perpetua neblina. Cuando se reía, a María Cervantes se le abrían dos hoyuelos en las mejillas. Parecía aún más joven, y más normal. Le hacía mucha gracia la imitación que Monje hacía del amanerado y frailuno profesor de mística. El propio Juan Pablo se creía mágicamente de vuelta en el colegio de su infancia, cuando hacían burla de los maestros.
- ¡Podríamos solicitar un cambio del curso de religión por el de cocina! - dijo Juan Pablo emocionado, como si aquella fuese una idea fabulosa, y disfrutó viéndola reír a carcajadas y sujetarse el pecho como si le fuera a dar un ataque. “¡O por el de aerobic!”, gritó, y ella no puedo más, para, para, basta, me muero... armando un alto alboroto de pájaros de cristal con su risa, una risa que le agitaba la media melena rubia y ponía en su piel una adorable coloración rosada. También él estaba disfrutando al cabo de tantos años; aunque al imaginarse a sí mismo vestido con un chandal, maduro, pesado y torpe junto a ella, joven y esbelta, una punzada de amargura le nubló el espíritu, cerró su boca y dio paso, además, al recuerdo de su mujer, también de risa luminosa como María Cervantes, y casi tan joven como ella, si bien de formas más rotundas. Trató de no dejar entrever este cambio en su estado de ánimo, pero María Cervantes le tomó de la mano y dijo: “Será mejor que regresemos”. El divertido debate sobre quién debía hacerse cargo de la cuenta aligeró el ambiente y restituyó un poco la alegría de aquel desayuno de primavera.
Al volver a casa anduvo por las habitaciones trasteando en cosas prescindibles o insólitas, poniendo en hora los relojes, tratando de distraer la inquietud, hasta que la voz de su mujer a su espalda le preguntó qué tal iban las clases.
- Bien - dijo. “Aburridas”, añadió, “ya sabes...”.
- Sí, ya sé - murmuró, con una mezcla de tristeza y alivio, con trasfondo de sobreentendidos, la voz de Madi, como si de verdad supiera. Él se volvió enseguida alarmado, pero su mujer ya no estaba allí. La escuchó diciendo desde la alcoba que tenía sopa de marisco en la cazuela, que se la calentara, que ella se iba a echar un rato porque las piernas la estaban torturando.
Monje bajó a la cocina abrumado por el remordimiento y encendió el fuego oyendo a su mujer conversar arriba con Kazán. Sorbiendo la sopa ante el televisor creyó haber tomado una decisión. Al terminar fregó los platos y subió lentamente las escaleras. Escuchó un momento tras la puerta del cuarto, pero no se oía nada.
- Será mejor que deje las clases - dijo mirando hacia la calle por la ventana del rellano. Fuera, una vieja de luto arrancaba una lila de su jardín. “Es inútil”, afirmó; “lo que tengo que hacer es cuidarte y dejarme de experimentos. Esto te perjudica.”. Desde lejos, las palabras de su mujer le pidieron que no dijera tonterías. “ Sabes que es necesario” decían, “ Y yo lo deseo. No tengas miedo. A veces no sabes lo que quieres... Yo quiero dormir...”. Y aquel eco: “...sólo dormir...” acabó difuminándose en el ruido del tráfico lejano.
Juan Pablo bajó a la sala para dejar descansar a Madi. Se tumbó en el sofá y, bebiendo vino directamente de la botella, se fue adormilando ante el televisor. En las últimas imágenes que vio antes de quedarse totalmente dormido, un zombi verdoso daba caza a un rubio adolescente y comenzaba a desventrarlo con manos ávidas.
Se despertó llorando de madrugada. Había soñado que era de día y que, al escuchar abrirse la puerta de la cocina que daba al jardín, había saltado a cuatro patas, se había estirado y había caminado así, cómodamente, hacia el alto umbral que daba a la escalera y al zaguán. Desde allí había visto cómo un hombre fétido y de negro husmeaba por la cocina. A él se le erizó la piel del occipucio y estuvo a punto de gritar, o de ladrar más bien, pero una picazón súbita e intensa le había hecho sentarse en el suelo para poder, torciendo el espinazo, lamerse el sexo en procura de alivio. Al alzar la cabeza, el desconocido le miraba y le hacía sonriendo la señal del silencio. Él se sentó sobre el trasero y lo vio comenzar a subir furtivo la escalera. Su ama lo llamó desde arriba y él, moviendo el rabo, fue subiendo tras el hombre, expectante sin saber por qué, dispuesto sin comprender a qué. Entonces la vio aparecer en el rellano, asustarse, gritar su nombre y volver la espalda para huir. Él quiere arrojarse sobre el hombre, pero éste le da una fuerte patada en el hocico que le aturde y tal vez le hace caer y chillar y correr lleno de miedo a esconderse mientras sigue oyendo sus propios aullidos o los de la mujer, su mujer; y finalmente el sueño le devuelve vertiendo lágrimas y gañendo contra un almohadón del sofá de la sala.
Monje, totalmente despierto ya, siguió gimiendo y llorando mansamente hasta que se calmó. Era alta madrugada, pero decidió no volver a dormirse. Sentía una intensa aprensión; así que alargó la mano a tientas y dio un largo trago de la misma botella.
De cuando en cuando, los faros de un vehículo tardío iluminaban un rectángulo del techo y la lámpara oblonga.
Atrapado en un insomnio de fósforo, imaginó el sueño tranquilo de su esposa y el de María Cervantes. Madi dormía boca arriba, con las manos unidas como castas palomas en la ingle, y nunca se sabía si liviana o profundamente, pues tanto podía seguir sumergida en un hondo sopor, desconectada, a pesar de la luz o del bullicio, como abrir los ojos de pronto, totalmente despierta, cual si hubiera estado esperando un momento preciso para pasar, sin el protocolo de la modorra, al estado de la vigilia. María dormiría en camiseta y bragas, boca abajo, machihembrada a la almohada y con los labios entreabiertos (tal vez roncase un poco), inmersa en un magma de sueño casi táctil de cuya ebriedad le costase largo tiempo apartarse.
Cuando oyó risas frescas de niños atravesar, entre ladridos del perro, su jardín madrugado, se incorporó pesadamente, fue a lavarse la boca y comenzó a ascender la escalera. Entró en el dormitorio en penumbra y, sin mirar la cama, abrió el armario y dijo a media voz que no iría más a la clase de revivir. Eligió un pantalón que le gustaba a Madi y una camisa casi nueva y volvió a repetir, esta vez en irritado tono imperativo, que no pensaba aparecer más por allí, que le parecía ridículo y humillante. Cuando se estaba poniendo una corbata a juego con la tela de la camisa, la voz de su mujer surgió del lecho para tranquilizarle y consolarle. Parecía que había estado aguardando toda la noche.
- Vas a ir – dijo -, ánimo; pero antes lávate la cara, aféitate y toma café, que se te quite el aliento ese que tienes de borracho.
Monje se puso los zapatos, los lustró expeditivamente y se dirigió a la puerta. Desde la cama, cuando ya Juan Pablo cerraba desde fuera, su mujer dijo que abriese al perro.
- Puto perro - murmuró él, pero bajó y abrió la puerta, aunque el animal no estaba allí. Se lavó y afeitó oyendo a su mujer levantar las persianas; fue a la cocina, puso el café a hervir y esperó sentado en una banqueta, mirando el fuego. Alcanzó a escuchar las uñas de Kazán en las baldosas y el parqué, subiendo los peldaños, y, sin transición, los oyó a los dos jugando por allá arriba. No comprendía el cariño que Madi profesaba a aquel perro cobarde. De buena gana lo habría matado.
Tomó el café con leche fría y sin decir nada salió de casa. No se volvió al llegar a la acera, aun sabiendo que ella lo espiaba desde detrás de la cortina del rellano. Con esa venganza mínima, aunque cruel, le hacía pagar a ella su propia debilidad y su obediencia, y Monje lo sabía. Cuando ya divisaba desde el circular los primeros edificios de cristal, decidió no asistir a ninguna clase y derrochar la mañana en el cine o echando maíz a las palomas; mas vio a María Cervantes a la puerta de la academia, esperándole, y su corazón, a su pesar, saltó de la alegría. Al descender del autobús la tomó del brazo y ambos fingieron divertidos el incógnito de una fuga.
Monje estaba aquella mañana especialmente hablador y ocurrente. Se había propuesto, sin saberlo, entretenerla toda la mañana, y soltaba chismes y bobadas sin ton ni son, que eran recibidos con alborozo juvenil y tal vez algo excesivo por parte de María Cervantes. Ambos parecían querer disfrutar de la situación al precio que fuera.
Desayunaron chocolate con churros y vieron escaparates de la mano. Entraron en un centro comercial donde él le compró y regaló un libro superventas de Pablo Neruda, con una dedicatoria chistosa (en la que Monje hacía un juego de palabras con el apellido de María y las faltas de ortografía que les corregían en la academia) y otra seriamente tópica y cursi que no se lo pareció a ninguno de los dos. María hasta hizo pucheros. Dieron vueltas parloteando hasta llegar a un parque y, después de provocar un silencio, Monje le dijo cómo estaban las cosas. Ella se hizo cargo; y aún hizo más. Le aseguró que no le importaba que estuviese casado, que respetaría siempre a su mujer, que sería elegante; “pero no me puedes pedir que olvide nuestro amor”, le imploró pegando su cuerpo blando al de Juan Pablo. Se mantendría en la sombra pero debía tomarla, dijo, como su esclava. Se apartaría de sus padres y recogería en su interior, “como un sacramento”, dijo también, las migajas de cariño o pasión que le sobrasen. Siempre sería cómoda y ardorosa sin pedir nada a cambio. Sólo estar presente en sus ilusiones, en su debilidad y en sus vicios y secretos. Monje no se había atrevido a desear eso, ni tan deprisa, y se asustó. Por primera vez ideó conscientemente conocer aquel cuerpo tan ofrecido. Esto le hizo torcer la cara de ansia y culpa, pero María no estaba dispuesta a dejarlo escapar y buscó su boca con egoísmo carnívoro de virgen. Juan Pablo Monje sintió su lengua urgente, la escuchó jadear, y no tuvo otro remedio que apartarse bruscamente de ella. Pidió excusas, tiempo, comprensión, y salió corriendo.
Cogió el autobús circular adrede en sentido opuesto (aunque a la postre hacía el mismo circuito pero al revés) al que tomaba cuando iba a su casa, para poder calmarse durante el trayecto más largo, y lo fue consiguiendo a medida que el vehículo dejaba el centro vertical y recorría zonas residenciales con guarderías y paseos arbolados. Su decisión de no regresar nunca a aquella maldita academia era ahora inquebrantable, tanto como la de no confesárselo a Magdalena. Le haría creer que seguía asistiendo a las clases: saldría todos los días de casa en dirección al centro, pero invertiría las horas oculto en cines y museos, leyendo prensa en lo más intestino de bodegas acurrucadas en barrios recoletos, memorizando anécdotas falsas y lecciones apócrifas y componiendo en el espíritu modulaciones de la conformidad, la aflicción o la esperanza que ofrecieran, a su vuelta al hogar, la verosimilitud de la rutina o la disciplina de la escuela.
Cuando el autobús enfiló su calle ya lo tenía todo resuelto. Podía descansar la cabeza en la ventana y, tal vez, dormitar, mas en una última mirada vio algo raro a los lejos: un individuo merodeaba por su jardín y miraba la casa.
Al detenerse el circular al otro lado de la calle, Monje descendió rápido y, todavía con más inquietud que alarma, lo vio entrar sigiloso por la puerta de la cocina. Cruzó a buen paso el asfalto, pasó junto a la frondosa lila y entró en el cuidado césped sin aún percibir seña alguna de conmoción ni concebir (y esto le extrañó a él mismo) sospechas de peligro en la actitud furtiva de aquel sujeto; pero entonces se le fue abriendo un recelo que era como recordar una conjetura o conjeturar un recuerdo, y un súbito sentimiento de amenaza y certeza le asaltó al tiempo que oía el grito de su mujer, el aullido del perro y alcanzaba por fin la puerta. Al abrirla vio al perro huyendo hacia la sala y oyó la caída de un cuerpo en el piso de arriba. Comenzaba a subir lenta, fatalmente, los peldaños de la escalera, cuando el sujeto de negro salió de la alcoba, se cruzó con él sin siquiera mirarle y abandonó la casa.
Monje ya estaba llorando al entrar en el cuarto, aun antes de ver a Madi tendida sobre el charco de sangre. Al arrodillarse a su lado, ella parpadeaba y Monje le bajó con pudor el camisón canela.
- No te vayas - decía gimiendo -, no volveré a las clases, pero no te vayas otra vez.
Madi sonrió. “No seas tonto”, dijo, “has hecho bien besándola. Eres un buen hombre. Llévame a la cama.”.
Juan Pablo Monje obedeció, tratando de no pisar la sangre. Fue por una toalla y le cubrió el vientre rojo de las heridas.
“Túmbate a mi lado, Juan Pablo”. Monje le hizo caso.
“Y ahora duerme, mi amor”. Y se quedó dormido.
A la mañana siguiente, Juan Pablo Monje se despertó temprano. Estaba vestido y solo en la cama deshecha. Bajó a la cocina sin lavarse, vertió agua caliente del grifo en un vaso con dos cucharadas de café soluble, lo tomó y salió a la calle por la puerta del jardín, que había permanecido abierta toda la noche. Atravesó el jardín inculto, cubierto a trechos con la rala hierba de la incuria e invadido de arbustos sarmentosos; cruzó la calle y se apostó a esperar el autobús. En aquel sentido, el circular llegaba también, como sabemos, al centro vertical de la ciudad, pero realizaba el trayecto más largo; un camino que antes pasaba por zonas residenciales, por el parque donde jugaba Kazán antes del atropello y por el cementerio donde ella estaba. Era sábado y no había clase.